19 enero 2022

DEBATE AMBIENTAL: SCALETTA - ADAMOVSKY

 La alianza antiexportadora y el verdadero ecologismo

16 DE ENERO, 2022  EL DESTAPE

La política y la economía local asisten al surgimiento de lo último que necesitaban, una alianza antiexportadora que, con la excusa de un falso ambientalismo, persigue lisa y llanamente la prohibición de las principales actividades productivas con orientación al comercio exterior: desde la agricultura moderna a los hidrocarburos, de la energía nuclear e hidroeléctrica a la minería y pasando por la producción de carne de cerdo y salmones.

Como sucede casi siempre que se oponen razones y creencias, una fracción de esta alianza antiexportadora demostró, en repetidas ocasiones, actitudes muy violentas. Entre las acciones más recientes destacan la quema de dieciséis edificios públicos y de un diario en Chubut, el incendio de las oficinas de una empresa minera en Catamarca, el apedreo al Presidente de la Nación en Lago Puelo y reiteradas amenazas de muerte a legisladores, con escraches y ataques a sus viviendas y familias.

Aunque la sociedad argentina rechaza la violencia, estas acciones directas, generalmente impunes, consiguieron el objetivo perseguido: amedrentar a los oponentes. Se trata de la misma actitud que los militantes de esta alianza impulsan en las redes sociales: el ataque personal y sistemático al que piensa distinto con el objetivo de “cancelarlo” y callarlo, lo que suele ser fácil de lograr con los menos entrenados en la disputa pública.

Aunque la alianza antiexportadora se arrogue representación popular, se trata más bien de minorías intensas y muy ruidosas, una parte de ellas con abundante financiamiento internacional (ONGs europeas, especialmente alemanas, y estadounidenses), que logran fortalecerse frente a la pasividad de quienes deberían oponerse. No es lo mismo que este pensamiento maximalista, dispuesto a la acción directa, provenga de grupos neo trotskistas que se olvidaron de las lecturas de las fuentes teóricas originales, que se expanda al interior del Frente de Todos desde una presunta izquierda del movimiento, lo que constituye la primera gran confusión: el falso ambientalismo no tiene nada de “izquierda” en el sentido tradicional del término, por el contrario, es un pensamiento funcional al imperialismo en tanto consolida de hecho la actual estructura económica. Su instrumento no tiene nada de ambiguo, consiste en oponerse al desarrollo de nuevos sectores productivos dinámicos. A modo de ejemplo, no es lo mismo que el único proveedor de dólares de la economía sea el complejo agroexportador, que sumar nuevos complejos, como el minero o el hidrocarburífero. A modo de ejemplo, es bastante posible que en el mar argentino existan más hidrocarburos que en la cuenca neuquina, una fuente de riqueza y de exportaciones que sería absurdo desdeñar.

Lo que se plantea aquí no es la falsa dicotomía entre ambiente y desarrollo. El verdadero ambientalismo contiene una visión integradora. Su clave no es el antidesarrollo, sino el desarrollo sustentable. El calentamiento global es un hecho que sólo será posible amortiguar. No hay negacionismo posible. Su causa es el crecimiento exponencial de las emisiones de carbono, especialmente desde mediados del siglo pasado. En el presente se lanzan a la atmósfera más de 50 mil millones de toneladas de gases de efecto invernadero por año, número que probablemente diga poco, pero trate de imaginar el lector lo que significa tan solo una tonelada de gas. La razón principal de estas emisiones se encuentra en la quema de combustibles fósiles para la producción de energía. El aumento del consumo de energía es a su vez una función directa de los mayores niveles de bienestar de las poblaciones, es decir una función del desarrollo. Cuanto más desarrollado es un país, mayores son sus emisiones. Argentina, por ejemplo, aporta menos del 1 por ciento (las cifras varían entre el 0,6 y el 0,9 según la fuente) de estas emisiones anuales globales.

Aquí se define como “falsa agenda ecológica” a la que combate actividades que no tienen relación alguna con el problema de las emisiones de carbono, por ejemplo la demonización de la agricultura moderna. Sin embargo, el ecologismo real también es un espacio de debate de ideas. Una de sus corrientes es la del “decrecimiento”. De manera sintética: como más crecimiento es más consumo de energía, lo que debe hacerse es frenar el crecimiento y cambiar los hábitos de consumo, una idea quizá comprensible en naciones satisfechas y desarrolladas, pero estrafalaria en un país donde cuatro de cada diez habitantes son pobres, es decir ya subconsumen en el presente.

