CAMINANDO CON INGMAR BERGMAN*
Camino en una Buenos Aires increíble,
un sábado con sol otoñal. Voy caminando, desde Almagro, donde vivo desde hace
cincuenta años, a mi oficina en Tribunales,
para buscar elementos imprescindibles que necesito para mi otra profesión, la
de Contador Público. Camino por calles desiertas en las que nos esquivamos
cuando aparece otro ser humano, abriéndonos cada uno en sentido contrario.
Aquel preciso slogan que “La Patria es el otro” que acuñó Cristina Fernández,
está suprimido en el tránsito peatonal. El enemigo es el virus, pero como es
invisible y en cambio es muy visible el que pueda portarlo, el sospechoso es
ese otro que puede contagiarnos. Ciudad espectral con calles vacías y gente con
barbijos. El virus no sólo nos expropia las exteriorizaciones de cariño, los
besos y abrazos, el acercamiento más cercano del apretón de manos que hoy se
reemplaza por el distanciamiento social. El barbijo oculta la nariz y la boca y
el caminante pasa a ser un cuerpo con ojos donde hasta la sonrisa ha sido
proscripta.
El virus es tan perverso que cuando
nos enferma y llega la ambulancia, esa despedida de la pareja o los hijos,
puede ser la última. La soledad es la única compañía. Si la situación se agrava
y se pasa a terapia intensiva, la soledad se incrementa mientras la muerte
espera imperturbable, tan segura de su triunfo que da una vida de ventaja. En
todo ese período los familiares del enfermo sólo reciben informes sobre la
evolución de la enfermedad en tiempos impredecibles. Y si finalmente la muerte
triunfa, la despedida final queda reducida a mínimas expresiones en el
cementerio. La cuarentena y el temor al contagio son barreras inexpugnables.
Solo se muere, casi solo te despiden. Si la vida es un milagro, la muerte es un
misterio.
Camino por esta ciudad que amo y que
transito desde el año 1964, cuando llegué de Entre Ríos, para ingresar a la
Facultad de Ciencias Económicas y empecé a vivir en una pensión de Córdoba y San
Martín. La vida era estudio y militancia política, junto a una inmersión
profunda y constante en la vida cultural de una ciudad que en la materia no
tiene nada que envidiarle a Nueva York, Londres o París. Y mientras camino no
puedo evitar lagrimear sobre una derrota gigantesca de una generación generosa
(y en vastos sectores equivocada en los métodos), que decidió por diferentes
medios cambiar una sociedad que hoy sería una meta a llegar y no un punto de
partida, como entonces, para transformarla. Allá, en los primeros años de los
setenta la pobreza y la desocupación no llegaban a 5%. Es cierto que las mayorías populares estaban
sin representación política porque Perón estaba proscripto y exiliado, y que
muchos de los aspectos de la democracia post 1983 no existían. La resistencia
peronista escribía páginas memorables, pero incluso con los aspectos muy
regresivos de las dictaduras de 1955 y 1966, la fortaleza del modelo engendrado
de 1945-1955 resistía a ser desmantelado. Pero más allá de gobiernos que fueron
islas de reconstrucción política y económica, la destrucción de la dictadura
establishment-militar, el menemismo y el macrismo, han reducido al país a una
colonia con cifras económicas y sociales pavorosas. Lo que se destruye con
convicción no logra ser reparado con las limitaciones y fenomenales obstáculos
que se levantan contra los gobiernos populares.
Camino por la calle Sarmiento
desolada y en esta Buenos Aires espectral de la pandemia, no puedo evitar un
escalofrío pensando la hecatombe económica planetaria que dejará esta crisis
sin precedentes. Nuestro país en términos de pandemia tenía todos los factores
de riesgo que se mencionan para las personas, después de los cuatro años de
Cambiemos: inmunodeprimido, presión alta, diabetes, problemas cardíacos,
insuficiencia renal, y la lista sigue y es muy extensa. Por eso el futuro es
mucho más incierto de lo que es habitualmente en la Argentina. Con caída
estruendosa del PBI, aumento importante de la desocupación y centenares de
empresas que van a cerrar.
Lo único seguro es que el
antiperonismo visceral acompañará al peronismo como la sombra al cuerpo.
Incluso es fácil imaginar que un joven de 20 años que en el 2040 le pregunte a
su abuelo porteño y gorila cómo fueron aquellos años de la pandemia, éste le
responda: “Fue la época en la que los peronistas nos mantuvieron presos en
nuestras casas.”
