Por
Mercedes Solá
Imagen:
Pablo Piovano
Ya
leyó el mensaje diez veces. Está como clavada al sofá del living, en un noveno
piso de setenta metros cuadrados llenos de sol, para ella sola. El edificio
tiene veinticuatro “unidades funcionales”, vive mucha gente, pero casi no se
tratan entre ellos. Sólo tratan, todos, a Pedro y María, los “encargados”.
Vuelve
a leer el mensaje.
Piensa
que todavía deben estar con ella, si es que los dejan. O tal vez ya estarán de
vuelta en su livingdormitoriococina, porque ya no les permiten estar con ella.
Mira
desde su ventana del noveno piso el río allá a lo lejos, ancho, inmutable.
Hace
dos horas que recibió la noticia, pero no puede moverse.
Baja
imaginariamente las escaleras y se detiene frente a la puerta de ellos, la
obligatoria, hoy infranqueable, puerta de ellos: la entrada al único ambiente
del primer piso del edificio: la portería.
Bajó
las escaleras muy despacio, no con los pies sino con la cabeza, y se frenó
frente a la puerta negra. No sabe cuántas veces bajó ya, aunque sigue sin
moverse del living. Está horrorizada con el mensaje, pero además tiene miedo.
¿De
qué tiene más miedo? ¿De enfrentarse a Pedro y María, a su tragedia, o del
contagio?
La
pregunta la espanta, por la verdad que encierra.
Pedro
y María estuvieron dieciseis días acompañando a Anita en un hospital público.
Una mañana de la cuarentena, Anita se despertó con un moretón en un hombro. Esa
tarde su brazo se hinchó. Al día siguiente el dolor era insoportable. La
llevaron al hospital y quedó internada. Se salvó de que le cortaran el brazo,
porque el cáncer no les dio tiempo. Un sarcoma epitelial, fulminante, que sólo
ataca a los jóvenes. Anita tenía catorce años. Era la única hija de Pedro y
María.
El
celular sobre el sofá parece apagado, pero apenas ella toca la pantalla vuelve
a leer: Falleció mi princesa, señora.
Recibió
el mensaje hace dos horas, a las dos de la tarde, cuando todavía Anita sonreía
desde la foto del whatsapp de Pedro. Ahora ya no está su sonrisa. En su lugar,
Pedro ha puesto una cinta negra. Un crespón.
Sigue
sentada. Pasa una hora más. Ahora sí está segura de que ya han de estar en la
portería.
¿No
puede ir? No debe.
¿No
puede pasar la puerta negra y abrazarlos? No debe.
¿Nadie
podrá consolarlos en un abrazo largo? Nadie.
Así
se lo confirma Pedro, cuando ella se anima a llamarlo:
“Recomendación
del hospital, señora. De todos los médicos, señora”
Pedro
y María deberán estar catorce días solos, frente a frente, en su livingdormitoriococina
de veinte metros cuadrados. Sin Anita, pero chocándose con la cama de Anita,
con su ropa amontonada, con su mochila, con las zapatillas de Anita.
Marca
el número del administrador del edificio. Nadie contesta.
Hace
veinte días que no fuma. Pero todavía tiene cigarrillos. Enciende uno, con
pulso tembloroso. Piensa en los rituales de la muerte y decide echar mano a
todos: pone una cinta negra en el ascensor, una estampita, unas flores para
Anita, de parte de todas las “unidades funcionales” del edificio.
Le
escribe un mensaje a Pedro, le pide la dirección del velorio.
“No
hay velatorio, señora. Las autoridades nos van a avisar cuando podamos buscar a
mi hijita para darle cristiana sepultura”, contesta Pedro.
A
ella se le cierra el estómago. Esa noche no puede comer, pero toma tres
whiskies. Da vueltas en la cama. Imposible dormir. Piensa en ellos, en ese
ambiente ínfimo del primer piso, al que sólo entró una vez en diez años.
Se
levanta, se viste y prende el cuarto cigarrillo. Sale a fumar a la terraza, el
olor tibio del final del otoño la sacude. Apaga la única luz que tenía
encendida y ahora sí, abre la puerta de su departamento y baja por las
escaleras. Son las cuatro de la madrugada. El consorcio parece descansar
tranquilo.
Llega
al primer piso y ve luz debajo de la puerta negra. Golpea y, cuando Pedro abre,
con una seguridad asombrosa, ella dice:
--Salgamos,
tengo el auto listo para dar una vuelta.
--Pero
señora....
--Vamos.
Traiga a María; yo los espero en la calle.
