18 mayo 2024

La degradación de lo humano

 •Asistimos al experimento de una sociedad que pretende fundarse sobre una ética para la que no hay otra lógica que la del beneficio individual; que sobreestimula el yo y nos escamotea la presencia real de los demás. ¿Queda algún refugio, alguna invitación a un “nosotros”?    

 Ezequiel Adamovsky ( El Diarioar 12-05-2024)

Ángel Espíndola, de 36 años, vive en la calle hace diez. La lógica de hoy indica que las personas que no se pueden eliminar con un click estorban, afean, se vuelven una amenaza. Guido Piotrkowski

Un video, de los tantos que circulan por redes, me llamó la atención. Un periodista entrevistaba gente al azar en la calle. Una chica, vendedora de una panadería porteña, declara que no le importa lo que les pase a los jubilados, si pasan o no hambre. No es su problema. “Mientras vos estés bien no te importa, individualismo puro…”, indaga el periodista, azorado. “Exacto”, responde ella con una amplia sonrisa. Dándolo por obvio, le pregunta si había votado a Milei. Adivinen la respuesta. Lo que me llamó la atención del intercambio no fue tanto que no le importase el padecimiento ajeno, sino la cara de orgullo con la que se plantaba en su derecho a ese egoísmo. En las redes sociales abundan ese tipo de manifestaciones de desinterés o peor, de crueldad. Por todas partes la gente que apoya este gobierno festeja cada víctima de sus políticas. Festejan cuando alguien postea que se quedó sin trabajo. Si el despedido se suicida, festejan más: “¡Un ñoqui menos, vamos!” Festejan si una conocida feminista anuncia que se va del país porque ya no aguanta las amenazas que recibe. “Andate y no vuelvas”. Festejan que no se envíe alimentos a la gente con hambre. Festejan si ven imágenes de la policía reprimiendo a quien pide comida para los comedores. “¡Muéranse, negros de mierda!”. No es que justifiquen al gobierno a pesar de los padecimientos que genera: el espectáculo de esos padecimientos les causa un placer siniestro.

La ultraderecha hoy exacerba el egoísmo violento, pero es justo decir que es también consecuencia de decisiones muy anteriores. Desde hace más de doscientos años vivimos en un experimento social inédito. Al menos en los países que llamamos “occidentales”, la ideología que dio legitimidad al capitalismo, el liberalismo, plantea que el individuo es la base de la sociedad y que el individualismo es una virtud. Si cada uno se dedica a buscar su propio beneficio de manera totalmente egoísta, sin pensar en nada más, sin mirar al prójimo, de alguna manera todos estaremos mejor. Esa es la pedagogía en la que nos educan desde hace ya dos siglos (apenas un instante en la historia de la humanidad). Vista comparativamente, es una proposición extrañísima. No hubo sociedad ni civilización anterior que se fundara en una idea semejante. Todas tuvieron códigos éticos que colocaban a la comunidad –y no al individuo– en el lugar central. Algunas dieron a los individuos más prerrogativas y libertades, otras menos, pero ninguna los colocó por encima del “nosotros”, de lo común. Estamos presenciando el experimento inédito de una sociedad que pretende fundarse sobre una ética para la que no existe, casi, otra lógica que la del beneficio individual. Si te sirve a vos está bien. ¿Lesiona al prójimo? No es mi problema. ¿Nos afecta como comunidad? ¿Comunidad? ¿Qué es eso?

