Cuando me iba a Morteros a pasar el verano junto a la familia de mi madre, lo único que extrañaba de Rosario era la radio.
Enfrentados a un “Telefunken” con receptor y tocadiscos (se le decía “el mueble combinado”), mi hermano y yo nos tirábamos sobre el piso del comedor diario --para estar más cerca del parlante, que temblaba en los graves como si estuviese vivo--, a escuchar antes de la cena “El Glostora Tango Club” y “Los Pérez García”.
El “Glostora” empezaba con cuatro notas, que se me antojaban gotas del fijador saltando desde el peine. “Los Pérez” con un ring de un teléfono, al que siempre alguien contestaba diciendo: “¿Hola? ¡Sí, amigos! Esta es la casa de Los Pérez García”.
Mi hermana no aparece en esa foto porque era muy chiquita, pero los que nunca faltan son los pulóveres superpuestos, porque ese gozo era invernal, ya que, en aquellos años, el frío empezaba antes, terminaba después, y se sentía más que ahora.
Después de tomar la leche, también seguíamos a la compañía de Jorge Alberto Alvarado, un crédito local que a veces invitaba a Enzo Viena, visitante asiduo de su ciudad natal. Los fines de semana andaban por las colonias y recomendaban como mormones que los inminentes espectadores no olvidaran llevar al espectáculo sus propias sillas. Me acuerdo de una obra deliciosa, “El negrito Faustino”.
Nuestra radio preferida era LT2, "La broadcasting de todos los hogares, donde las estrellas brillan más”, y rara vez toqueteábamos el dial, operación de microcirugía reservada a nuestros padres. También existían LT8, LT3 (Radio Cerealista) y LT1 (Radio del Litoral).
Lo que a mí más me intrigaba era cómo hacían para que tronara justo cuando la obra lo necesitaba, o de qué manera capturaban el sonido de la lluvia huracanada contra el vidrio, y lo conservaban hasta soltarlo en el momento preciso. También solía cambiarles el final a los capítulos, que eran cortos y seguían al día siguiente, o a los bondadosos atribuirles fingimientos y segundas intenciones, como al santo del tío Juan, el hermano de Don Pedro en “Los Pérez García”.
No es que en Morteros no se escuchase radio; se tomaba la repetidora de San Francisco, que distribuía las señales de Córdoba. Otros misales, otros altares, otras letanías. Yo quería que la radio y el rito fuesen una misma cosa.
De tal manera que, cuando debía regresar a Rosario para volver al colegio, a la suma fluvial de las calamidades, la enfrentaba esa módica samaritana: la radio, mi radio.
Para mis febriles fabulaciones estivales tenía varios sustitutos. Uno de ellos consistía en ir a la tardecita a la casa de mi tío Tilio, acostarme sobre el patio exterior de ladrillos esmaltados --que era fresco y tenía olor a pasto recién cortado--, escuchar a una prima de mi madre, Glori, tocar el piano e inventar historias que la tuvieran como primera actriz estelar.
El repertorio era el clásico: Pachelbel, Bach, Mozart, Beethoven (“Claro de luna” o “Para Elisa”), Chopin, el “Vals n° 2” de Shostakóvich. Sólo terminado el programa de estudio del día se permitía alguna incursión en la música popular, que nunca pasaba de los cinco o los diez minutos. “Desafinado” de Jobin tocada y cantada por Gilberto, o “Ansiedad”, cantada por Nat King Cole, por ejemplo. Glori era una persona que no llamaba la atención. Acaso por su carácter de superficie plácida y reflejos sobrios, o por un propósito. Pero jamás la escuché levantar la voz o hacer un berrinche.
A veces, a eso de las seis de la tarde, pasaba por el bulevar una exhalación estruendosa, que no dejaba escuchar el piano por algunos segundos, porque iba hasta el extremo de la calle, doblaba en U y volvía a pasar, esta vez por el frente de la casa del tío Tilio.
Era Renzo, apodado “Tontón”, un muchacho que reparaba motos en el taller de don Amado, al que nunca vi hacer otra cosa que estar sentado en una reposera con los ojos a media asta. Tampoco vi a “Tontón” ocuparse de algo distinto que no fuese su moto, un bólido “preparado”, que en aquellos años significaba modificado para ir más rápido o hacer más ruido o ambas cosas.
Era una “Indian” de 1200 cc, 1948, rojo lacre, motor bicilíndrico en V, con cambios manuales, y suspensión trasera de émbolo. Él se vestía de buzo: enterizo de hule color amarillo hepático, gorro envolvente, antiparras y guantes de cuero negros. Parecía una mantis religiosa en ropa de trabajo, y creo que por eso también lo apodaban “Bicho”.
Glori y “Tontón” fueron, sin saberlo nunca, los protagonistas de algunos de los mejores radioteatros que se me ocurrieron. Por ejemplo, él la salvaba de un resbalón que le hubiese quebrado la crisma, ella lo miraba pasar con la moto --que sólo tenía un asiento--, al final se casaban, ella viajaba con él para ser concertista en Bélgica y él se transformaba en campeón de motociclismo en Europa (había que mejorarle un poco la expresión facial, porque explicaba el apodo demasiado explícitamente).
Luego, Renzo se mataba con su moto, y ella se retiraba a una casa oscura, como había leído que hacían las mujeres dolientes, para sufrir a sus anchas y tranquila, sin que nadie interrumpiese su confortable desconsuelo de viuda. En cambio, Glori, con su naturaleza bucólica, se limitó a decir que no entendía cómo, con ese calor, aquel muchacho andaba con un traje de goma y guantes con interior de piel de oveja.
Al final, nada salió como yo esperaba. Glori no se casó con Renzo, por más que Renzo sí se haya matado con la moto, aunque no en Europa. A la salida del pueblo, se subió a la ruta con grandilocuencia y sin cuidado. Una chata F100 le apareció por la izquierda y le dio tal golpe que, según un médico amigo de nuestra familia, voló por el aire y “estaba muerto antes de tocar el suelo”. De la “Indian” no quedó ni la suspensión trasera de émbolo, palabra que me encantabay de la que sólo con el tiempo supe su significado.
No sólo eso, muchísimas cosas a lo largo de la vida no salieron según lo esperado. En Morteros tenía a mis primas y variados figurantes para vadear las penas de la vida. En Rosario, al principio, y en cualquier lugar del mundo y todos estos años, yo nunca me despegué de la radio, un barbitúrico para aflicciones, la antagonista de las soledades.
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