Estamos transitando los primeros
meses del siglo XXI. Buena parte de lo que ahora añoramos de la vida cotidiana
se quedaron en el siglo XX. Mientras camino, más que por una ciudad por un
cambio de siglo, hago un alto y leo un párrafo de un buen trabajo de Ignacio
Ramonet, referido al planeta: “Lo que parecía distópico y propio de las
dictaduras de ciencia ficción se ha vuelto “normal”. Se multa a la gente por
salir de su casa a estirar las piernas o por pasear el
perro. Aceptamos que nuestro móvil nos vigile y nos denuncie a las autoridades.
Y se está proponiendo que quien salga a la calle sin su teléfono sea sancionado
y castigado con prisión” Se me empañan los anteojos y supongo que estoy leyendo
no un ensayo sobre lo que sucede, sino un párrafo de alguna novela de Ray
Bradbury o Isaac Asimov
Camino por la calle Corrientes
desierta, entre desconcertado y estupefacto. Y de pronto siento que Ingmar Bergman camina a mi lado. El genial director sueco cuyo mayor
reconocimiento fuera de su país se realizó en Montevideo y Buenos Aires. Fueron
Homero Alsina Thevenet, un periodista y crítico uruguayo radicado en Buenos Aires
quien “lo descubrió” y luego Alberto Kipnis quien de boletero pasó a
programador del cine Lorraine, un templo cultural cinematográfico de la calle
Corrientes, donde Bergman alcanzó el nivel de un director de culto.
EL SÉPTIMO SELLO
Recuerdo a esa película filmada en el año 1957. Bergman ubica el escenario en Suecia, en la época de las Cruzadas, plena Edad Media, siglo XIV. La enfermedad se desarrolla con intensidad entre 1348 y 1351. Europa estaba asolada por la peste negra, que exterminará, siendo optimistas, alrededor de un tercio de la población europea. Años antes se había producido una matanza generalizada de gatos considerados encarnación de Lucifer, lo que allanó el camino a la proliferación de las ratas. La peste entra por la bellísima Venecia.
Regresa de Jerusalén un caballero llamado
Antonius Block con su escudero Jons.
Block dice: “La peste es el horror de todos. El apestado intenta
arrancarse el bubón que le sale en el cuello.” Es como consecuencia que las
pulgas que transportaban las ratas al picar producían una inflamación de los
ganglios. Eso originaba fiebre altísima y los bubones negros en distintas
partes del cuerpo. Block relata que los afectados trataban de arrancarlos con
las uñas a los bubones y al romperse el líquido tenía un olor hediondo. El
cruzado que se había salvado de morir en distintas batallas, a su regreso es
sorprendido por la presencia de la muerte. Decide jugar su vida con La Parca en
una partida de ajedrez. Y así se van registrando en distintos momentos los
movimientos de las piezas en el tablero de la partida. Mientras tanto el
fundamentalismo religioso, la ignorancia de la época, las procesiones con
castigos, flagelaciones, muestran el miedo y la desorientación. Block es
creyente pero racional. Dice: “Quiero entender, no creer”. En un momento
intenta confesarse y cuenta su próxima jugada ajedrecista, pero no es el cura
quien lo confiesa sino la muerte quien le advierte que ya sabe cuál es la
próxima jugada. Así La Invencible desbarata la jugada y lo deja cerca de un
jaque mate. Block intenta voltear las
piezas del tablero, para ganar tiempo y salvar a una pareja joven y eso lo
logra, pero la muerte reconstruye la distribución de las piezas. Le advierte
que la próxima vez le dará el jaque y se llevará a él y sus amigos. Cuando
Block le pregunta sobre ella, la muerte le responde: “Yo no tengo nada que
revelar. Yo no soy nada”. Y poco
tiempo después cumple su palabra. Bergman, quien se interroga a lo largo de
muchas de sus obras sobre la existencia de Dios, aquí da tal vez una respuesta,
poniéndola en boca de la muerte: “yo no soy nada”.
Sigo caminando por Corrientes y doblo
por Paraná. Me pregunto ¿no estamos jugando todos, una partida de ajedrez con
la muerte? A pesar de los notables avances científicos, el único medio
preventivo es la cuarentena como en la peste negra, casi 800 años antes.
Me sorprende y me alegra una ráfaga
de optimismo porque después de la peste negra hubo una revalorización de la
ciencia y una profunda crítica a las religiones dogmáticas. Un siglo después
llegó el Renacimiento ¿pasará lo mismo ahora? ¿Tendremos una sociedad donde se
privilegie lo público, desde la salud a la educación, donde se tienda a la real
igualdad de oportunidades, donde el Estado se considere mayoritariamente una
propiedad colectiva y respetada, donde los científicos sean valorados y los
trabajadores el núcleo fundamental de una sociedad, en el que los grandes
empresarios tengan una visión de país inclusivo y se consideren parte y no los
dueños del país, con una justicia que no sea la prolongación del poder
económico, con medios que no sean meros voceros del establishment, con
viviendas dignas para todos?
