Por Sergio Olguín
11 de mayo de 2024
Imagen: Sandra Cartasso
Vivo en una ciudad distópica, de esas que aparecen en
las buenas y malas series de ciencia ficción. Vivo en una ciudad donde un jefe
de gobierno y sus ministros se jactan de sacarle lo poco que tiene a gente en
situación de calle. Les quitan el colchón para que no tengan donde tirarse a
dormir, los dejan sin sus pocas pertenencias. Poco falta para que los empujen
más allá de la General Paz, como hacía el genocida Antonio Bussi en la
provincia de Tucumán con los mendigos. Vivo en una ciudad donde la policía difícilmente
aparezca para impedir un delito, pero se presenta en patota y detiene a
manteros quedándose con los sándwiches, o las paltas, o las prendas que
intentan vender para juntar un mango y alimentar así a sus familias. Una ciudad
que cada día está más limpia de pobres expulsados, apaleados y escondidos, pero
cada vez más sucia en sus calles y en su consciencia. Porque las encuestas dan
muy bien si la policía de esta ciudad maltrata a los desposeídos. Total, sus
votantes observan embelesados cómo el jefe de gobierno sube a Instagram fotos
de París y su esposa mediática las de Madrid, feliz ella de no tener que
soportar la epidemia de dengue. Hay gente que se muere en los hospitales o que
busca desesperada en los contenedores de basura, mientras ellos publican fotos
y sus seguidores miran Instagram para no ver lo que ocurre.
Pero sobre todo vivo en una ciudad distópica a la que
le debieron dar alguna especie de droga para que esté tan anestesiada. Solo así
se puede entender que no sea un escándalo que haya habido un atentado a cuatro
mujeres que culminó con la vida de dos de ellas y otras dos luchando por no
morir. Las mujeres tenían, como todos nosotros, una orientación sexual. No
habían hecho nada para merecer ni el más mínimo insulto, pero a un tipo le
pareció que no ser heterosexual era suficiente como para prenderlas fuego con
una bomba molotov. No ocurrió en un Macondo futurista, ni en una estación
espacial de Ganimedes, ni en el Gilead de El cuento de la criada. Ocurrió en
Barracas, al sur de esta ciudad, a pocos minutos de los que vivimos en los
barrios de la zona sur, una hora de los barrios de la zona norte, a un poco más
de una hora del barrio fuera de Buenos Aires en el que vive el jefe de gobierno
de esta ciudad.
Como diría David Viñas, disculpen la tristeza. Soy de
la vieja guardia que piensa que la mayoría de los medios de comunicación tiene
en gran parte la culpa de todo lo malo que nos pasa. Agitaron grietas, hicieron
verdades de mentiras, azuzaron a una población para que actuara estúpidamente
contra sus propios intereses. Tengo esa mirada y no puedo evitarlo. Lo más
moderno que puedo decir al respecto es que la política de odio alimentada por
canales de aire y de noticias se trasladó a las redes sociales. Los perros
guardianes del poder, como llamaba un teórico francés a los medios de
comunicación, se convirtieron en esta jauría violenta de trolls e incels
alimentados con el erario público. Desde ese submundo vuelve a la sociedad
convertida en violencia real, pura y dura.
Esos mismos medios que se escandalizaban por el dedo
levantado de un presidente (por otra parte, incapaz de mostrarle el puño a los
poderosos), que horrorizados pasan en loop cómo roban un auto, una cartera, un
celular, son los mismos que ignoraron o apenas dieron espacio el ataque y la
muerte de mujeres que tenían una orientación sexual determinada. Eran cuatro
mujeres que compartían una habitación en un hotel humilde de la parte pobre de
la ciudad. Recapitulemos entonces: mataron a cuatro mujeres lesbianas y pobres.
Imagino a los productores, editores y/o periodistas revisando el listado de
temas con los que se pueden indignar. En ninguno les debe aparecer las palabras
“lesbianas” y “pobres”. Por lo tanto le dedicaron poco y nada de su tiempo.
Siguieron con la programación habitual.
Hay dos muertas: Mercedes Roxana Figueroa y Pamela
Cobas. Hay otras dos mujeres gravemente quemadas, Andrea Amarante (75 por
ciento del cuerpo) y Sofía Castroriglos. ¿Pero a quién le importa los nombres,
qué hacían, qué pensaban? ¿Cuáles eran sus sueños, sus miedos, sus
expectativas? ¿De dónde eran, quiénes las querían, a quiénes iban a ver al día
siguiente de ser brutalmente atacadas? La indiferencia social convierte los
crímenes de odio en estadística. No hay cuerpos, no hay deseo ni dolor, solo un
número.
Tampoco hubo grandes declaraciones de políticos.
Pedirle sensibilidad social al gobierno nacional es inútil. Como inútil es el
gobierno de la ciudad para contener y cuidar a la gente en situación de riesgo.
Líderes de partidos políticos, diputados, senadores, legisladores están todos
ocupados en la gran política de leyes ómnibus y decretos faraónicos, como para
meterse con algo tan trivial como es un crimen de odio. Hubo algunas
excepciones: una declaración muy sensata de Juan Grabois en sus redes sociales
y un proyecto de la legisladora de la Ciudad por el FIT, Alejandrina Barry,
exigiendo justicia por las víctimas del atentado de odio. También Victoria
Montenegro y María Rachid. Quizás haya habido alguna más. En todo caso, no
abundaron las declaraciones ni los repudios.
El silencio es ideológico. La indiferencia es
ideológica. La complicidad también. Si uno de los ideólogos, amigos o
festejantes (no me queda claro el rango) del presidente como es Nicolás Márquez
sale a expresar su homofobia, su violencia ultramontana y su reivindicación de
la dictadura cívico-militar, lo que realmente ocurre es que desde el poder y el
silencio de los medios se abre una puerta a la violencia. Todo crimen de odio
es la continuidad de una política que se quiere imponer. Me preguntaría a
cuánto estamos de que haya muertos en la Argentina por cómo piensan, como viven
o cómo desean si no fuera que esos crímenes ya comenzaron. Ocurrieron en un
hotel de esta ciudad cada vez más distópica.
Podemos suponer que este tipo de atentados pueden
extenderse por todo el país y multiplicarse. El gobierno los avala, los medios
no los reflejan, los políticos están midiéndose para las próximas elecciones,
la gente pide una dosis más fuerte de anestesia para soportar lo que viene.
La vida es eso que pasa mientras matan a gente por
odio sin que hagamos absolutamente nada
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