Horacio González, el último romántico nacional popular
"Fue el intelectual- militante-ensayista-docente
que amó a la Argentina en colores, con relieve, de modo tormentoso y pasional.
Que la pintó tal como era sin falsas piedades, slogans ni ocultamientos. Fue un
patriota sin chauvinismos ni sobreactuaciones."
Por
Mario Wainfeld
23
de junio de 2021 Página 12
Horacio González, el último romántico nacional popular..
Imagen: Pablo Piovano
Pasó por las Cátedras nacionales, por numerosas
revistas, dirigió la Biblioteca Nacional. Daba la impresión de haber leído
todos los libros de sus anaqueles, cuanto menos todos los que valían la pena.
En una de esas no era exactamente así, pero se “leyó todo”. Comprendía los
libros como nadie (no digo “mejor” sino “distinto”), los recontaba como si los
estuviera escribiendo él. Escribió profusa e incansablemente, aun en los años
postreros desafiando los crudos límites que le ponía su salud.
Siempre fue brillante, desde los 60, con un
pensamiento arbóreo. Enarboló una bella coherencia, decir lo mismo sin
repetirse textualmente jamás.
Solo una persona sabía ser más profunda, atrapante y
única que Horacio González escribiendo: era Horacio González hablando. Miraba hacia arriba, como buscando la
inspiración que le sobraba, se apretaba las manos, sonreía con asidua
franqueza. Llevaba a sus auditorios (en aulas, actos, cafés, unidades básicas,
sitios más pomposos, en la pura calle) como una Scheherezade nacional y
popular. Navegaba de Marechal a Gombrowicz. Recordaba a David Viñas yendo como
fiscal electoral para tomar el voto de Evita. Daba una vuelta por Martín
Fierro, Gardel. Miraba el Nunca Más y retrataba como nadie a
Ernesto Sábato, liado en la semblanza con Albert Camus y Jean Paul Sartre.
Fue, se lo
dije años atrás, el último romántico. El intelectual-
militante-ensayista-docente que amó a la Argentina en colores, con relieve, de
modo tormentoso y pasional. Que la pintó tal como era sin falsas piedades,
slogans ni ocultamientos. Fue un patriota sin chauvinismos ni sobreactuaciones.
* * *
Abrazó y se alejó del peronismo tantas veces como le
pareció necesario. Muchas, pues. Lo
conocí personalmente en los 80, con el regreso de la democracia: no le calzaba
el peronismo renovador, con sus reglas, sus trajes, sus concesiones.
Encuadrarse era un bodrio para Horacio, díscolo e inorgánico. En aquel siglo XX
era imposible imaginar al González del siglo XXI, el de Carta Abierta embanderado
con un gobierno, jugándose en público para defenderlo. Ni menos que menos, a
cargo de la Biblioteca manejando horarios, burocracias, presupuestos,
negociaciones con los sindicatos.
La densidad de la etapa histórica lo llevó a mutar, a
transfigurarse. El rebelde amaba más a la patria que a sus hábitos. Trascendió
su idiosincrasia, se adaptó a una misión. Siempre había hecho política, decidió
practicarla en otros terrenos.
Acalló a los escépticos: fue un gran director de la
Biblioteca, transformada en un hogar para la cultura, la polémica, la
diversidad. Se reía a carcajadas de sí mismo viéndose en ese rol pero no lo
tomaba en joda.
* * *
Una famosa vez se opuso a que Mario Vargas Llosa
abriera la Feria del Libro. Lo justificó con argumentos ricos, subrayó que ese
honor se le venía reconociendo a grandes escritores argentinos: Ricardo Piglia,
Tomás Eloy Martínez, Griselda Gambaro, Angélica Gorosdischer. La que se armó…
la derecha autóctona le cayó en bandada, maltratándolo hasta por su vestimenta.
El intelectual-militante esgrimía razones certeras,
vistosas, fundadas. El funcionario, quizá, debía ser más cauto. La entonces
presidenta Cristina Fernández de Kirchner lo llamó, se lo señaló, con firme
delicadeza. Lo charlaron, Horacio se rectificó en público. La anécdota habla
bien de ambos: de la mandataria que le conversó con respeto y del hombre libre
que había encontrado una causa.
* * *
Durante años participamos en una revista libro
llamada UNIDOS. Me cupo editarla, junto a Arturo Armada, y
dirigirla un tiempo tras la renuncia de su creador, Carlos Chacho Alvarez.
Era una publicación trimestral, más o menos. Había
margen y voluntad para artículos largos. Cierres laxos hasta el absurdo.
Horacio acostumbraba a llegar último con originales tipeados a máquina, a veces
en hojas de cuaderno con tachaduras, agregados. Excediendo los plazos y las
pautas de extensión. Editar a González, una quimera. La revista se estiraba,
entre rezongos. Pero mejor eso que mocharle unas líneas.
Quedaron ahí páginas memorables y, ay, olvidadas como
el mejor texto que he leído sobre la correspondencia Perón - Cooke (“La
revolución en tinta limón”). También ahí descubrió tempranamente, de volea, al
Pino Solanas de la recuperación democrática. Otro talento nacional, de
lenguajes, énfasis y miradas en apariencias diferentes.
Escritor infatigable, era capaz de moverse hacia la
textualidad. Un reportaje a David Viñas en la Revista El Ojo Mocho transcribía
una charla completa, tal como conversada, tal como desgrabada. En una de esas
se cortaba la luz. Viñas preguntaba qué pasó, le explicaban. “Causalismo” o
algo así decía Viñas y seguían parlando. En ese formato (o género) refulgía un
Horacio tan auténtico como el obsesivo retocador de sus textos, como el
comunicador que no se privaba de decir “superchería” en una asamblea de Carta
Abierta.
* * *
Se comentaba a veces que sus textos eran difíciles, de
tan frondosos, eruditos, barrocos. Recorridos demasiado largos, poco
complacientes con la pereza o la ansiedad de los lectores. Yo mismo, pecador,
le discutí al respecto alguna vez, siglos atrás en las circunstancias contadas
líneas arriba. Pero hoy, en la despedida, es sencillo entender quién fue
Horacio, qué significa su obra, su trayectoria, su legado. Ver replicada su
imagen en la notable cantidad de personas que se consideran sus discípulas, más
allá de detalles técnicos. Enseñó y contagió rigor, amor al saber, a la
escritura, a la elocuencia, a la política.
La sabiduría versátil de Horacio y su feliz
prodigalidad para compartirla estimulaban a emularlo, una simpática misión filo
imposible. Todos los que anduvimos cerca de él corríamos el riesgo de ser sus
Salieris. Pero era imposible envidiarlo porque Horacio era inherentemente
dulce, amigable, cálido en el trato. Un seductor de suma positiva: uno de esos
tipos que se hacía querer porque quería.
En algún sitio llevaba adentro al pibe de barrio que
fue a la universidad y escribió su propia biblioteca. Fue un compañero y
un amigo querible, afectuoso. Eso se le entendía fácil.
Luchó durante semanas, con la fuerza que lo
caracterizó. Liliana Herrero, la compañera que merecía, su pareja durante
décadas, otra argentina descollante, creativa y sublime, veló por él todo lo
cerca que pudo en esta pandemia atroz. A ella, a la familia, a cientos que se saben
sus seguidores, un abrazo fuerte.
A vos, Horacio, referente, compañero y amigo, espero
haberte transmitido en vida lo que ahora escribo con un dolor que no sé contar.
mwainfeld@pagina12.com