Me sonrío. Esto sería mucho más
sorprendente en el futuro que lo escrito por Ramonet sobre el increíble mundo
actual diseñado por la pandemia
CUANDO HUYE EL DÍA
Vuelvo por Lavalle. Tengo más de 70
años. Soy integrante de un grupo denominado “de riesgo”; eso que el
neoliberalismo denomina descarte. La pandemia es funcional al neoliberalismo:
ataca a los viejos aliviando el peso de los sistemas de previsión social al
tiempo que se multiplica entre los pobres disminuyendo la gente que hay que
subsidiar.
En términos futbolísticos estoy
jugando tiempo complementario. La pandemia es como el incidente en una cancha
que obliga a suspender por un tiempo el partido cuando nuestro equipo está
perdiendo 2 a 0. Sueño con vivir los años que me quedan, pudiendo abrazar y
besar cuando quiera, a mi compañera, a mi hijo, a mi nuera, a mi nieto, a mi
hermana y su marido, conversar cara a cara con mis amigos; viajar, irnos de
nuevo de vacaciones; leer (me quedan tantos libros que quiero leer antes de la
partida, tantas notas por escribir). Todo arrasado por el corona virus. La
pandemia, para los viejos, es como saltear el tiempo complementario de un
partido de fútbol e ir a definir directamente por penales.
En este regreso a Almagro, otra vez
siento que me acompaña Ingmar Bergman. La película también es de 1957. Su
nombre original fue Fresas Salvajes. Aquí se la denominó mejor: “Cuando huye el
día”. La vi en Concordia en el cuarto
año del secundario cuando apenas tenía 17 años. Un mundo mucho más lejano que
los 58 años pasados.
Es la historia de un médico en el
otoño de su vida que tiene que ir a recibir una distinción. Y tiene un sueño.
Está en una calle desierta como esta Buenos Aires que camino. Hay un silencio
absoluto. No hay banda sonora. Quiere saber la hora, pero el reloj que está en
la calle carece de manecillas. Mira su reloj de bolsillo, después de levantar
su tapa y también carece de manecillas. Cae un poste de la luz pública. De
pronto se escuchan los cascos de los caballos sobre el empedrado. Es un coche
fúnebre. Cuando pasa delante de él, cae el ataúd y se corre la tapa. El médico
se acerca para mirar al muerto. Observa que es él mismo quien le estira la mano
para introducirlo en el cajón. En ese momento se despierta.
Nada más parecido a la muerte que la
ausencia del tiempo, de los relojes sin manecilla.
En Lavalle y Pasteur me despido de
Ingmar Bergman y me encuentro con Woody Allen en Plaza Miserere. Le cuento lo
que acabo de pensar y luego voy a escribir, y me dice socarronamente: “No le
tengo miedo a la muerte. Sólo que no me gustaría estar ahí cuando ella venga”.
Camino por Rivadavia, y llegando a
Medrano, Mario Benedetti se abraza con
Jorge Luis Borges y escucho que el escritor uruguayo recita: “Tus ojos son mi
conjuro/ contra la mala jornada/ Te quiero por tu mirada/ que mira y siembra
futura/ Tu boca que es tuya y mía/ tu boca no se equivoca/ Te quiero porque tu
boca/ sabe gritar rebeldía” El argentino, con su humor entre irónico y
metafísico, con su decir balbuceante e ingenioso, le responde: “Nada mejor que una muerte para
mejorar una vida.”
19-05-2020
·
Publicado en la Tecla Ñ y
Diario Registrado *
Lo que hubo también después de la peste negra fue un aumento de los salarios, ya que quedó poca mano de obra. Hay testimonios de la época en la que los "patrones" se quejaban de los vagos que no querían trabajar por el sueldo que se les ofrecía.
ResponderEliminarMe parece que el ejército de reserva actual es mucho mayor, así que no hay que ilusionarse por ese lado, además de que el virus no afecta tanto a la gente en edad de trabajar. Habrá que ver.
Muy buena crónica. Saludos.
Hugo,los invitados como el de hoy hacen perder oyentes,dice que no es politico y parece macrista hasta la medula.Soy propalestino pero igual los quiero,un abrazo.
ResponderEliminarMandame tu teléfono a mi correo hugopresman@gmail.com
ResponderEliminargracias y conversamos