Por
Mario Casalla *
EL
26 de este frío y lluvioso mes de julio capitalino (muy similar al de 1952, en
que el pueblo comenzó a llorarla infinitamente) se cumplen 70 años de la muerte
de Evita Duarte. Nacida en Los Toldos, Provincia de Buenos Aires, 7 de mayo de
1919; falleció en Capital Federal el 26 de junio de 1952). Prematura muerte,
por cierto, tenía tan solo 33 años. Si bien el actual vicepresidente de la
Corte Suprema de Justicia de la Nación, Carlos Rosenkrantz, el mes pasado
rebatió -en una conferencia dada en Chile, sin nombrarla explícitamente y con
muy mal gusto, por cierto- aquello que “donde hay una necesidad nace un
derecho”, acusándola de “populismo”, éste fue un lema central en
el pensamiento y la acción de Evita.
Acaso
la falta de nominación explícita por parte del Supremo Rosenkrantz, sea una
prueba más de la enorme vigencia de ese nombre simple y rotundo, de tan solo
cinco letras: Evita. A su muerte designó como heredera universal de todos sus
bienes a la Confederación General del Trabajo (CGT) o más explícitamente aún, a
los trabajadores: los “descamisados”, sus “grasitas”, como
gustaba amorosamente llamarlos. Pero a esa institución sólo lo sería en
tanto y en cuanto representara realmente sus auténticos intereses, lo cual no
siempre ocurrió en plenitud sabido es, pero éste no es ahora el tema en
cuestión. Evita los pensaba a ellos, en tanto “clase trabajadora”, como
aquéllos que llevarían sus banderas y sus ideales a la victoria. Fue la primera
mujer que hizo explícitamente aquello que ahora denominaríamos una “opción
preferencial por los pobres”, en tanto la opción es un acto (entre otros
posibles) y Evita hizo ese acto de amor inolvidable poniendo en ello su cuerpo
y su alma. Algo que recién hacia fines de los años ’60 del siglo pasado la
teología latinoamericana tomará como uno de sus signos distintivos y que en los
inmediatos ‘70 la Teología y la Filosofía de la Liberación desarrollarán y
profundizarán conceptualmente. En esto como en tantas otras cosas –esa mujer
que tanto “molestaba” y molesta- fue también una precursora. No sólo logró que
las mujeres votaran por primera vez en 1951 (ella ya enferma de muerte lo hizo
una cama del Hospital Posadas y la urna le fue acercada por un joven David
Viñas, a la sazón presidente de la Federación Universitaria de Buenos Aires
(FUBA)). Años después fui testigo presencial de un hecho paradójico: Ricardo Alfonsín
(h) le regaló a Antonio Cafiero, en el día de su cumpleaños, esa urna donde
Evita depositó en la cama su primer voto. Volvía a buenas manos, por cierto. La
celebración de aquel cumpleaños de Antonio tuvo lugar en el Centro Cultural
Tasso, frente al Parque Lezama (sitio donde al parecer tuvo lugar la segunda
fundación, de esta Ciudad de la Santísima Trinidad y Puerto de Santa María
del Buen Ayres, el 11 de Junio de 1580).
SU PRIMER DESCUBRIMIENTO
La
diferencia esencial entre ricos y pobres fue su primer descubrimiento y -según
relata en “La razón de mi vida”- uno de sus primeros recuerdos infantiles. Lo
ubica alrededor de sus 5 o 6 años de edad, momento que coincide con la muerte
de su padre biológico (Juan Duarte) quien nunca reconoció plenamente a su
“segunda familia” y que dejará a su madre (Juana Ibarguren) en la pobreza y con
cuatro hijos que criar. Una de ellas se llamaba Evita. Es por entonces que
recuerda haber “hallado en mi corazón, un sentimiento fundamental que domina
desde allí, en forma total, mi espíritu y mi vida: ese sentimiento es mi
indignación frente a la injusticia”. Y evidentemente ese impacto debe
haber sido muy grande, tanto que dirá: “El tema de ricos y de pobres fue, desde
entonces, el tema de mis soledades. Creo que nunca lo comenté con otras
personas, ni siquiera con mi madre, pero pensaba en él frecuentemente”. Y esa
niñita preocupada por el tema hará una primera visita ocasional a la ciudad de
Buenos Aires con siete años cumplidos. El recuerdo de esa visita es también muy
vivo: “Llegando allí descubrí que no era lo que yo había imaginado. De entrada,
vi sus barrios de miseria y por sus calles y por sus casas supe que en la
ciudad también había pobres y que había ricos”. Hasta allí ella creía que
pobres había solamente en el campo o en pueblos como el suyo. Tan grande fue su
tristeza que la comparó con “aquella desilusión cuando supe que los Reyes Magos
no pasaban de verdad con sus camellos y sus regalos”. La pequeña se llevaba
esta otra certeza: “que también en la ciudad había pobres y que, por lo tanto,
estaban en todas partes, en todo el mundo”.
Y que “los pobres eran indudablemente más que los ricos y no sólo en mi
pueblo sino en todas partes”. Cuando abordó el tren de regreso lo hizo con “una
marca dolorosa en el corazón”, según nos cuenta.
