Los pies cansados de
miles y miles de personas buscaban refrescarse en la fuente de la histórica
Plaza de Mayo. Esos rostros morenos avanzaron sobre la orgullosa capital
cosmopolita desde todas las poblaciones del cordón industrial del Gran Buenos
Aires o desde más lejos, como Berisso o Ensenada. Llegaban a la plaza del
Cabildo y la Pirámide de Mayo trayendo sus vivencias provincianas. Los pies
cansados que se refrescaban en la fuente aquel miércoles caluroso estaban
movilizados por la esperanza. Y estaban cansados, no solamente por la caminata:
trasladaban los padecimientos de décadas y décadas de injusticia, de
explotación, de derechos violados, de desamparo social. Llegaban a la cita con
la historia un día antes de la huelga decidida para el día 18 de Octubre, en
una reñida votación en la CGT que definió el obrero forjista Libertario Ferrari
por 18 a 17. Reclamaban la presencia de un hombre que desde una ignorada
Secretaría de Trabajo, convertiría un golpe de estado en una revolución
popular. Ese miércoles agobiante, cuando el sol se alejaba en el horizonte, los trabajadores protagonistas de una
jornada histórica, se encontraban en un acto de gratitud con el hombre que le
puso una bisagra a la historia: el General Perón. El país quedaría dividido
y polarizado. Por un lado, el frente de la vieja Argentina agraria que iba
desde los conservadores a los comunistas, pasando por los radicales;
representaciones políticas del establishment que los juntaría en la Unión
Democrática. Y por la otra, la expresión proletaria de la nueva Argentina
industrial.
Los descendientes de los derrotados en las guerras
civiles argentinas decidían tomar la historia en sus manos e irrumpían en la
histórica plaza. Desde la batalla de Pavón en 1861 y su consolidación
posterior con la persecución y la derrota de los caudillos norteños y muchas
veces su asesinato, parecía que uno de los proyectos en pugna, el del “granero
y la colonia próspera”, había triunfado.
Pero por los entresijos de las
crisis del capitalismo mundial, nacía la industria de sustitución de
importaciones que albergaba en su seno a los cabecitas negras que llegaban a la
Capital en las poderosas migraciones internas. Y fueron ellos, los
ignorados, los derrotados, los extras de la historia, los que irrumpieron en
una calurosa tarde de primavera sumiendo al poder real en incertidumbre y
estupefacción. El otro modelo se hacía presente con sus representantes de carne
y hueso.
El cine, dijo alguien,
es la vida sin las partes aburridas. El cine transmite circunstancias de la vida
o de la ficción sin sus olores. Se parece en eso a la historia falsificada. La
realidad es percibida a la distancia suprimiendo las contradicciones, las
pasiones, el barro que arrastra todo proceso histórico. Por eso en lugar de
enseñar, ayuda a desaprender. En lugar de servir como elemento de análisis para
el presente sirve para denostar la actualidad, sucia, turbia, compleja en donde
el oro y el barro se mezclan, contra un pasado broncíneo, lavado, maniqueo,
donde “los buenos” están definidos y reconocidos como tales y “los malos” están
delineados de tal manera que cargan con el estereotipo de perverso.
Como en el cine, la
historia falsificada carece de olores. El “civilizado”, en realidad un
colonizado cultural, aprendió esa
historia en donde los sectores populares de París tomaron la Bastilla cantando
la Marsellesa, limpios y perfumados, o los obreros soviéticos se apoderaron del
Palacio de Invierno citando a Marx y memorizando a Engels, después de haber
entendido a Hegel.
En nuestra historia,
Rivadavia y Mitre, entre tantos otros,
en nombre de la civilización europea aplastaban a las bárbaras
montoneras gauchas, esas que Jauretche denominó como “el sindicato del gaucho”.
Difícil entonces
reconocer en los obreros sudorosos que protagonizaron el 17 de octubre de 1945,
a los nuevos obreros de las migraciones internas. No estaban impecables como en
los textos históricos, transpiraban, no cantaban la Marsellesa ni La
Internacional, y algunos se sacaban sus calzados y en la Plaza de Mayo se
percibía el olor a pata y a axilas transpiradas.
