LINCHADORES
Así
entre 1882 y 1903, 3337 personas fueron linchadas en los EE.UU, la mayor parte
de los cuales eran negros. La metodología fue adoptada posteriormente por el
grupo de fanáticos que operaba encapuchado, con disfraces grotescos bajo el
nombre de Ku Klux Klan.
La
operatoria del linchamiento se ha reproducido en muchas de las películas
norteamericanas de cowboys: el condenado era subido a un caballo, con las manos
atadas a la espalda, la soga al cuello se ataba el otro extremo a un árbol y
luego se espantaba el caballo que al
correr dejaba a la persona colgando,
produciendo así el ahorcamiento.
Hay
otra versión, menos divulgada, por la
cual la palabra linchamiento deriva de un alcalde de Irlanda llamado James
Lynch quien en 1493 mandó a ahorcar a su propio hijo tras acusarlo del
asesinato de un español.
María Elena Walsh alegó contra la pena de
muerte en forma brillante cuando la idea empezó a tomar cuerpo en nuestra
sociedad. Entre otras cosas escribió: “Fui lapidada por adúltera. Mi esposo,
que tenía manceba en casa y fuera de ella, arrojó la primera piedra, autorizado
por los doctores de la ley y a la vista de mis hijos. Me arrojaron a los leones
por profesar una religión diferente a la del Estado. Fui condenada a la
hoguera, culpable de tener tratos con el demonio encarnado en mi pobre cuzco
negro, y por ser portadora de un lunar en la espalda, estigma demoníaco. Fui
descuartizado por rebelarme contra la autoridad colonial. Fui condenado a la
horca por encabezar una rebelión de siervos hambrientos. Mi señor era el brazo
de la Justicia. Fui quemado vivo por sostener teorías heréticas, merced a un
contubernio católico-protestante. Fui enviada a la guillotina porque mis
camaradas revolucionarios consideraron aberrante que propusiera incluir los
Derechos de la Mujer entre los Derechos del Hombre. Me fusilaron en medio de la
pampa, a causa de una interna de unitarios. Me fusilaron encinta, junto con mi
amante sacerdote, a causa de una interna de federales. Me suicidaron por
escribir poesía burguesa y decadente. Fui enviado a la silla eléctrica a los
veinte años de mi edad, sin tiempo de arrepentirme o convertirme en un hombre
de bien, como suele decirse de los embriones en el claustro materno. Me
arrearon a la cámara de gas por pertenecer a un pueblo distinto al de los
verdugos…..”
No hay justificación para
la venganza por mano propia. La palabra inseguridad
como expresión periodística y ciudadana sólo cubre parcialmente lo que puede
denominar. Concentrando la misma en homicidios y robos, la palabra queda
amputada en su enorme amplitud.
Aún en el sentido habitual que se la utiliza, hay un discurso de
derecha que cree que la solución está en un código penal con penas
superlativas; en la ampliación hasta el máximo posible del número de policías,
inundar el país de cárceles; en la colocación del mayor número posible de
cámaras y en un poder judicial integrado por verdugos que actúen de jueces. La
síntesis de esta posición la definió el filósofo griego Protágoras, quien casi
400 años antes de Cristo afirmó: “La justicia es, lo que el hombre rico dice
que es.”
El progresismo tiene una visión estructural de integración
social y distribución del ingreso que remite la solución de este problema a un
lejano momento de amplia justicia social.
Indudablemente ninguna de las dos posiciones puede abordar en el
presente un mejoramiento de una situación de inseguridad en el sentido
restrictivo dado, que tiene un sustrato de realidad. Como bien lo expresó el jurista Ricardo Gil
Lavedra: “En la Argentina hay una percepción de inseguridad que puede que no se
compadezca con los datos objetivos, pero esta percepción no está desmentida por
una presencia estatal mucho más fuerte.”
Recurriendo a un ejemplo médico, el de derecha, es un cirujano que sólo conoce el bisturí y
las amputaciones y el segundo remite a un feliz estadio donde se haya
descubierto el remedio para la dolencia que aqueja hoy. Si los médicos no
infunden un moderado optimismo al paciente, éste termina recurriendo a
curanderos como Sergio Massa o Francisco De Narváez.
El problema es de una enorme complejidad que sólo los que
enarbolan slogans pueden levantar soluciones mágicas. Son mentirosos de un oportunismo deleznable.
