Murió Nora Cortiñas, la madre de
todas las batallas
Referente de los derechos humanos, santa pagana de todas las
luchas, Norita estuvo hasta principios de este mes en Plaza de Mayo —ese lugar
que transitaba desde mayo de 1977—. Nunca supo qué hizo la dictadura con su
hijo Carlos Gustavo Cortiñas.
Por Luciana Bertoia
31 de mayo de 2024 - Página
12
Nora Cortiñas no es una
sola: es la madre que grita frente a las cámaras, la que lleva el pañuelo
blanco en la cabeza, la que porta el pañuelo verde en la muñeca, la que juega a
la pelota, la que se sube a una moto, la que anda con su bastón con flores o la
que se deja conducir en una silla de ruedas. Es la mujer que fue hasta sus
últimos días a la Plaza de Mayo —a ese lugar en el que recaló en mayo de 1977
con la esperanza de recuperar a su hijo secuestrado por la dictadura—. Nora
Cortiñas, que murió este jueves a los 94 años, es eterna en la memoria del
pueblo argentino que quiere verdad y justicia.
Nació el 22 de marzo de
1930. La llamaron Nora Irma Morales. Era una de las cinco hijas de una familia
de españoles que se afincó en el barrio de Monserrat. Ella contaba, divertida,
que era revoltosa de chica. Su papá le festejaba las salidas ocurrentes. Tuvo
una infancia feliz: con cumpleaños y Reyes Magos.
Cursó hasta sexto grado
–por entonces el último año— en la escuela Coronel Suárez. Después, pasó al
secundario. Conoció muy jovencita a Carlos Cortiñas, que era seis años mayor.
El flechazo fue intenso. Cuando ella cumplió los 18, él pidió su mano. Se
casaron un año después. En 1952 nació el primer hijo de la familia, Carlos
Gustavo. Después, en 1955, llegó Marcelo.
Carlos trabajaba en el
Ministerio de Economía. Era peronista y admiraba profundamente a Eva Perón.
Nora estaba alejada de las cuestiones partidarias. El epicentro de su vida era
la casa de la familia en Castelar. Ella daba clases de alta costura y, a veces,
cosía para afuera. A Carlos no le gustaba que su esposa trabajara fuera del
hogar. Era muy “machista”, relataba ella.
A su hijo mayor lo
llamaba por su segundo nombre, Gustavo. Él estudiaba —después de un paso por la
Universidad de Morón— en la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad
de Buenos Aires (UBA). Militaba en la Juventud Peronista (JP). En los primeros
tiempos, lo hizo en la Villa 31 junto al Padre Carlos Mugica. Gustavo cumplió
22 años el 11 de mayo de 1974. Ese día estaba triste y no quiso festejos: la
Triple A había acribillado al sacerdote.
Eran tiempos violentos.
La muerte podía esperar, como le pasó a Mugica, a la salida de una iglesia. O a
la vuelta de la esquina. Nora se angustiaba y le pedía a Gustavo que no se
expusiera.
–¿Qué querés, mamá, que
vayan los hijos de otras madres?-- le preguntó él.
Ese día, ella entendió
que había que ir siempre al frente. Y cumplió con la enseñanza de su hijo
mayor.
Una nueva vida
Nora se despidió de
Gustavo en la terminal de micros de Mar del Tuyú. Toda la familia había pasado
la Semana Santa de 1977 en ese balneario. Nora y su marido se quedaron unos
días más. Gustavo –que, para entonces, ya estaba casado con Ana y tenía un
hijito, Damián, de dos años– regresó antes. Nora no podía ni imaginar que ése
iba a ser su último abrazo.
El 15 de abril de 1977,
Gustavo salió para el trabajo. Nunca llegó. Tampoco se encontró con Ana, como
habían convenido. Con el tiempo, se supo que a él se lo habían llevado de la
estación Castelar.
Ana lo esperó en la casa
de Nora y Carlos. Estaba desesperada. Por la ventana, veía pasar los Ford
Falcon. Plantas que se movían. La densa calma se hizo añicos cuando sonó el
timbre. Se asomó y le dijeron que venían a avisarle que Gustavo había tenido un
accidente. Pocos segundos después, la patota ya estaba adentro. Golpes,
preguntas, armas. Y uno de los represores que murmuraba “coincide” cuando la
muchacha contestaba al interrogatorio.
Ana le dio la noticia a
Nora de que se habían llevado a Gustavo. La madre no dudó y salió a buscarlo.
La primera gestión la hizo en la Catedral de Morón. La segunda fue en la
comisaría de la zona. Una empleada le preguntó su dirección y dijo que había
zona liberada.
Con su marido, se
acercaron a los organismos de derechos humanos que ya estaban funcionando, como
la Liga Argentina por los Derechos del Hombre (LADH), la Asamblea Permanente
por los Derechos Humanos (APDH) y el Movimiento Ecuménico por los Derechos
Humanos (MEDH).
Un cuñado le habló de
unas mujeres que se reunían frente a la Casa de Gobierno. Hacia allá fue ella.
Llegó por primera vez a la Plaza de Mayo en mayo de 1977. Nunca la abandonó –ni
con el terror que provocaron los secuestros de Azucena Villaflor de De
Vincenti, Esther Ballestrino de Careaga y María Eugenia Ponce de Bianco en
diciembre de ese año.
