Por Teodoro Boot
El jueves
8 de marzo dos policías tucumanos asesinaron de un disparo en la nuca a un niño
de once años. Que el asesinato haya sido por la espalda y que la víctima no se
encontrara huyendo ni cometiendo ningún delito sino simplemente paseando y –tal
como la inmensa mayoría de los ciudadanos, en especial cuando son niños–
desarmado, constituyen agravantes muy serios. Pero el que eventualmente hubiera
cometido un delito –lo que no ocurrió– no habría sido un atenuante: nadie está
autorizado a asesinar y muchísimo menos que nadie, un policía. Se supone que su
trabajo consiste exactamente en lo contrario, en impedir los crímenes, de ahí
que cuando un policía perpetre un delito, la pena que se le aplique suela –o
deba– ser mayor: cuando quien debe cuidar las leyes las viola, la sociedad se
encuentra en un grave problema.
"A
la muerte del niño –dice Ana Laura Lobo Stegmayer, directora ejecutiva de
Andhes, organización de Derechos Humanos que nuclea a abogados y abogadas del
noroeste argentino– hay que sumarle los casos de Víctor Robles asesinado por un
policía de civil, el de Ángel Alexis Noguera asesinado de un disparo con bala
de goma en la cabeza en un procedimiento policial realizado en la casa de la
víctima, el caso del comisario Pineda que ingresó al domicilio de un supuesto
asaltante, le disparó y luego falseó el procedimiento, y el caso de Maximiliano
Ariel Tapia, quien perdió una pierna producto de un disparo realizado por
personal policial en Las Talitas".
¿Tienen
responsabilidad las autoridades provinciales y/o nacionales en tales hechos y,
en especial, en el monstruoso asesinato de un niño? En efecto, tienen una
enorme responsabilidad política en tanto los asesinos son funcionarios del
estado provincial que ellos conducen, pero esa responsabilidad es previa, no
posterior, al delito (excepto en lo atinente a la sanción administrativa), y se
relaciona con la selección y formación de sus funcionarios y empleados. En
cambio, la responsabilidad de los jueces y fiscales –posterior al hecho– es
mayor, en tanto todo delito debe ser sancionado, en especial cuando se trata de
un asesinato y en mucha mayor medida cuando el criminal o los criminales son
justamente aquellos cuyo trabajo es proteger del crimen a la sociedad, que es
al cabo, la que les paga el sueldo.
Así
parece haberlo entendido el juez Enrique Martínez, titular del Juzgado Nacional
de Primera Instancia de Menores N° 7, quien procesó al agente de policía Luis
Chocobar por “exceso de legítima defensa” a raíz del asesinato de un presunto
delincuente (tal vez convenga que algunas personas, entre ellas el señor
Presidente de la Nación y en particular ciertos jueces, como el señor Irurzun,
recuerden que ya en 1804 el Código Napoleónico establecía que toda persona es
inocente hasta que su culpabilidad sea demostrada por los jueces y organismos
competentes), así como la Asociación de Magistrados, que amonestó al Presidente
de la Nación por inmiscuirse en áreas que no son las de su competencia.
Sin
embargo, el doctor Velázquez ha sido denunciado ante el Consejo de la
Magistratura, que preside el diputado oficialista Pablo Tonelli, acusado de
"mal desempeño, inhabilidad ético-moral y prevaricato".
Debe
recordarse que con posterioridad al homicidio del joven Pablo Kukoc
perpetrado por Luis Chocobar, el señor Mauricio Macri, en ejercicio de la
Presidencia de la Nación, recibió al agente de policía reivindicando el asesinato.
A la
condición de asesino, el señor Chocobar añade la de mentiroso: tras disparar al
presunto delincuente en fuga, que cae herido, lo remata desde dos metros de
distancia con el argumento de que se encontraba dando manotazos armado con un
cuchillo, circunstancia que, dicho sea de paso, calificar de “exceso de
legítima defensa” resulta descabellado. La filmación del homicidio muestra con
claridad que el señor Chocobar no se estaba defendiendo de nada y que el herido
al que remató en el suelo no suponía peligro alguno para nadie, entre otras
muchas razones, porque, a diferencia del señor Chocobar y tal como se comprobó,
se encontraba desarmado.
Evidentemente,
tanto el señor Chocobar como los policías tucumanos que asesinaron al niño
Facundo Burgos o Ferreyra (que ya ni apellido cierto parece tener) son
presuntamente (¡de nuevo el Código Napoleónico!) culpables de un delito tan
grave –el más grave de todos– como el asesinato, razón de más para que guarden
prudente, respetuoso y –quiere uno pensar– acongojado silencio.
Sin
embargo muchos medios de comunicación y no pocos irresponsables –entre ellos
quien ejerce en estos tiempos la Presidencia de la Nación– no han tenido mejor
ocurrencia que reivindicar el crimen de Luis Chocobar, tergiversando por
completo su naturaleza y su significado, hasta el punto de que en lenguaje
coloquial se haya llegado a hablar de la existencia de una supuesta “Doctrina
Chocobar”.
Corresponde
–y corresponde más que a nadie a jueces y fiscales– recordar que el señor
Chocobar no ha elaborado ninguna doctrina: simplemente se limitó a cometer un
asesinato, tras lo que intentó justificarse con mentiras y falsedades, tal como
se desprende de los registros fílmicos. Quien ha elevado esas justificaciones a
la categoría de “doctrina” ha sido nada menos que el señor Presidente de la
Nación, lo que vuelve esa (siempre gracias al código) presunta apología del
crimen mucho más grave que la de cualquier opinador televisivo o cagatintas
periodístico.
Sería
saludable que los señores jueces y fiscales recordaran para qué diablos cobran
sus sueldos y actuaran en consecuencia: la apología del crimen es también un
delito y, dependiendo de quien lo perpetre, muchas veces aun de mayor gravedad
que el crimen mismo.
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