Por Elina Malamud
22 de marzo de 2023 - Página 12
Dos niñas recluidas en el gueto de
Varsovia.. Imagen: EFE
Oyfn Veg Shteyt a Boym es el título
en ídish de una bella –muy bella- canción judía, una rara canción de cuna.
Acompañado por el plañido de un
violín y la picardía melodiosa del acordeón, el niño le cuenta a su madre que,
como ha llegado el invierno, hay un árbol al costado del camino que ha quedado
solo porque los pájaros que lo habitaban se han ido a buscar sitios más
cálidos. El niño ha decidido volar hacia el árbol para acompañarlo en su
soledad, cuando llegue la tormenta, y cantarle como lo hacían los pájaros antes
de abandonarlo. La madre se desespera, no quiere que vaya porque hará mucho
frío y se va a morir congelado. Claro que si de todas maneras vas a hacer lo
que quieras, llevate la bufanda y calzate las galochas y ponete el gorro de
lana y finalmente, no te vayas sin tu abrigo de piel. El niño, que ya volaba a
consolar al árbol, va perdiendo altura con cada nueva protección hasta que ya
no puede mantenerse en el aire con tanto peso y queda apachuchado en el piso.
Tu amor de madre no me ha permitido volar, le dice… mientras la abraza y le
seca las lágrimas.
No fue tal el caso de la muchachada
de la judeidad polaca que los nazis encerraron en el Ghetto de Varsovia hasta
decidir qué harían con ellos. En el abril de hace ochenta años, esos chicos que
transitaban el ghetto en el desahucio de sus vidas jóvenes, no dejaron que el
miedo amoroso de una madre los agobiara; se desembarazaron del peso
apocalíptico de las lanas y las galochas ancestrales que entorpecían su andar,
para definir el ritmo de su propio suceder, parados frente al pasmo nazi que se
había ido convirtiendo en una condición natural del existir cotidiano. Allá
volaron hacia el árbol sin pájaros, sin los resquemores de los viejos que
preferían no hacer olas aferrados a una esperanza que estaba maldita, ni los
burócratas del Judenrat -el Consejo Judío- que por decisión del nuevo gobierno
alemán administraba la sujeción, cobraba impuestos e impartía órdenes y
castigos, ni la Policía Judía, guardiana autopropuesta -y cuanto menos cipaya-
del interior del ghetto, ni los comerciantes, los artesanos y los socios judíos
de las fábricas de uniformes y cepillos -con los que ellos mismos serían
barridos, desnudos y sin mortaja, a los campos de exterminio de Treblinka y
Majdanek- donde congéneres enflaquecidos por el hambre cumplían largas horas de
trabajo.
A medida que la ocupación nazi fue
definiendo su esencia, tres atmósferas convivían en el día a día del ghetto: el
terror ante la precariedad de la vida frente a los arbitrios del invasor, la
actividad cotidiana que continuaba en el interior oscuro del hacinamiento y el
submundo que iba y venía a uno y otro lado del muro que encerraba al ghetto,
transitando cloacas y túneles o diminutos agujeros en la pared por donde se
filtraban los niños, gracias a la esbeltez del hambre, para contrabandear
sustento, mensajes secretos, tal vez una pistola o algún canje estrambótico,
solo comprensible para las almas que habitan situaciones límite. También habría
un guardia que mirara hacia otro lado, ya fuera porque dispusiera de un corazón
o de un soborno.
En enero de 1942 la conferencia de
Wanssee discutió la cuestión judía y le encontró una solución: la solución
final. Así fue que, en el verano de ese año la Gestapo, las SS varsovianas,
ucranianas y letonas, el ejército y la Policía Judía se encargaron de arrear a
miles de judíos que el Judenrat debía nominar para ser deportados a campos de
trabajo donde iniciarían una nueva vida.
La juventud del ghetto que se
agrupaba en organizaciones de resistencia de diversas tendencias, religiosas,
de izquierda, sionistas o no sionistas así como los sionistas de derecha por su
lado, como aún no habían conseguido armas, no se sintieron capaces de
rebelarse, pero pocas dudas les cabían de que esas deportaciones no acababan en
un campo de trabajo sino en la pura muerte. Alguno de ellos se escurrió al lado
ario de la vida para husmear a dónde iban a parar esos trenes cerrados con
candados. No se asombró cuando un guardavías le contó que llegaban al pueblo de
Treblinka y volvían vacíos, pero que no había visto que arribaran también
cargamentos de comida, así que no sé con qué alimentarán a tanta gente, agregó
rascándose la cabeza con aire desorientado.
En los archivos que organizó el
historiador Emanuel Ringelblum para darle sentido a su pasar de judío recluido
en un ghetto, y que fueron cuidadosamente enterrado de modo que algún día -si
hubiera un después de la Historia- pudieran dar testimonio, quedó el periódico
clandestino donde se publicó la información sobre la verdad de Treblinka, pero
quién, entre los habitantes del ghetto, tendría el valor de creerlo... En todo
caso, aquello sería como los nombres de Dios, que se sabían, pero no se
nombraban.
Cuando la esperanza de
supervivencia se fue transformando en apenas un reflejo que se iba apagando, se
reunieron las organizaciones de la resistencia para formar la ZOB -Zydowskiej
Organizacji Bojoweja- la Organización Judía de Combate, bajo la dirigencia de
Mordejai Anilevich, un muchacho que había llegado al ghetto con su sólida
formación socialista, energía militante, poder organizativo y el espíritu
mesiánico necesario para entender y hacer entender que la única manera de
sobrevivir dignamente en la ciudad cercada consistía en elegir por sí mismos
los caminos de la propia muerte. Empezaron por ocuparse de los que desde dentro
colaboraban con el invasor, siguieron por liberar a los cautivos que la Policía
Judía entragaba a la Gestapo, desbarataron sorpresivamente la deportación
masiva que se retomó en el invierno de 1943, cuando ya disponían de algunas
armas y explosivos caseros y finalmente decidieron enfrentar a las tropas que
invadieron el ghetto en abril de ese año en la consciente y desesperada lucha
final.
Los últimos que se vieron atrapados
decidieron el suicidio, mientras los que pudieron encontrar alguna de las seis
salidas del ghetto, tanteando la oscuridad de las cloacas para escapar, se
unieron a la resistencia polaca o huyeron a los bosques donde se juntaron con
los partisanos soviéticos o se escondieron hasta que llegó el Ejército Rojo o
fueron descubiertos y asesinados.
Uno de ellos, Marek Edelman, amigo
y subcomandante de Mordejai Anilevich supo decir que no se consideraba
especialmente valiente ni heroico, sino que todos ellos fueron no más que gente
de su momento.
Quiero decirte, paciente lector de
esta historia llena de desgarro, que no te estoy contando una tragedia de
judíos, sino una tragedia humana, un descalabro de la Historia … que además no
es único.