Tampoco es posible a ciudadanos alarmados consolarlos con
estadísticas que revelan que a pesar de lo que perciben, la Argentina es un
país con uno de los niveles de delitos
más bajos.
Para esos casos es bueno recordar unos versos apropiados de José
Larralde: “No venga a tasarme el campo/ con ojos de forasteros/ porque no es
como aparenta/ sino como yo lo siento”
Tampoco es cuestión de obviar el problema, omitiendo su
denominación, como si no mencionándolo despareciese el mismo. En ese caso es
bueno recordar la frase del poeta Mario Trejo: “La palabra perro no muerde. El
que muerde es el perro”
Como bien sostiene el sociólogo Leandro Gamallo: “Probablemente
en esta reacciones convivan el “hartazgo” de una situación percibida como
intolerable con una concepción absolutamente discriminatoria que genera un
“nosotros” (la ciudadanía o un vecino) opuesto a un “ellos” que deben ser
eliminados (los delincuentes). Lo que parece una certeza es que en nuestro país
los linchamientos no pueden concebirse como una estrategia, ni mucho menos como
un acto de prevención ciudadana en materia de seguridad”.
O como advierte
Javier Nuñez en “No cuenten conmigo”: “Pero más duele ver hacia qué clase de
sociedad nos encaminamos -o algunos creen que deberíamos encaminar- y qué
frágiles son las estructuras que nos separan de la oscuridad ….Cuando el
contrato social se rompe, pierde sentido el Estado de Derecho y el derrumbe de
las reglas de convivencia en lugar de atenuar la inseguridad, la incrementa;
frente a una legalidad incierta, la sensación de riesgo no hace más que
amplificarse….La ley de la jungla nunca puede ser una solución.”
Es necesario diferenciar la reacción de una víctima, cuyo
comportamiento es personal e imprevisible, de aquellos que actúan en patota
para consumar venganza por mano propia.
Es preciso puntualizar que tampoco se puede ni se debe legislar
desde el dolor de las víctimas.
Nuestra sociedad ha sido disciplinada a través del miedo, que ha
ido del terrorismo de estado a la hiperinflación; del asalto a los
supermercados a la crisis económica más importante en cien años, con la
consiguiente desocupación extrema, la pobreza, la indigencia y el exilio del
2001; de los cuatro años de recesión de 1998 al 2001, al ametrallamiento
mediático: sólo algunos de los diferentes cataclismos políticos, económicos y
sociales.
Resulta llamativo que los que consideran al Estado un obstáculo
para el mercado, cuya presencia se justifica sólo para direccionar los
beneficios hacia los ganadores y garantizar la seguridad jurídica de sus
negocios enarbolen con entusiasmo el slogan del Estado ausente. Eso se acentúa
cuando el comentarista es el jefe de gobierno del distrito de mayor renta per
cápita del país.
Es necesario encarar como política de estado para la próxima
década, las diferentes patas del problema: policías diferentes, alejadas de su
complicidad con el delito, con buenos sueldos, capacitación amplia y profunda,
dotada de los medios imprescindibles;
cambios fundamentales en el poder judicial con dotación humana,
infraestructura y recursos necesarios, con juicios orales que agilicen las
causas; cárceles que no sean campos de concentración sino que habiliten al
delincuente para su reinserción en la sociedad; cambios totales en el servicio
penitenciario; políticas focalizadas en la recomposición del entretejido
social, entrando el Estado donde hoy está ausente; nuevo código penal que
establezca una justa proporcionalidad entre delitos y penas: apenas algunas
puntas para entrarle al problema.
Cómo abordó María Elena Walsh
la pena de muerte en el artículo mencionado, que concluía:
“Me condenaron de facto por imprimir
libelos subversivos, arrojándome semivivo a una fosa común. A lo largo de la
historia, hombres doctos o brutales supieron con certeza qué delito merecía la
pena capital. Siempre supieron que yo, no otro, era el culpable. Jamás
dudaron de que el castigo era ejemplar. Cada vez que se alude a este
escarmiento, la Humanidad retrocede en cuatro patas.
Parafraseando a María Elena: “Cada
vez que se perpetra un linchamiento, la Humanidad retrocede en cuatro patas.
3-04-2014
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