Leandro Lutzky
tiene 23
años, es periodista recibido en TEA, productor en Radio Cooperativa AM 770,
colaborador en Diario Z y director de Villa Crespo Noticias. Su relato sobre el
acto de despedida a Cristina Fernández
es emocionante y un
testimonio de lo movilizador que han resultado los 12 años de kirchnerismo
Por Leandro Lutzky
No sabía si ir o no, toda
la semana estuve enojado, ofuscado y molesto por la pésima estrategia electoral
que había desarrollado el Frente Para la Victoria en las elecciones nacionales
y porteñas. ¿Fue adrede o se trató de una acumulación de equivocaciones? Es una
pregunta que se me viene a la cabeza de manera recurrente. En fin, me decidí,
agarré la mochila, guardé mi infaltable grabador de periodista y salí para
Plaza de Mayo a despedir a Cristina.
Subí al 24, pero me había
olvidado la tarjeta SUBE, un clásico cuando tu cabeza está ocupada en los
destinos de la patria. Una señora me pagó el viaje, no aceptó mi dinero a
cambio. En el bondi la vi a Mariana Moyano, una panelista de “6-7-8”, pero no
la saludé (nunca me gustó el programa). El tránsito era desmedido, no parecía
ser una tarde cualquiera en la Avenida Corrientes. Tuve que tomarme la línea B
del subte y ahí, recién ahí, entendí que la cosa iba en serio.
Los vagones reventaban de
pasajeros en la estación Carlos Gardel, eran casi las 18, a esa hora la gente
suele volver del centro porteño a sus hogares y no al revés. Ese día, el subte
estaba lleno y parecía que todos iban a Plaza de Mayo. Me bajé en Carlos
Pellegrini, justo debajo del Obelisco. Ahí me di cuenta que esta no era una
manifestación más. “Somos de la gloriosa juventud peronista, somos los
herederos de Perón y de Evita”, cantaban todos al ritmo de las palmas.
Aclaro, al margen, que nunca me consideré peronista. No sé cómo se sienten los
jugadores de fútbol al entrar a un estadio repleto, pero hasta al ser más frío
del universo le hubiesen temblado las piernas tras subir las escaleras que
conducen a Diagonal Norte. En este caso, la hinchada salía desde el túnel.
Era temprano, pero el
lugar estaba colmado. Había de todo: militantes, algunos sindicatos, humildes,
mucha clase media y sobre toda las cosas, manifestantes sin partido alguno.
Siempre me pareció un laburo bastante difícil calcular cuántas personas hay en
una movilización. No sé cuántos éramos, pero había una masa de gente hacia
todos los puntos cardinales. Éramos muchos, miles. Cientos de miles. Así las
cosas, empecé a caminar por la avenida hacia la plaza, que estaba prácticamente
inaccesible por la cantidad de manifestantes. Se percibía orgullo en el
ambiente, era alegría mezclada con melancolía. ¡Increíble! Yo también me
emocioné, eso que soy un periodista precarizado y que los últimos años
kirchneristas me disgustaron de lo lindo.
Sin darme cuenta, estaba
en medio de una columna de la agrupación Descamisados. Esta vez no me molestó.
No sé si fue un cambio emocional debido a mi inexperta juventud, o si una
revolución hormonal alteró mis sentidos más profundos. No entiendo qué sucedió.
Hice un click. El 9 de diciembre, el último día del gobierno de Cristina
Fernández de Kirchner, me sentí uno de ellos. En medio de aquella ensalada rusa
sentimental, lo vi a mi viejo; estaba esperándome. Nos dimos un abrazo y dejé escapar
algunas lágrimas, pero no estaba triste. Todo lo contrario.
Con papá nos abrazamos en
ocasiones especiales: si Independiente mete un gol o si ocurre un evento
trascendental, único e irrepetible, como este. Él también estaba movido, ojo.
Horacio se la pasó denunciando durante muchos años a los encubridores del
atentado a la AMIA y ahora algunos de ellos conforman el gabinete macrista.
