La libertad de aquella noche
Por Eva Giberti
15 de diciembre de 2021 Página 12
La cárcel de Rawson
Aquella noche del 3 de diciembre de 1983, bajo el cielo estrellado de la ciudad de Rawson, en la Patagonia, un grupo de cuarenta presos políticos recién liberados deambulaba por las calles sin saber a dónde ir.
De pronto, Hugo Soriani recordó que la madre de otro preso político estaba en la ciudad. Encabezados por él, cuatro de ellos se separaron del grupo y caminaron hacia el hotel en el que calcularon que debía estar Eva Giberti, presente en la ciudad patagónica porque le tocaba visita…
Efectivamente me tocaba visitar a mi hijo Hernán Invernizzi, otro de los presos políticos de la cárcel de Rawson. Hugo y Hernán habían compartido el mismo pabellón durante varios años en distintas cárceles y eran amigos desde la adolescencia, cuando se conocieron jugando al fútbol en Gimnasia y Esgrima.
Además nos conocíamos sus madres. Mayrú Soriani y yo viajábamos juntas para visitar a nuestros hijos a la cárcel militar de Magdalena, después a Caseros – la que fue demolida - y por fin desembocamos en la sombría prisión de Rawson. Junto a otras madres, abuelas o hermanas enfrentamos la prepotencia y los malos tratos de gendarmes y guardia cárceles.
Tal como Hugo había calculado, yo estaba en ese hotel de Rawson aquella noche del 3 de diciembre, sola, encerrada en mi habitación desde temprano, tratando de ignorar el bullicio que parecía provenir de algún festejo. Después supe que se trataba de un casamiento. Las noche previas a las visitas, que nos tocaban muy de vez en cuando, las madres de los presos políticos preferíamos no salir del hotel y resguardanos en su interior. A pesar de la solidaridad de los habitantes de la ciudad con los familiares de los “políticos”, cualquier detalle “fuera de lo común” podía desatar la intervención policial para entorpecer la visita de quienes habíamos llegado hasta allí provenientes de Buenos Aires y diversas provincias del interior de nuestro país.
Los familiares éramos sospechosos para las fuerzas policiales del lugar – que controlaban todos nuestros movimientos -- porque la visita a los presos carecía de toda ingenuidad. Sabían que éramos luchadoras, frontales, y el contacto con nosotras evidentemente no les gustaba. Era mutuo. Nosotras también preferíamos evitarlos.
Hugo Soriani ingresó al hotel y solicitó la presencia de Eva Giberti. Había que verlo… pálido con esa palidez peculiar de los presidios, con ropa antigua, arrugada y mugrosa, aunque incomparablemente mejor que ese uniforme azul con el cual lo veía en el patio de la cárcel junto a su mamá o su papá, mientras yo visitaba a mi hijo, también él con un uniforme que le quedaba chico de un lado y enorme del otro. Aquella noche Hugo estaba exultante pero tranquilo, de modo que sólo sorprendió a quien lo recibía.
En mi habitación y en la madrugada escuché sonar la campanilla del teléfono. Eran las seis de la mañana. Tuve un sobresalto y atendí; la voz del conserje musitó algo incomprensible. Sólo rescaté la palabra cárcel. Me puse de pie como pude y tal como estaba, en camisón, me asomé por la puerta del primer piso que daba al pasillo donde empezaba la escalera. Desde allí pude ver, en la planta baja, a Hugo con los brazos abierto para el abrazo que dura hasta hoy, enorme, perdurable, y que hoy compartimos en Página/12.
Ya no recuerdo qué nos dijimos… apenas que atiné a comentarle ¡¡“Estás en libertad!!”, lo cual era absolutamente idiota por su obviedad. Era cierto. Después de diez años de cárcel, Hugo estaba en el recibidor del hotel con tres de sus compañeros.
Todavía en camisón, yo no estaba en situación de hacer sociales – así que terminamos con los abrazos y las lágrimas y subí a cambiarme y vestirme como una señora. Hecho eso, había que desayunar.
¿Qué puede querer un recién liberado después de diez años de cárcel?
Yo no podía adivinar y solicité mi café con leche. Ante mi escucha azorada, Hugo solicitó una ginebra con dos medialunas. El mozo lo miró estupefacto, pero atendió el pedido con indiferencia profesional y volvió a la mesa con una bandeja propia de una comedia italiana.
¿Ginebra después de diez años de no probar alcohol, en aquella asombrosa mañana del 83?
Por cierto, la ginebra obligó a que Hugo solicitase café negro y una aspirina, mientras controlaba con increíble eficacia el mareo y la descompostura.
Después de este encuentro que ambos consideramos histórico, los ex presos políticos recién liberados por la dictadura continuaron su camino. Soriani a comunicarse con su familia y yo de vuelta a la cárcel para visitar a mi hijo.
Tres semanas después trasladaron a los presos políticos desde la cárcel de Rawson a Buenos Aires. Entre sus andanzas en liberad, Hugo ocupó parte de su tiempo en visitar a Hernán a la cárcel de Villa Devoto, hasta que por fin una ley impulsada por el senador Antonio Napoli, por la cual un año de cárcel en dictadura militar equivalía a dos, permitió que recobrara la libertad en 1986.
Para dos personas aquella noche de diciembre del 83 fue inolvidable. Casi cuarenta años después, los mismos nos seguimos abrazando con el entrañable cariño emocionado de aquella madrugada, después de haber hecho vidas distintas que se cruzan, se encuentran y se evocan en la voz de este diario que no olvida a los presos políticos de la dictadura.
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