Lo
dice sin esperar respuesta. Por alguna razón cree que aceptarán sin discutirle.
Cuando
suben al auto, ella acaricia el pelo de María. María le apoya la mejilla en su
mano. Su llanto la hace llorar. Pedro se une a las dos desde el asiento de
atrás. Se quedan así un rato largo y después ella arranca el auto, despacio.
Buenos Aires está vacía y fantasmal, como ellos.
Sin
consultarles baja todas las ventanillas. Entra un aire espeso y tibio. María
gira su cabeza hacia afuera. Sus manos retuercen un pañuelo, un bollo blanco.
No
tiene idea adónde ir, pero enfila rumbo a la Costanera. Les propone quitarse
los barbijos, si quieren. Para tranquilizarlos les dice que no va a frenar en
los semáforos. Son los únicos en la calle quebrando la cuarentena. Ellos no
dicen nada.
Estaciona.
Baja del auto. Ellos también bajan y caminan hasta el parapeto. Se apoyan en el
borde áspero de cemento, juntos, abrazados, ella se queda un poco más lejos.
Recién ahí nota la luna, apenas creciente, reflejada en el agua.
Quisiera
que gritaran, que no pararan de gritar por un rato largo. Pero no. Siguen así,
callados, hasta que María interrumpe su llanto dócil, reprimido, y dice:
--Nunca
había visto el río, señora.
Vuelven
mudos. Ella quiere que hablen, que hablen de Anita, que cuenten, que recuerden,
que maldigan. Pero no. María llora en silencio y retuerce su pañuelo.
Al
mediodía siguiente va al cementerio. Son cinco en la entrada, pero sólo dejan
entrar a Pedro y María. Ella les entrega el ramo de flores para Anita y se
despide.
Dos
días después sale a dar una vuelta a la manzana. En la entrada del edificio,
Pedro frota sin ímpetu el portero eléctrico.
--Buen
día, señora.
Ella
no puede contestar. Tiene la garganta agarrotada. La rebela y la ahoga la
entrega de Pedro. Quiere decirle que deje de lustrar el bronce, que largue
todo, que se tome un mes y se vayan a cualquier parte. Pero ella también se
domina, ella también acata las formas. ¿Cómo se puede hablar de lo que no se
puede soportar? ¿Cómo hablar del vacío desde el vacío?
Camina
unos pasos por la vereda, ensordecida por la impotencia, cuando oye la voz de
Pedro, que le dice, despacito:
--Señora....
Cuando necesite salir otra vez, María y yo podemos acompañarla.
*
Página 12 24-06-2020
Qué maravilla lo que ha escrito Mercedes Solá. Un flechazo al corazón, directo.
ResponderEliminarA las tragedias del Covid19 hay que sumarle, aquellas otras de las muchas enfermedades de riesgo y terminales que hoy se invisibilizan en una sociedad encerrada y temerosa; o encerrada, rebelde para con la realidad y groseramente soberbia.
Yo me pregunto en estos días por la ancianidad. Mucho. ¿Cuántos de todos esos ancianos que vimos por televisión partir en ambulancias desde los geriátricos regresaron? No sólo la enfermedad, cualquiera que sea, mata. Mata, por sobre todo, no tener adónde ni a quién regresar al recuperarse (en el peregrino caso de que se recuperen y logren saltear esas comorbilidades tan arteras).
Pero no solo los ancianos están partiendo. ¿En qué situación se encuentran las familias que tienen en su seno miembros con discapacidades más que peligrosas en estas circunstancias pandémicas?
Los relatos de esas historias serán tardíos, necesariamente. Las condiciones actuales así lo imponen. Y, salvo éste de Mercedes que por su fuerza atravesó paredes y distancias, el resto de esas historias llegarán a nuestros oídos muy tarde. Demasiado, para los implicados reales. Y como sucedió hace ya tiempo, otras historias se ocultarán porque esta sociedad tanática que fagocita voces y torea a la muerte acallará muchos relatos de vida. La sociedad argentina tiene mucha práctica en eso. Total la frase ya está patentada hace ya mucho: "en esos tiempos yo no sabía nada". Sí, van a usarla de nuevo, es una frase todoterreno.
Gracias por postear esta historia tan potente y por secundar a Mercedes en darle voz a aquellos que la perdieron a manos de otros.
El relato del auto con las ventanillas abiertas para que entre la adversidad (si es que ésta tiene el coraje para hacerlo) es una de las escenas más poéticas y terribles que haya leído en bastante tiempo. Porque es poesía de la desesperación.