Visto en perspectiva histórica, es en verdad algo muy raro. Las sociedades humanas han intentado siempre, al contrario, balancear lo individual y lo colectivo poniendo algún límite al deseo de cada uno y buscando que las personas respondan por sus acciones frente a los demás. En la Antigüedad, los griegos enseñaban las cuatro “virtudes cardinales”: la templanza, la justicia, la prudencia, la fortaleza. Salvo acaso la última, las otras tres apuntan al modo ético de relacionarse con los demás. En los países budistas se enseña a los niños el karma y la “ley de causa y efecto”: se les hace saber que todo lo que hacen produce consecuencias y que pagarán en otra vida los daños que causen a los demás. El cristianismo y otras varias religiones tienen infiernos y paraísos que castigan o premian en el más allá las conductas en el más acá. Judíos y cristianos comparten los Diez mandamientos, a los que los segundos agregaron el mandato de Jesús de amar al prójimo como a uno mismo. Nada menos. Fuera de las religiones, diversas filosofías, los socialistas, anarquistas y otras ideologías tuvieron también sus códigos morales. Para bien o para mal, los nacionalismos enseñaron que el “nosotros” nacional podía requerir, a veces, sacrificios y renunciamientos individuales. Ya sé (por favor no me lo expliquen) que las religiones, los nacionalismos y las identidades políticas de todo tipo (incluyendo el liberalismo) fueron también excusa para atrocidades de todo tipo. Estoy hablando sus códigos éticos, de lo que predican en tiempos de paz, “normales”.
 
Imaginar que el mero egoísmo puede ser la base de una buena sociedad es ciertamente una novedad. Si los efectos degradantes de esa prédica no se hicieron sentir con toda su fuerza de manera inmediata, es porque en estos doscientos años coexistieron con códigos morales, religiosos o laicos, que nos enseñaban a ser buenos unos con otros, a preocuparnos por los demás. Pero la fuerza de esos códigos ha ido menguando bajo la rueda del capitalismo, que avanza de manera inexorable. La lógica individualizante del mercado y de la tecnología que promueve el capital (en particular las redes sociales y la economía de plataformas), sobreestimula el yo y nos escamotea la presencia real de los demás, convertidos en avatares virtuales que pueden entrar o salir de nuestras vidas con un click. Aquel que no se pueda eliminar con un click, el prójimo real que afecta mi vida individual, se vuelve una amenaza. Piquetero, terrorista, planero, sindicalista, empleado público, feminista, desempleado, jubilado, indio, negro, zurdo, pobre con su colchón en la calle: fuera de mi camino, fuera de mi campo visual. Dejen de poner obstáculos a mi libertad. Dejen de afear mi mundo. Es hora de terminar con todos ustedes de una vez y para siempre. Que no quede ninguna figura del “nosotros”, solo una colección de yoes en competencia. Mientras esta lógica avanza ¿Quién les está enseñando a los niños a ser buenos, solidarios, comprensivos? ¿Quién los invita a sentirse parte de algún “nosotros” afectivamente conectado? La publicidad les enseña a consumir y a distinguirse de los demás. Los empleadores los acostumbran a competir con sus compañeros para conseguir un trabajo. Los videojuegos les proponen jugar a matar todo el día. Las redes sociales los empujan a fabricar una imagen personal fantasiosa de éxito permanente y a agredir gratuitamente a los demás. Los influencers les dicen que estudiar no tiene sentido y que tienen que ganar dinero fácil (si hace falta, como decía Ramiro Marra, esquilmando a sus propios padres y abuelos). Javier Milei, presidente de la Nación, les enseña que Al Capone, mafioso, proxeneta, responsable directo del asesinato de más de 100 personas, era “un héroe” que solo deseaba ganar dinero sin que el Estado lo moleste. Su actitud “emprendedora”, su voluntad de erigir su “yo” sin ahorrarle daños a los demás, lava todos sus crímenes. Un héroe. En medio de todo este ruido, les pregunto nuevamente: ¿Quién está enseñando a los niños a ser buenos? Lo pregunto en serio (la candidez es táctica). La escuela casi no se ocupa de eso, porque se supone que es tarea de las familias. ¿Pero qué mensajes reciben los niños en casas habitadas por adultos rotos? ¿Qué le estará enseñando a sus hijos, si los tiene, aquella vendedora de panadería orgullosa de desentenderse del prójimo?
 
De nuestra capacidad para plantearnos esa pregunta dependerá lo que nos depare el futuro. La coyuntura en la que estamos va a pasar. Este gobierno va a terminar. La crueldad y la degradación de lo humano que nos deja seguramente serán más difíciles de superar.
 
EA/DTC


17 mayo 2024

¿A quién le importa?

