Todos los días es así. Siempre lo fue: unos contra otros. Unos y otros
contra todos. La policía y los traficantes intercambiando tiros, disputando el
territorio, trabando su guerra sin fin. Inventando un futuro de muerte y dolor.
Disparando hacia cualquier lado, sin otra dirección que los cuerpos frágiles de
quienes habitan esas barriadas repletas de niñas y niños descalzos. Arrojando
balas por doquier, municiones fulminantes que rasgan vidas, que destrozan
ilusiones, que tiñen de sangre la tierra seca de las favelas. Allí, donde vive
la gente buena, las trabajadoras, los trabajadores y sus familias. Familias
iguales a la tuya, a la mía, a la de casi todos, gente como tú o como yo, pero
muy pobres. Eso: pobres. Por eso: pobres. Aquellos a los que, cuando se
aproxima una elección, les prometen un futuro de felicidad y redención.
Siempre fue así: malos contra malos. Robando todo lo que se interpone en
su camino. Especialmente, vidas.
Todos los días. Todos los santos días. Y así fue el viernes pasado,
cuando Thiago estaba en una plaza y su espalda fue desgarrada por una bala que
esta sociedad indiferente a la muerte, llama “perdida”. Miles y miles de balas
perdidas, que deambulan errantes por el cielo sin vida de Río de Janeiro, de
San Pablo o de Recife, de Belo Horizonte o de Salvador. Balas que se encuentran
cuando se pierden vidas como la de Thiago, un chico de 14 años que leía un libro
en una plaza. Un libro y una plaza, símbolos de la vida y de la libertad. Un
niño y un libro, en la plaza de una favela igual a tantas otras, pero que
alguien cruelmente fundó con el nombre de Ciudad de Dios.
Y así fue también el sábado, cuando
Wanderson se despertó en medio de la noche por el intercambio de tiros.
Asustado, trató de cerrar la ventana y otra bala perdida encontró lo que
buscaba: una muerte más, una vida menos. A Wanderson no se sabe quién lo mató.
O sí: lo sabemos todos, porque a Wanderson lo mataron también por la espalda,
sin que se diera cuenta. Las balas perdidas son así: cobardes, traicioneras. A
los pobres siempre los matan por detrás, sin que hayan hecho otra cosa que
comenzar a soñar. O ni siquiera eso. Wanderson tenía 15 años y vivía en el
Morro de la Fe. Esa maldita costumbre que tiene este país de ponerle nombres
sagrados a lugares que parecen el infierno.
Siempre fue así. Como el domingo
pasado, cuando un muchacho que parecía tener 17 años pasaba con su bicicleta
por una calle de la favela de Manguinhos, y comenzaron los tiros. Su cuerpo se
desparramó deshilachado por el asfalto desgastado, su cuerpo destrozado, el
cuerpo sin nombre de una vida lacerada. Fueron los policías, dijeron algunos
silenciosamente. Fueron los traficantes, dijeron otros sigilosamente. Fueron
ambos. Como siempre: ambos, unidos contra la vida de los que no pueden vivir
porque aquí se traba una guerra sin otra ley que la impunidad. A este joven de
17 años, cuyo nombre aún no sabemos, lo mataron por delante y por detrás.
Estorbaba en el tiroteo. O quizás no. Quizás era la razón que daba sentido a
esa ignominiosa y ensordecedora balacera de odio y dolor. Ninguno quería
errarle. Lo único que queda cuando se tirotean policías y traficantes es gente
inocente muerta, familias destrozadas, vidas transformadas en despojos.
Siempre fue así y así fue el viernes,
el sábado y el domingo. Así fue ayer y así será hoy. Así será mañana.
A Thiago, a Wanderson
y a ese chico sin nombre los mataron en Río de Janeiro, cuyo nuevo gobernador
acaba de anunciar que la solución a este desastre humanitario será: “apuntar a
la cabeza y disparar”. Vivían en un país donde se cometen 60 mil homicidios
cada año, casi todos de jóvenes como ellos: negros, pobres, favelados, con
nombre, innominados.
A Thiago y a
Wanderson lo lloraron desconsoladamente sus madres, abrazando sus fotos, la
camisa que más les gustaba, el libro que leían, el futuro que añoraban. Al
chico sin nombre lo llorará su madre cuando sepa que se lo mataron por delante
y por detrás.
Ni la familia de
Thiago ni la de Wanderson tenían dinero para enterrarlos. La del chico sin
nombre tampoco lo tendrá. Siempre fue así. Los pobres se ayudan entre ellos,
hasta para enterrar sus muertos.
Thiago tenía 14 años y murió en los brazos de su madre. Le suplicó que
no dejara que eso ocurriera, que, “por favor, mami”, se lo pidiera a Dios. Y
ella se lo pidió. Pero Dios no la escuchó. Quizás, porque estaba siendo
convencido por Bolsonaro de que la mejor forma de acabar con esta violencia
infame será llenando el país de armas.
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Página 12 7-11-2018
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