Otra corriente, a la que adhiere quien escribe, considera en cambio que el principal objetivo ecológico de mediano plazo es consolidar la “transición energética”, avanzar hacia un uso creciente de energías “limpias”, es decir de energías cuya emisión de gases de efecto invernadero tienda a cero. Las energías del futuro seguramente serán una suma de fuentes renovables y nucleares (las que también avanzan hacia ser renovables), pero en el camino, “en la transición”, también se deberá avanzar en objetivos más modestos, como por ejemplo en el reemplazo del carbón por los hidrocarburos y, dentro de ellos, del petróleo por el gas. Efectivamente, los hidrocarburos que deberán reemplazarse en el futuro están llamados a jugar un rol central en la transición. Luego, las energías limpias necesitan muchos metales, como por ejemplo el cobre y el litio, fundamentales para el desarrollo de la electromovilidad. Para el verdadero ecologismo, entonces, la minería tiene un rol fundamental. Es difícil entender la promoción de energías limpias y que al mismo tiempo se rechace la actividad minera, la que dicho sea de paso es “mega” por definición dado que en el capitalismo avanzado las commodities se producen a escala. La verdaderamente contaminante, en cambio, es la minería de pequeña escala, artesanal, precisamente la que no puede internalizar los costos inherentes al cuidado ambiental. Sí, aunque usted no lo crea tanto el cuidado ambiental como la transición energética energética demandan ingentes recursos económicos y será más asequible para los países ricos que para los pobres. 

La primera síntesis provisoria entonces es que la primera pregunta del debate ecológico es por el aporte de gases de efecto invernadero y la segunda es “cuidado ambiental” versus “prohibición”. La segunda síntesis es que la economía local está llamada a jugar un rol clave en la transición energética a través del aporte de minerales e hidrocarburos. En este marco debe considerarse que si bien Argentina, entre mar y continente, tiene hidrocarburos para varios siglos, deberá “extraerlos” todos lo más rápido posible, es decir en las próximas décadas, pues cuando se complete la transición energética estos recursos perderán su valor.

Luego está la economía política del problema, la que supone un análisis muchísimo más complejo en tanto demanda mirar hacia el interior de la alianza antiexportadora, su composición social y su potencial dinámica. La existencia misma de esta alianza señala que lecturas tradicionales como las del “péndulo argentino” probablemente ya no describan la realidad local.

Acerquemos la lupa, aunque sólo a modo de introducción para la tarea más amplia de la construcción social de la nueva lectura. La visión del péndulo decía, en muy pocas palabras, que existía un problema de consolidación de hegemonía entre dos grandes fuerzas: un sector “nacional y popular”, con visión desarrollista, y un sector neoliberal aperturista. El crecimiento de la alianza antiexportadora -que excede a las fuerzas de choque del falso ambientalismo-- habla en cambio de una nueva hegemonía neoliberal que, al neoliberalismo tradicional, suma al grueso de la izquierda, otrora marxista, y a buena parte de ese heterogéneo colectivo de sectores medios urbanos denominado “progresismo”. Todos estos sectores confluyen en dos grandes imaginarios básicos. El primero es la creencia de que el Estado carece del poder y la eficiencia para controlar cualquier actividad, una idea que notablemente convive con la demanda de que ese mismo Estado se haga cargo de todo aquello que funciona mal, y el segundo es el posmaterialismo, la escisión entre consumo y producción. Por ejemplo, se consumen hidrocarburos, pero se rechaza su extracción, se consumen productos de la minería, pero se rechaza la actividad minera, se consumen productos que demandan dólares, pero se sostiene que generar dólares no es importante “porque se los fugan” o son “para pagarle al FMI”. Se propone redistribuir, pero se rechaza aumentar la producción. La confusión es tan grande como la mezcla de conceptos. El problema de fondo es que la nueva coalición “liberal progresita” adquirió poder de veto sobre las actividades económicas, una situación que podría afectar al conjunto de la economía.

Licenciado en Ecoomía (UBA). Autor de “La recaída neoliberal” (Capital Intelectual, 2017). 

 El (no) debate ambiental

Por Ezequiel Adamovsky


Exploración petrolera en el mar Télam

9 de enero de 2022 Diarioar

La salmonicultura en Tierra del Fuego, la megaminería en Chubut, ahora perforaciones petroleras en la costa Atlántica: el debate sobre la relación entre actividades productivas y ambiente se repite y todo indica que continuará agitando aguas. La discusión, sin embargo, no avanza. 