Los cultos, los
civilizados, no reconocieron al sujeto histórico; sólo percibieron el olor a
pata. Y de alguna manera descalificaron el gigantesco hecho histórico por los
olores desagradables de la vida. Ese que no estaba en su historia apócrifa.
Esos que no podían encontrar en el relato erróneo aprendido. Ese que sus libros
no había previsto. Esos momentos históricos en que los libros que rematan la
dependencia, se convierten en obstáculos para alcanzar a ver lo que se mira.
Como diría Cesare Pavese: “Hay momentos en la historia que los que tienen algo
que decir no saben escribir, y los que saben escribir no tienen nada que
decir”. O como afirmó, ironizando, George Bernard Shaw: “ Mi educación fue
perfecta hasta los seis años, en que la abandoné para ir a la escuela”. No
entender lo básico, llevó a un gorilismo que atravesó todo el arco político. A
los sectores del poder porque las masas los asustan; se pierde “la seguridad
jurídica”; y en los casos más radicalizados, se pone en tela de juicio el
derecho de propiedad. Lo mismo le sucedió a la izquierda de entonces, el
Partido Socialista y el Partido Comunista, incapaces de comprender la cuestión
nacional a través de textos marxistas mal leídos y peor digeridos. Así el órgano
oficial del Partido Socialista, La Vanguardia, decía el 23/10/1945: “En los
bajos entresijos de la sociedad hay acumulada miseria, dolor, ignorancia,
indigencia más mental que física, infelicidad, resentimiento…..Cuando un
cataclismo social o un estímulo a la policía movilizan las fuerzas latentes del
resentimiento, cortan todas las contenciones morales, dan libertad a las
potencias incontroladas, la parte del pueblo que vive del resentimiento y acaso
para su resentimiento, se desborda en las calles, amenaza, vocifera, atropella,
asalta diarios, persigue en su furia demoníaca a los propios adalides
permanentes y responsables de su elevación y dignificación….”. A su vez el
periódico Orientación, medio oficial del Partido Comunista, publicaba el
21/10/1945: “ ….pero también se ha visto otro espectáculo, el de las hordas de
desclasados haciendo la vanguardia del presunto orden peronista. Los pequeños
clanes con aspecto de murga que recorrieron la ciudad, no representan a ninguna
clase de la sociedad argentina. Era el malevaje reclutado por la policía y los
funcionarios de la Secretaría de Trabajo y Previsión para amedrentar a la
población”. Perfectamente podía transcribirse ambos textos, entonces y ahora,
como editoriales de La Nación.
Como expresa el historiador Luis Fernando
Beraza: “El queremos a Perón no era el grito de guerra de una clase explotada,
era el grito esperanzado de una nueva Argentina” El mismo autor citando al
escritor antiperonista Ezequiel Martínez Estrada, expresó: “Perón trajo al peón
que comía en el corral o la empleada en la cocina al comedor”, para sorpresa y
espanto de las “clases cultas” o “gente decente” de nuestra patria”
Los aspectos
autoritarios del peronismo, su culto al personalismo, sus excrecencias
derechistas cavernícolas ubicados en lugares sensibles como la Universidad,
alejaron a segmentos importantes de la clase media, a pesar de ser favorecidos
por su política económica y con la eliminación de los aranceles universitarios.
Pero ese día, ese 17 de Octubre, la plaza había presenciado el ingreso en la
historia, como protagonista, de una nueva clase obrera. La Argentina ya no
volvería a ser la misma.
17-10-2015
El presente trabajo con alguna pequeña modificación forma parte del libro "Las patas en la fuente. El pueblo al poder" Editorial Ediciones Instituto Superior Dr. Arturo Jaureteche con prólogo de Norberto Galoasso*
17-10-2015
El presente trabajo con alguna pequeña modificación forma parte del libro "Las patas en la fuente. El pueblo al poder" Editorial Ediciones Instituto Superior Dr. Arturo Jaureteche con prólogo de Norberto Galoasso*
Gracias Presman.
ResponderEliminarConciso, objetivo y sumamente claro.
Saludos