Por José Luis Lanao
Cada vez más conectados y cada vez más solos, en la era del circuito de control global a través de los gigantes tecnológicos, hemos llegado a un grado de sumisión colectiva que es el núcleo de esta Modernidad: el producto somos los humanos.
Por José Luis Lanao*
(para La Tecl@ Eñe)
El lugar que antes ocupaba Dios hoy lo ocupa tu celular. Es tu conciencia. Lo sabe todo de ti. Duerme bajo tu almohada, y será el delator que va a justificar en tu contra si un día caes en manos de la justicia. Hay algo excesivo que fatiga, no solo en la apropiación del tiempo, sino en la hipervisibilidad que ofrece la vida conectada. El homo antena de la posmodernidad navega cómodo desde lo alto del Sinaí por los secretos y miserias de la humanidad, por sus perversiones, confidencias, sueños, deseos inconfesables y realidades fusiladas de noticias falsas. Puede que un día debamos celebrar la fiesta del sacrificio del cordero de Google para recuperar el don de la intimidad en un mundo que navega por el universo con semejante gallinero a cuesta.
La búsqueda del placer sensorial representa una de las paradojas más crueles de la sociedad actual: a una siempre creciente posibilidad de experimentarlo corresponde una mayor incapacidad de obtenerlo o disfrutarlo. Se inscribe en un contexto donde el contacto se produce más a través del medio tecnológico que de la vida real, y no solo hace que la realidad parezca decepcionante, sino que se presenta, a su vez, como una vía de escape que alimenta en el individuo la ilusión de protección frente a la posibilidad de fracaso. Así, la tecnología se convierte en una excusa.
La acción interactiva parece ofrecer sensaciones más intensas que las reales, al no estar condicionada por la ansiedad o la vulnerabilidad que el contacto directo puede provocar. Se manifiesta así una obsesión irrefrenable que se autoalimenta. Con la ilusión de reducir la sensación de soledad se evoluciona hacia una soledad por hiperconexión.
Cada vez más conectados, y cada vez más solos.
No se conoce en la historia un amo del imperio con semejante poder de dominación. Una forma de capitalismo sin precedentes que se ha abierto paso a codazos a través del conocimiento y monitorización de nuestras pequeñas existencias. Un sumidero de la soberanía personal que nos engaña por partida doble; en primer lugar, cuando hacemos entrega de nuestros datos a cambio de unos servicios relativamente triviales y, en segundo lugar, cuando esos datos después son utilizados para personalizar y estructurar nuestro mundo de una manera que no es transparente ni deseable. La externalización de la intimidad está rentabilizada por el poder financiero dominante. Los gigantes tecnológicos codician miradas absortas para subastarlas en un frenético mercado de la atención. La competición consiste en lograr más ojos en tanto canjeables como nueva forma de valor. Aunque no interesemos expresamente, interesa que participemos del circuito de control global: que al compartir lo que hacemos la rueda gire, dejemos rastros, y esto exija a otros a pronunciarse, portar el poder de dejar huellas y datos para pronosticarnos, siendo parte activa de los modos de control y de productividad. Los productos y servicios del capitalismo de vigilancia no son los objetos de un intercambio de valor. No establecen unas reciprocidades constructivas entre productor y consumidor. Son operaciones extractivas en las que se empaquetan nuestras experiencias personales para convertirlas en productos. En definitiva, el producto somos nosotros. Esta tiranía provocada por una oligarquía feudal y salvaje es una especie de golpe incruento, aparentemente indoloro y amable, sin tanques en las calles, pero que llega al fondo de lo que pretende, la dependencia masiva de las obsesiones que nos inyecta. En esa sumisión colectiva está el núcleo de la Modernidad. Ese cepo que anida en la naturaleza de nuestra “razón” y que percibe las cosas “como poseyendo una especie de eternidad inocente”, recordando a Spinoza.
En este tiempo de desapacible desmesura el acrónimo FAAMG (Facebook, Apple, Amazon, Microsoft y Google) acaba de alcanzar un valor bursátil de 9 billones de dólares, una cifra semejante al PIB de Gran Bretaña, Alemania, Italia y España juntos. En este realismo de “dickensiana” desesperanza el presidente ejecutivo de Google, Eric Schmidt, manifestaba: “Si nos dan más información de ustedes, de sus amigos, podemos mejorar la calidad de nuestras búsquedas. No nos hace falta que tecleen nada. Sabemos dónde están, sabemos dónde han estado. Podemos saber, más o menos, que están pensando”. Nítido como el espolón del diablo.
Hemos llegado al punto de la tragedia identitaria de levantarnos cada mañana abriendo Instagram para comprobar si todavía existimos. Es necesario volver al “clic” de la vida verdadera. Admirar lo minúsculo. El ruido cristalino de las acequias, la sombra serena de los limoneros. Aquella siesta con sonido a chicharras, con una penumbra de maderas entornadas, con una brisa que infle los visillos y transmita un olor a membrillo, mientras las horas siguen su camino de media tarde para que la puesta de sol te sorprenda, para merecer el sol que se funde en el horizonte. Y luego esperar la noche para contemplar un cielo lleno de halógenos y desear que ese milagro se produzca mañana. Ese sencillo deleite de la olorosa vida corta, que, en definitiva, es lo único que tenemos.
Logroño, España, 11 de marzo de 2022.
*Periodista y ex jugador de fútbol. Campeón mundial juvenil Tokio 1979.
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