VIERNES
27 DE SEPTIEMBRE DE 2019 DIARIO
REGISTRADO
POR PEDRO PATZER
Pedro Patzer estudió letras en la UBA. Guionista recibido en el Iser,
dicta allí clases de guión de radio. En la folklórica, de Radio Nacional se
desempeña como guionista (contenidos) desde 2003. distinguido con el 3º premio
nacional 2014 (rubro guión radio y tv) con el galardón Santa Clara de Asís y
con siete premios Argentores por escritura en radio.
a Cristian Vitale
Bajo la sombra que daba
el galpón, Cristian, de cuatro años, se sentaba cada tarde en el patio a
escuchar el mismo relato de su abuela, que mientras desgajaba una mandarina, le
contaba cómo los aviones oscurecieron el cielo de Buenos Aires y bombardearon
la plaza. Será por eso que a Cristian siempre el sabor de la mandarina le
pareció amargo. y que mientras sus amigos hallaban en las nubes rostros que
cambiaban de formas, él sólo esperaba que detrás de aquellas no aparecieran los
aviones que en un segundo todo lo anochecen.
Cuando pasó el tiempo de
las mandarinas, y Cristian alcanzó la edad del café, su abuela le confesó la
historia de su hermano - su tío abuelo - que había sido condenado a ser
fusilado, un año después del bombardeo a la plaza. Y sin embargo, minutos antes
de ser llevado al improvisado pelotón de fusilamiento, el comisario que estaba
a cargo de aquella carnicería, reconoció a aquel hombre. O mejor dicho, aquel
niño que había quedado varado en ese hombre, al que le habían ordenado fusilar.
Era el pibe con el que jugaba a la pelota en el barrio. Por un segundo el
comisario pudo haber pensado en alguna forma de magia, que consiguiera liberar
a ese niño de ese hombre sentenciado a muerte. Pero el comisario no era de
pensar, y mucho menos asuntos metafísicos como ésos. Él sólo obedecía órdenes,
y a ningún superior se le hubiera ocurrido impartir una orden que tuviera que
ver con la magia. De todas formas, el comisario, sintió que el pibe que también
había sido él, de alguna manera estaba asfixiándose en el calabozo de sí mismo.
Y el que tenía que matar, había sido también con el que por primera vez había
probado un cigarrillo. Fatalmente, buscó su paquete, sacó dos cigarrillos y le
dijo a un oficial que llevaran a su despacho al sentenciado. Minutos más
tardes, los dos fumaban en una oficina donde San Martín los espiaba desde un
dolor amarillo.
No se animaron a hacer
arcos con sus ropas. Se llamaron como los pibes se nombran, ninguno mencionó
los nombres que los años les fueron poniendo. Ahí sólo eran dos jugadores.
Cuando terminaron de fumar, el comisario le advirtió que la puerta de su
despacho daba la calle y estaba abierta. Que él iba a verificar los últimos
detalles del fusilamiento y que se iba a demorar varios minutos. Esos dos niños
que fueron, jamás se habían abrazado, no lo iban a hacer aquella mañana en la
que estaban disfrazados con el ropaje del mundo, y que estaban jugando juegos
en los que nadie gana.
Cristian le pidió muchas
veces a su tío abuelo que le contara la historia. Por alguna razón, el vino con
soda siempre le recordó a aquel suceso en el que ni el comisario, ni el tío
habían bebido.
Años más tarde, Cristian
escribió un libro llamado “San Martín, Rosas y Perón”, en el que no menciona a
su abuela, ni a su tío abuelo. Sin embargo nos enseña que cuando creemos que
todo está perdido, siempre hay un niño o una niña escuchando, y que años más
tarde ese niño o esa niña, harán con eso una canción, un camino o un libro
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