Por Sergio Olguín
11 de mayo de 2024


 Imagen: Sandra Cartasso
 
Vivo en una ciudad distópica, de esas que aparecen en las buenas y malas series de ciencia ficción. Vivo en una ciudad donde un jefe de gobierno y sus ministros se jactan de sacarle lo poco que tiene a gente en situación de calle. Les quitan el colchón para que no tengan donde tirarse a dormir, los dejan sin sus pocas pertenencias. Poco falta para que los empujen más allá de la General Paz, como hacía el genocida Antonio Bussi en la provincia de Tucumán con los mendigos. Vivo en una ciudad donde la policía difícilmente aparezca para impedir un delito, pero se presenta en patota y detiene a manteros quedándose con los sándwiches, o las paltas, o las prendas que intentan vender para juntar un mango y alimentar así a sus familias. Una ciudad que cada día está más limpia de pobres expulsados, apaleados y escondidos, pero cada vez más sucia en sus calles y en su consciencia. Porque las encuestas dan muy bien si la policía de esta ciudad maltrata a los desposeídos. Total, sus votantes observan embelesados cómo el jefe de gobierno sube a Instagram fotos de París y su esposa mediática las de Madrid, feliz ella de no tener que soportar la epidemia de dengue. Hay gente que se muere en los hospitales o que busca desesperada en los contenedores de basura, mientras ellos publican fotos y sus seguidores miran Instagram para no ver lo que ocurre.
 
Pero sobre todo vivo en una ciudad distópica a la que le debieron dar alguna especie de droga para que esté tan anestesiada. Solo así se puede entender que no sea un escándalo que haya habido un atentado a cuatro mujeres que culminó con la vida de dos de ellas y otras dos luchando por no morir. Las mujeres tenían, como todos nosotros, una orientación sexual. No habían hecho nada para merecer ni el más mínimo insulto, pero a un tipo le pareció que no ser heterosexual era suficiente como para prenderlas fuego con una bomba molotov. No ocurrió en un Macondo futurista, ni en una estación espacial de Ganimedes, ni en el Gilead de El cuento de la criada. Ocurrió en Barracas, al sur de esta ciudad, a pocos minutos de los que vivimos en los barrios de la zona sur, una hora de los barrios de la zona norte, a un poco más de una hora del barrio fuera de Buenos Aires en el que vive el jefe de gobierno de esta ciudad.
 
Como diría David Viñas, disculpen la tristeza. Soy de la vieja guardia que piensa que la mayoría de los medios de comunicación tiene en gran parte la culpa de todo lo malo que nos pasa. Agitaron grietas, hicieron verdades de mentiras, azuzaron a una población para que actuara estúpidamente contra sus propios intereses. Tengo esa mirada y no puedo evitarlo. Lo más moderno que puedo decir al respecto es que la política de odio alimentada por canales de aire y de noticias se trasladó a las redes sociales. Los perros guardianes del poder, como llamaba un teórico francés a los medios de comunicación, se convirtieron en esta jauría violenta de trolls e incels alimentados con el erario público. Desde ese submundo vuelve a la sociedad convertida en violencia real, pura y dura.
 
Esos mismos medios que se escandalizaban por el dedo levantado de un presidente (por otra parte, incapaz de mostrarle el puño a los poderosos), que horrorizados pasan en loop cómo roban un auto, una cartera, un celular, son los mismos que ignoraron o apenas dieron espacio el ataque y la muerte de mujeres que tenían una orientación sexual determinada. Eran cuatro mujeres que compartían una habitación en un hotel humilde de la parte pobre de la ciudad. Recapitulemos entonces: mataron a cuatro mujeres lesbianas y pobres. Imagino a los productores, editores y/o periodistas revisando el listado de temas con los que se pueden indignar. En ninguno les debe aparecer las palabras “lesbianas” y “pobres”. Por lo tanto le dedicaron poco y nada de su tiempo. Siguieron con la programación habitual.
 
Hay dos muertas: Mercedes Roxana Figueroa y Pamela Cobas. Hay otras dos mujeres gravemente quemadas, Andrea Amarante (75 por ciento del cuerpo) y Sofía Castroriglos. ¿Pero a quién le importa los nombres, qué hacían, qué pensaban? ¿Cuáles eran sus sueños, sus miedos, sus expectativas? ¿De dónde eran, quiénes las querían, a quiénes iban a ver al día siguiente de ser brutalmente atacadas? La indiferencia social convierte los crímenes de odio en estadística. No hay cuerpos, no hay deseo ni dolor, solo un número.
 