Las comunidades locales y quienes están preocupados por los efectos de actividades potencialmente contaminantes elevan sus voces de alarma. Del otro lado responden con un repertorio reiterativo de descalificaciones y vaguedades: que no hay nada de qué preocuparse, que los “ambientalistas” son paranoicos (o peor, “ecolocos”, “ludistas”) y no quieren el desarrollo, que no entienden que la vida requiere materias primas y que la Argentina necesita los dólares. Siempre lo mismo. Todo genérico: los mismos argumentos valen para todos y cada uno de los emprendimientos que proponen. 

Con el mundo avanzando a una catástrofe ecológica y con la cantidad y variedad de desastres grandes y pequeños que vemos en nuestro país –reiterados derrames de algunas minas, vertederos tóxicos en Vaca Muerta, contaminación industrial en Trelew, etc.– es sencillamente de mala fe descalificar a quienes se preocupan. Tenemos todo el derecho del mundo a estar preocupados. ¿Quizás en algunos casos no haya justificación? Puede ser. Pero la carga de la prueba está del lado de los empresarios: no somos los ciudadanos lo que tenemos que demostrar que nuestras alarmas son justificadas, es la gente de negocios (y los políticos que los apoyan) la que tiene que suministrar toda la información requerida antes de iniciar un nuevo emprendimiento. Toda. Y la realidad es que no lo están haciendo. 

Imposible que el debate avance con industrias enteras que sencillamente se niegan a admitir que sus actividades causan daño. “No pasa nada: es minería sustentable”. La propia expresión ya parte de un engaño: por definición, la megaminería no es sustentable. Siempre agota recursos. Siempre causa efectos. Es obligación de los empresarios reconocerlo, cuantificar los costos ambientales y sanitarios que genera y permitirnos decidir si los beneficios que nos traerían a todos (y no solo a ellos) la vuelven conveniente. Un simple cálculo costo-beneficio. En lugar de eso, tapan el problema con un eslogan bonito y demonizando a los demás.

“No pasa nada: se puede perforar en el mar sin riesgos”. Otra falacia. No es obligación que sucedan, pero cientos de accidentes petroleros en todo el mundo prueban que riesgos hay. Los hay. De nuevo en este caso: los empresarios deben admitir esos riesgos, calcular seriamente su probabilidad, mostrar qué previsiones han tomado para enfrentar los accidentes si suceden y explicar claramente cómo pagarían sus costos. Pero no hacen nada de eso: niegan el problema y acusan a los demás de paranoia. Las evaluaciones de impacto ambiental las hacen las propias empresas con consultoras que siempre dictaminan que no habrá ninguno. Imposible tomarlas en serio.

“Todo se resuelve con responsabilidad empresaria y un adecuado control estatal”. ¿En serio? Hace 23 años un tremendo accidente petrolero contaminó las costas de Magdalena. Todavía hoy hay secuelas en la zona. La empresa Shell, que no se hacía cargo, debió ser llevada a juicio por el municipio. Y ni siquiera así pagó jamás las reparaciones que ella misma prometió para poner fin a la demanda. El Estado no quiso o no pudo obligarla. ¿No debería el Estado mostrar su capacidad regulatoria en este caso, antes de prometer capacidades regulatorias a futuro? En Ecuador, Chevrón contaminó 500.000 hectáreas. Fue sometida a juicio y perdió en todas las instancias, pero, en lugar de pagar las reparaciones a que fue condenada, sencillamente se mandó a mudar. Se llevó sus ganancias y les dejó a los ecuatorianos tierra arrasada. ¿De verdad nos piden que nos tranquilicemos con vagas promesas de responsabilidad empresarial y control estatal? El Estado argentino es muy eficiente en la regulación de muchas actividades, pero específicamente en el control ambiental no ha podido o no ha querido hacer demasiado. La deforestación continúa a ritmos alarmantes. Los accidentes mineros y petroleros se acumulan como si nada. Cada año los productores agropecuarios incendian los mismos campos frente a Rosario, sin consecuencias. En 2008 la Corte Suprema debió emplazar al Estado a que se ocupe del Riachuelo, vertedero de desechos tóxicos desde hace 200 años ante la inacción estatal. Pasados 13 años, los avances han sido pocos. Ejemplos hay miles. No pueden pedirnos que confiemos en controles estatales que hasta ahora son más bien imaginarios o muy insuficientes. 