¡Imaginate! Otro que nunca se bancó el fanatismo peronista es mi viejo, pero
ese día, parecía un peroncho más, gritando: “¡Oooh, vamos a volver, a
volver, a volver, vamos a volveeer!”. Un maestro.
¡La puta! Se me hacía
tarde y tenía que ir a mi trabajo de productor en Radio Cooperativa. Ya me
dieron la negativa para hacer un móvil en vivo desde el lugar, entonces tuve
que rajar y atravesar una incesante marea de gente. En el camino aproveché y
saqué a mi compañero de mil aventuras: el grabador. Guardé algunos testimonios
de los manifestantes, necesitaba que hablen, oírlos. Pasé todos los comentarios
al aire, en la AM 770. Uno de los conductores del programa, Hugo Presman, se
quebró en lágrimas cuando escuchó a un señor que dijo: “Estoy acá
porque tengo 65 años y nunca vi un gobierno mejor que este. Por eso, y porque
soy de la Juventud Peronista y nunca nos han vencido”. Le pregunté a
este simpático personaje de Lomas de Zamora, en la Avenida Rivadavia, “¿qué
le diría a Cristina si pudiera escucharlo en este momento?”, y me
contestó: “Vamos a defender el proyecto, con ella a la cabeza y
nosotros movilizados”. Todo lo expresó entre llantos y suspiros. Como
dije, había una alegría emotiva.
Cuando terminó el
programa, después de cobrar un pequeño dinero que me permitiría cargar la SUBE
al día siguiente, volví rápido para el escenario político más importante de la
última década. CFK ya había comenzado su discurso, su último discurso, esta vez
más emotivo que en otras oportunidades. No quería verlo por televisión (aunque
me perdería de algunas partes en el trayecto), me interesaba sentir de nuevo a
la gente en las calles.
Otra vez, el viejo
esperándome ahí, firme. El audio con las palabras de la, ahora, ex Presidenta,
estaba poco amigable. En efecto, el rebote del sonido impactaba en el Cabildo,
después en la Catedral, luego en los edificios de la Avenida Roque Sáenz Peña y
finalmente en nuestros oídos. No se entendía nada. Tratábamos de percibir algo,
nos parábamos cerca de algunas radios personales, pero el discurso se hacía
imperceptible. Igual, estaba contento mientras presenciaba con mi viejo la
primera vez que un Presidente/a dejaba el cargo con aplausos. Ahí fue cuando
apareció un poco más de colorido en una noche bastante particular. Un señor que
escuchaba el discurso con sus auriculares repetía los dichos de la líder, con
sus palabras, para que el resto pueda entenderlo. Otro genio, había unos
cuantos.
El asunto terminó,
lanzaron fuegos artificiales, pepelitos, canciones, pero todo concluye al fin.
Volviendo, una miembro del colectivo trans me tiró unos piropos y me pidió el
teléfono. No se lo pasé, pero tampoco me ofendí. Me reí, me causó gracia,
evidentemente en esta década más de uno pudo salir del armario. Un derecho
conseguido es motivo de festejos.
Como conclusión, puedo
decir que con esta expresión social y política entendí varias cosas, sobre todo
dónde pararme. Por trabajo me tocó estar en el centro de campaña del
Pro/Cambiemos durante las elecciones, también presencié los cacerolazos de años
anteriores en Callao y Av. Santa Fe, o en el Obelisco. En el 2011 también fui a
la plaza con mi viejo, cuando asumió Cristina su segunda presidencia. Digamos
que estuve en las convocatorias más masivas del país, de una vereda o la otra.
Siempre cuestioné esta lógica binaria de ver el mundo, el país, nuestras vidas.
Sin embargo, el pueblo y la calle son el mejor parámetro para comprender a las
dirigencias, a qué sectores representan. Recuerdo, sin menospreciar, los
reclamos, carteles y cánticos de las marchas opositoras al Gobierno. Me quedo
con los cánticos y carteles de este día. El 9 de diciembre, un ratito antes de
la medianoche, me di cuenta que estoy con esa gente. Por suerte, no fue
demasiado tarde.
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