Tampoco hubo grandes declaraciones de políticos. Pedirle sensibilidad social al gobierno nacional es inútil. Como inútil es el gobierno de la ciudad para contener y cuidar a la gente en situación de riesgo. Líderes de partidos políticos, diputados, senadores, legisladores están todos ocupados en la gran política de leyes ómnibus y decretos faraónicos, como para meterse con algo tan trivial como es un crimen de odio. Hubo algunas excepciones: una declaración muy sensata de Juan Grabois en sus redes sociales y un proyecto de la legisladora de la Ciudad por el FIT, Alejandrina Barry, exigiendo justicia por las víctimas del atentado de odio. También Victoria Montenegro y María Rachid. Quizás haya habido alguna más. En todo caso, no abundaron las declaraciones ni los repudios.
 
El silencio es ideológico. La indiferencia es ideológica. La complicidad también. Si uno de los ideólogos, amigos o festejantes (no me queda claro el rango) del presidente como es Nicolás Márquez sale a expresar su homofobia, su violencia ultramontana y su reivindicación de la dictadura cívico-militar, lo que realmente ocurre es que desde el poder y el silencio de los medios se abre una puerta a la violencia. Todo crimen de odio es la continuidad de una política que se quiere imponer. Me preguntaría a cuánto estamos de que haya muertos en la Argentina por cómo piensan, como viven o cómo desean si no fuera que esos crímenes ya comenzaron. Ocurrieron en un hotel de esta ciudad cada vez más distópica.
 
Podemos suponer que este tipo de atentados pueden extenderse por todo el país y multiplicarse. El gobierno los avala, los medios no los reflejan, los políticos están midiéndose para las próximas elecciones, la gente pide una dosis más fuerte de anestesia para soportar lo que viene.
 
La vida es eso que pasa mientras matan a gente por odio sin que hagamos absolutamente nada

15 mayo 2024

PROGRAMA EL TREN DEL 14 DE MAYO DEL 2024

 


El martes 14 de mayo, en la segunda hora, se subió a EL TREN, Claudia Korol, Comunicadora feminista, integrante del equipo de educación popular Pañuelos en Rebeldía e investigadora del Centro de Investigación y Formación de Movimientos Sociales Latinoamericanos (cifmsl). Conduce el programa de radio Espejos Todavía (FM La Tribu, Buenos Aires). Es autora, entre otros, de los libros Rebelión, reportaje a la juventud chilena (1986), El Che y los argentinos (1988), Chile, entrevista a Gladys Marín (1999) y Feminismo y Marxismo, diálogo con Fanny Edelman (2001). Un viaje que va desde el grado de violencia y los mensajes discriminatorios que baja desde el gobierno y su influencia en comportamientos discriminatorios contra cuatro mujeres lesbianas. La trayectoria política de la entrevistada.


 En la primera hora, EL TREN , analizo la situación política y económica, el paro, algunas interpretaciones sobre el triunfo de Milei y el apoyo que mantiene en medio de un ajuste estremecedor, la opinión de Juan Carlos Schmid, Secretario del Sindicato de Dragado y Balizamiento, los comentarios exclusivos de Víctor Hugo Morales para EL TREN,  desde Nápoles y París, la fuerte crítica de Mayra Arena sobre Daniel Scioli, la opinión de Alejandro Horowicz sobre la actualidad, un minuto de una sátira imperdible sobre los medios de comunicación y ciertos periodistas de la obra teatral “El veneno” de Pedro Patzer, archivo de EL TREN, de julio del 2019.  Sin dejar de pasar por Menem, Roca, Sarmiento, y las contradicciones superlativas de Javier Milei.

Súbanse a EL TREN, desde el andén de sus domicilios.  

 



El TREN, UNA VOZ DIFERENTE PARA ESCUCHAR, REFLEXIONAR Y DISCUTIR