“Pero necesitamos los dólares”. Todos de acuerdo con eso. Pero demuestren que esos dólares son reales, que se quedan en el país, que compensan las inversiones y subsidios estatales que demandan y que superan los costos de controlar y reparar los efectos ambientales y sanitarios que traigan. Necesitamos la cuenta completa, no solo de la ganancia empresaria y el ingreso de divisas de corto plazo. Toda. Y no solo la cuenta de los dólares que llegarán: a veces hay que demostrar también que esos dólares no ahuyentan otros que ya están llegando. Lo sabe la industria frutícola del Alto Valle, que también exporta y trae dólares y que hoy ve el valor de su producción amenazado por la proximidad del fracking. Puede que la cuenta de dólares (y puestos de trabajo) petroleros vs. dólares (y puestos de trabajo) frutícolas dé bien, pero también puede dar mal. En todo caso, necesitamos hacerla para saber si nos conviene. Y de nuevo, en este caso, nos piden que avalemos todo a ciegas. A todo que sí, siempre, en cualquier lugar.

Y finalmente está la cuestión de la responsabilidad futura. La cuenta puede dar bien en el corto plazo, pero mal en el mediano o largo. Puede que una actividad nos beneficie como sociedad, pero sólo porque traslada los costos hacia las generaciones futuras. La responsabilidad intergeneracional también es una dimensión a tener en cuenta. Y también tenemos el derecho a tomarla en consideración antes de aprobar una inversión. Porque, además, imaginemos que no hubiese un problema ambiental, que pudiésemos invertir en miles de nuevos pozos petroleros y minas perfectamente limpios, que no contaminen en absoluto, y extraer y exportar en los próximos veinte años la totalidad del petróleo y los minerales que quedan en el subsuelo. Sería genial en términos de los dólares que necesitamos. Pero ¿tenemos derecho a consumirnos lo más rápido posible todos los recursos no renovables que quedan para asegurar nuestro bienestar presente y privar de todo a las generaciones futuras? No usamos esa lógica depredadora en nuestras vidas privadas: cuando los adultos toman decisiones de consumo, lo habitual es que balanceen sus propios deseos de bienestar presente con la previsión de asegurarse un bienestar también en la vejez y con el imperativo de dejar algo a los hijos, si los tienen. Quizás queramos no consumirnos todo el petróleo que queda lo más rápido posible, como indica la lógica empresarial, sino a un ritmo algo menor. ¿Alguien nos preguntó?  

En este (no) debate, la razonabilidad, por el momento, está del lado de quienes demandamos poder hacer un cálculo costo-beneficio realista y decidir, sobre la base de ese cálculo racional, qué actividades nos convienen como sociedad y cuáles no

En este (no) debate, la razonabilidad, por el momento, está del lado de quienes demandamos, simplemente, poder hacer un cálculo costo-beneficio realista y decidir, sobre la base de ese cálculo racional, qué actividades nos convienen como sociedad y cuáles no, con qué tecnología las queremos y qué tipo de garantías legales y controles estatales necesitamos tener en pie antes de poder autorizarlas. Del otro lado, el desarrollismo bobo nos exige decir siempre sí a todo, dar la bienvenida a cualquier inversión por un mero acto de fe, por la mera creencia de que todas y cada una de las minas, pozos, perforaciones y actividades que se les antoje hacer van a traer mágicamente “desarrollo” y redundar en beneficio de todos. Extraer lo que sea, como sea, donde sea, para que lleguen dólares. Como si no hubiese un mañana.

El desastre ambiental es un hecho: está aquí y va a empeorar a menos que cambiemos drásticamente el modo en que producimos. El “desarrollo”, por el contrario, es apenas una promesa. Que además nunca llega. Quienes tienen que presentar alternativas son los que nos piden ignorar un hecho real y gravísimo en nombre de una promesa. Todos queremos producción y dólares: expliquen cómo lo quieren hacer sin agravar todavía más la situación. Si lo que se quiere es avanzar en el debate, pongan todas las cartas sobre la mesa. Lo que nos convenga lo aceptaremos ¿qué duda cabe? Pero necesitamos debatir estimando costos y beneficios. Que eso es un debate racional, después de todo. 

Que nos hablen de beneficios (inflados e irreales) y escamoteen tanto los costos, que les cueste tanto aceptar que tenemos el derecho de decidir lo que más nos conviene, es índice de que, quizás, lo que nos proponen no sea tan beneficioso como dicen.

EA

 

1 comentario:

  1. Adamovsky es muy iluso si cree que con un estudio de costo-beneficio bien hecho va a convencer a los que están de su lado. Lo propone como un posible camino a recorrer y unas líneas debajo de eso empieza a poner condiciones incumplibles. Sin contar con la ingenuidad de que un estudio "serio" vaya a cambiar su opinión. Estoy en trato permanente con políticos y lo último que esperaría es cambiarles la opinión con un estudio, por más innegables que sean sus conclusiones. Esto creo que ya deberíamos saber que no va a suceder.

    De paso, poner como fuente del derrame en San Juan al abogado Enrique Viale (lean la declaración) es demasiado.

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