Por Hernán Invernizzi
20 de diciembre de 2021 Página 12
Aquel 3 de diciembre de 1983 por la mañana, Eva Giberti llegó a la cárcel de Rawson todavía conmovida por el reciente encuentro con un amigo de su hijo. En diez años de concurrir a diferentes cárceles nunca le había pasado algo semejante: venía de tomar el desayuno con Hugo Soriani, que hasta la noche anterior era un preso político de la dictadura militar.
Era un día soleado. Eva Giberti ve que su hijo avanza hacia ella alegre y feliz, como quien concurre a una fiesta. Como la dictadura está en retirada les permiten abrazarse –no como antes, cuando debían verse a través de un vidrio blindado–. Mientras la abraza su hijo le anuncia que Hugo había salido en libertad. Anoche mismo salió en libertad. Pero ella frena su entusiasmo y le aclara: “Nene… ¡recién desayuné con él!”. Hernán Invernizzi queda pasmado, aturdido: “¡Me estás cargando!”.
Todavía me dice “nene”. Ella tiene 92 años y yo ya podría ser abuelo, pero todavía me dice “nene”.
Aquella mañana de hace 38 años todavía no sabíamos cuántos compañeros habían salido en libertad. Los presos políticos de Rawson estábamos distribuidos en varios pabellones y todavía no habíamos armado la lista de liberados. En cada pabellón se vivió una fiesta. Cada vez que el guardia gris vociferaba un apellido desde la puerta, estallábamos de alegría. Un verdadero descontrol que nuestros guardianes, esta vez, no se atrevieron a reprimir. Las cosas ya no eran como antes, vivíamos la transición entre la ferocidad represiva de la dictadura y las nuevas condiciones del inminente gobierno constitucional.
Durante la visita mamá me aclaró que los liberados el día anterior eran alrededor de 40. La estrategia de la dictadura parecía obvia: a lo largo de todo el país otorgaba la libertad de presos políticos cuya situación legal era escandalosamente ilegítima y le dejaba a Alfonsín otro paquete de cientos de presos políticos para condicionar a su gobierno. Yo estaba en ese segundo paquete y no tenía expectativas personales de salir en libertad. Todos sabíamos que mi caso sería especialmente difícil.
Mamá y yo dábamos vueltas por el patio adoquinado, y no podía parar de reírme mientras ella me contaba el look anacrónico de mi amigo, vestido con ropas ajadas de los ‘70 y sus esfuerzos para disimular el terremoto hepático que le provocó el primer desayuno en libertad. Una vez de regreso al pabellón le conté a los compañeros que Hugo había desayunado una desopilante combinación de medias lunas con ginebra y nos reímos largamente en su homenaje. Aquellos días eran así, después de tanto horror empezábamos a reírnos con facilidad. Todavía nos reímos fácil.
Pocas semanas después el gobierno radical dispuso nuestro traslado a Buenos Aires. Cientos de presos políticos remanentes de la dictadura fuimos a parar a la cárcel de Villa Devoto. Mamá ya no tenía que viajar 1500 kilómetros para ver a su hijo.
Hugo Soriani salió en libertad el 3 de diciembre de 1983. Después de diez años de encierro y con apenas 45 días en libertad, volvió a entrar a una cárcel. Pero volvió como visita. A mediados o fines de enero del 84 los hombres grises vociferaron varios apellidos, un pequeño grupo de presos políticos bajamos a otro patio empedrado, y un par de minutos después apareció Hugo con su abrazo de siempre. Durante los dos años siguientes volvió varias veces a Villa Devoto para visitar a sus compañeros que seguían presos.
En conmovedores textos publicados en estas mismas páginas, él ya se ocupó de hacer púbico que nos conocimos a los 14 o 15 años jugando al fútbol en el mismo equipo. Nos divertíamos muchísimo y a veces ganábamos. Hasta que en septiembre de 1973, mientras cumplía con el servicio militar obligatorio, me detuvieron durante el asalto a un cuartel. La Justicia Militar me condenó a “reclusión por tiempo indeterminado”, lo cual significa que el reo puede solicitar la libertad a los 20 años de cárcel; los jueces militares pueden otorgarla, o no.
Un año después lo detuvieron a Hugo mientras hacía el servicio militar. No se trata de una licencia literaria: de verdad lo metieron preso mientras hacía la colimba. Es más, algunos de sus torturadores también fueron mis torturadores.
A fines de 1974 él también fue a parar a la cárcel militar de Magdalena. Durante el abrazo del reencuentro, casi serio, me dijo: “Como vos no te podés arreglar solo, te vine a dar una mano…”. Siempre tuvo esa inclinación al toque humorístico en los momentos dramáticos. Es el acompañante ideal para un velorio.
Hasta que en 1986 pude salir yo. El compromiso de los organismos de Derechos Humanos y de algunas fuerzas políticas crearon las condiciones para que el senador radical Antonio Nápoli impulsara la Ley 23.070, por la cual se computaron doble los días de cárcel cumplidos durante la dictadura. Ya llevaba 12 años y 7 meses de cárcel efectiva, que con el nuevo cómputo sumaban más de 20 años nominales. Solicité mi libertad pero la justicia militar se negó. Presenté mi apelación y la misma Cámara que juzgó a las Juntas Militares convocó a una audiencia pública para tratar mi caso. El solemne salón judicial estaba repleto y dispusieron mi libertad en ese mismo momento.
Aquella mañana de 1986 allí estaba, otra vez, Hugo Soriani. En vez de atropellar para darme el primer abrazo, esperó a que me estrechara entre los brazos de mi madre y de mi hermana Vita. Entonces, mientras me abrazaba, y otra vez casi serio, me reprochó: “Che, Flaco, ¡por culpa tuya estoy faltando a un final de la facultad!”.
Ahí entendí que debía organizar mejor ese asunto de mi libertad.
* Este texto es la continuación de las notas de Hugo Soriani "La libertad" y "El regreso a casa", publicadas el 8 y 12 de diciembre, y de la nota de Eva Giberti "La libertad de aquella noche", publicada el 15 de diciembre.
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