En la Plaza de Mayo, eran
“las locas” para la dictadura. Las locas que caminaban, lloraban, se sostenían
aunque se desplomara el cielo. “El público que pasaba por la Plaza de Mayo
muchos años no nos vio –contó años antes en una entrevista con la Biblioteca
Nacional. Éramos invisibles. Nadie se acercaba a preguntar qué hacíamos ahí”.
Nora nunca supo qué hizo
la dictadura con su hijo Carlos Gustavo Cortiñas. Imagen: Alejandro Leiva.
¿Qué es el miedo?
Si tenía miedo, Nora lo
disimulaba. Se metió en plena dictadura en Mansión Seré, el centro clandestino
que funcionaba en Castelar. Esperaba escuchar algún grito que le permitiera
saber si Carlos Gustavo estaba retenido allí.
La Navidad de 1978 la
pasó en Dolores: había ido junto a otras dos Madres para pedirle al juez Carlos
Facio que las dejara identificar unos cadáveres que habían aparecido, días
antes, en la costa. Querían saber si eran sus hijos o los hijos de otras
Madres. Nora hizo lo que el Poder Judicial no hizo: viajó a Santa Teresita para
averiguar cómo había sido el hallazgo.
En pleno terrorismo de
Estado, todo el Ministerio de Economía sabía que Nora buscaba día y noche a
Gustavo. Uno de los jefes de su marido le espetó: “¿Por qué no la ata a la pata
de la cama, así deja de estar en la calle?”
Cuando llegaba la
Navidad, Nora abrigaba una esperanza: que le devolvieran a su hijo. “No sé por
qué en Navidad –dijo en Ni el flaco perdón de Dios, el libro de Juan Gelman y
Mara La Madrid–, pero no porque esperara de los militares algún gesto de
humanidad. Era una forma de dar lugar a la esperanza. Creo que en todas las
familias esa esperanza estaba presente, una madre tejía un suéter, o compraba
el jean que al hijo le hubiera gustado, se ponía un cubierto más en la mesa.
Tantas cosas”.
Caminó y caminó, pero
nunca logró saber cuál fue el destino de Gustavo. Siempre entendió que la Plaza
de Mayo era el lugar desde donde reclamar explicaciones al poder político. Que
abrieran todos los archivos de la represión era una de sus exigencias. Con la
llegada de la democracia, Nora se convirtió en una de las referentes de la
Línea Fundadora de Madres de Plaza de Mayo.
En 2012, cuando ya
llevaba 35 años buscando, volvió a presentar un hábeas corpus —como aquel que
había firmado en mayo de 1977, redactado por un amigo de su hijo recién
recibido de abogado—. Fue a la audiencia y el juez le preguntó por qué lo
hacía. La respuesta fue punzante. “Porque antes de morirme quiero saber qué
pasó con Gustavo”.
La madre de todas las
luchas
Nora es de todos, de
todas y de todes. Donde había un reclamo, ella estaba. Entendió muy rápidamente
que la lucha por los derechos humanos era dinámica, que no se acababa con el
reclamo de verdad y justicia por los crímenes de la dictadura. Se sumó a los
Encuentros de Mujeres. Se calzó el pañuelo verde por el aborto. Se acercó a las
diversidades. Estaba para denunciar los despidos o la represión. Caminó muy
cerca de Sergio Maldonado cuando desapareció su hermano Santiago. En el
Hospital Posadas, la sentían como su hada madrina en defensa de la salud
pública.
Para el 24 de marzo,
buscó la unidad de quienes salieron a la calle para reclamar verdad y justicia
en tiempos de un gobierno negacionista como el de Javier Milei y Victoria
Villarruel. El 9 de mayo avisó que no iría a la Plaza de Mayo para plegarse al
paro general de las centrales obreras. Su última vez en ese lugar había sido
una semana antes. Estuvo en la Feria del Libro en un homenaje a la periodista
María Seoane.
El 17 de mayo, fue
intervenida quirúrgicamente por una hernia en el Hospital de Morón y permaneció
en terapia intensiva. Su salud se complicó. El cuerpo que la había sostenido
tantos años en la búsqueda le jugó una mala pasada.
A las 18:41 del jueves,
la familia de Nora comunicó su fallecimiento a través de un comunicado.
“Profundamente preocupada en estos tiempos por la grave situación que atraviesa
nuestro país y dispuesta siempre a estar presente allí donde hubiera una
injusticia, Norita luchó hasta último momento por la construcción de una
sociedad más justa. Nos queda el orgullo de haber compartido su vida, su
impronta y su enseñanza que dejarán en su familia y en la sociedad una huella
imborrable”.
A los pocos minutos de
que se anunció su muerte, apareció un cartel en la reja que protege la pirámide
de Mayo. “Nora eterna”, decía. Será despedida este viernes de 9 a 18 en la Casa
de la Memoria y la Vida -Predio Quinta Seré, en Santa María de Oro y Blas
Parera, Castelar). En el mismo lugar que en pleno exterminio Nora recorrió con
la esperanza de arrebatar a su hijo de las fauces de la muerte.
Hay un modo Norita de
la vida: ése que sitúa a una persona junto a las causas nobles y altruistas.
Tiempo atrás, Mabel Bellucci —una de las responsables de acercarla al
feminismo— decía en LatFem que la militancia trataba a Norita como una “santa”,
que la invocaba en las marchas aún cuando no estaba. Será difícil no hacerlo de
ahora en más. Aunque es sabido: donde hay una lucha, ahí está Norita.
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