EL SEGUNDO DESCUBRIMIENTO
Habrían
de pasar otros cuatro años más para que –en el encuentro con un trabajador-
éste le explicara por qué había ricos y había pobres. Alude a esos años
diciendo: “Hasta los once años creí que había pobres como había pasto y que
había ricos como había árboles”. La clásica naturalización de la pobreza que
aún hoy persiste en muchas almas que habitan esta ciudad y nuestro planeta.
Naturalización que en algunos a veces hasta va acompañada de su “santificación”
(¡la supuesta “santa pobreza”!) a la que hipócritamente se alude disimulando
como “santos” a quiénes en realidad son víctimas. Evita por el contrario no vio
nunca en la pobreza una supuesta santidad que resguardar, sino una ofensa a la
razón y a la ética y el más acuciante problema a resolver. Puso en eso su alma
y su vida, literalmente hablando. El inicio de ese camino lo ubica en sus 11
años y lo relata así: “Un día oí por primera vez de labios de un hombre
de trabajo que había pobres porque los ricos eran demasiado ricos; y
aquella revelación me produjo una impresión muy fuerte”. Esa impresión la lleva
de inmediato a optar, a darle la razón a los pobres y a creer en la verdad de
su relato: “Ya en aquellos años creía más en lo que decían los pobres que los
ricos porque me parecían más sinceros, más francos y también más buenos”. Había
llegado así al meollo de lo que en el libro llamará, “la dimensión de la
injusticia social”. Punto de partida ético de todo programa económico y de
gobierno que busque expresamente la opuesto: la Justicia Social. Eso llegaría algunos años más tarde (no muchos)
y tras sentir el dolor de ser una víctima “resignada a vivir una vida común,
monótona, que me parecía estéril pero que consideraba inevitable. Por otra
parte, aquella vida mía, agitada dentro de su monotonía, no me daba tiempo para
hacer nada”. La cosa no duró mucho así.
SU “DIA MARAVILLOSO”
Sin
embargo, hubo un día en que todo cambió. Un día todo ese descubrimiento
infantil de la injusticia social, su resignación juvenil ante la frustración de
no poder hacer nada y un fuego interior que la impelía a lo contrario,
encontraron un camino positivo y liberador. Bautizó a ese día –con el lenguaje
propio de una mujer bella, enamorada y pasional- “mi día maravilloso”. Así sin
medias tintas ni maniobras dilatorias, como si supiese desde el vamos que su
vida sería muy corta para lo mucho que le quedaba por hacer. Y si bien –como
afirma- “todos tenemos un día maravilloso”, ella estaba decidida a no dejar
pasar por alto el suyo. Así fue y lo describe con una sola frase: “Para mí, fue
el día en que mi vida coincidió con la vida de Perón”. Porque Perón fue para
Evita no sólo el encuentro con un amor correspondido (lo cual ya es mucho en la
vida de cualquier persona), sino también con una misión y un camino común a
construir. Perón –lo intuyó ella desde el primer momento- era de ese grupo “muy
pequeño de los hombres que conceden un valor extraordinario a todo aquello que
es necesario hacer, hombres para quienes un camino nuevo ejerce siempre una
atracción irresistible, y en mi país lo que estaba por hacer era nada
menos que una Revolución”. Cómo no subirse entonces al coche de ese
Coronel (marcial y engominado) que la esperaba con su auto a la salida del
festival artístico donde se conocieron y que al preguntarle –con la formalidad
del caso- “¿adónde la llevo señorita?”, recibió una respuesta también poco común
para la época: “a su casa naturalmente”. Para él fue también su “día
maravilloso” y no se separaron más. Por si quiere anotar la fecha, fue el 22 de
enero de 1944 y el lugar: el Luna Park de esta ciudad de Buenos Aires, en la
esquina de Corrientes y Bouchard. Muy cerca de donde hoy es el Centro Cultural
Kirchner. Era un verano realmente impiadoso, como suelen ser casi todos los
eneros porteños. La tierra había temblado en San Juan, reduciendo a ruinas la
ciudad y el motivo del Festival era precisamente ayudar a las víctimas. Esa
noche empezó a temblar el país, para que nunca más las víctimas dependieran de
la caridad social. Más aún, para que no hubiera más víctimas. Todavía hay –cada
tanto- réplicas de aquel temblor. ¿No escuchó ninguna por dónde usted vive? Por
favor afine el oído y si fuera posible, también el corazón. Cada tanto un
hombre y una mujer se aman tanto que cambian el mundo, o al menos el suyo en
este país que empecinadamente se sigue llamando Argentina y que tiene una
revolución aún inconclusa. Aunque la nieguen o pretendan que lo olvidemos.
Difícil porque el amor es más fuerte, a veces incluso que las balas o las
bombas. Si no, mire para el lado de Evita y verá que es posible. Claro hay que
para eso hay que poner ello el cuerpo y el alma, no viene sola ni de
prestado.
* Mario Casalla, docente y escritor, preside
ASOFIL (Asociación de Filosofía Latinoamericana y Ciencias Sociales).
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