19 de Abril de 2020 TIEMPO ARGENTINO
En 1882 el
dramaturgo noruego Henrik Ibsen publicaba Un enemigo del pueblo, obra teatral
que se estrenaría en enero de 1883 en el ChristianiaTheater de Oslo. Si alguien
la leyera o la viera representada hoy, 137 años después de su estreno, sin
conocer estos datos, pensaría que fue escrita en estos días, al calor de la
pandemia de coronavirus que, aun ante la evidencia de los más de 2000 muertos
que se ha cobrado en Brasil, su presidente, Jair Bolsonaro, se empeña en seguir
negando y Donald Trump aceptó a regañadientes y de manera tardía, lo que
produjo consecuencias catastróficas.
Visionario o, tal
vez, profundo conocedor de las miserias humanas que suele engendrar el
capitalismo, Ibsen puso en escena al doctor Tomás Stokmann, un médico honesto
hasta la ingenuidad, convencido de que la verdad es capaz de imponerse por sí
misma en cualquier circunstancia. Su hermano mayor, Pedro, es el alcalde del
pueblo costero del sur de Noruega donde viven y también es el presidente de la
Sociedad del Balneario, el gran atractivo turístico que, construido hace unos
pocos años, es la mayor fuente de ingresos de la comunidad. Los forasteros
acuden a él en busca de descanso y también de la curación de sus supuestas
aguas benéficas. Pero las aguas, tal como lo sospecha el médico, no solo no son
benéficas, sino que constituyen una fuente de contaminación que enferma a
pobladores y turistas.
Con la
responsabilidad que implica ser el médico del balneario, Tomás manda a analizar
una muestra del agua y los resultados confirman sus sospechas. Confiado en que
el directordel diario local, La voz del pueblo, que se presenta a sí mismo como
un “librepensador”,
publicará la
noticia, escribe un artículo para comunicar al pueblo y sus autoridades su
descubrimiento. Su propuesta es tirar abajo lo construido y volver a levantarlo
de la manera adecuada para evitar la contaminación.
En el momento mismo
en que decide hacer público su conocimiento comienza su calvario y el de su
familia y se convierte en el enemigo del pueblo. Le cuesta entender que existen
verdades que nadie quiere escuchar. “Pues he aquí la verdad -le dice a su
hermano alcalde y a quienes lo rodean-. El balneario es un sepulcro blanqueado,
así como suena. Créanme. Las aguas son peligrosísimas para la salud. Todas las
inmundicias del valle y de los molinos van a parar a las cañerías, envenenan el
líquido, y tanta porquería desemboca en el mar, en la playa.”
“¿Quizá no es
obligación de todo ciudadano dar a conocer al pueblo las ideas nuevas?”,
argumenta ante su hermano, a lo que este responde: “¡Bah! El pueblo no necesita
ideas nuevas. El pueblo está mejor servido con las ideas viejas y buenas que le
son familiares.”
Hasta su propia
mujer, Catalina, acorralada por las presiones, le pide que no haga público lo
que sabe porque eso significará el hambre para sus hijos. “Pero yo tengo la
razón”, dice Tomás. A lo que su mujer responde de manera lapidaria: “¿Y de qué
te sirve la razón si no tienes el poder?”. Más tarde, Catalina cambiará su
actitud y decidirá apoyarlo. Lo que Tomás llama “la prensa libre”, el periódico
La voz del pueblo, cederá ante los sobornos del poder y lo traicionará
poniéndose en su contra. Será despedido de su puesto de médico del balneario.
También su hija mayor, Petra, perderá su puesto de maestra y los compañeros de
clase de sus hijos menores y la dirección de la escuela a la que asisten desplegarán
su rechazo ante las ideas subversivas del médico. El dueño de la casa que
alquila lo echará a la calle. Hasta los trabajadores del pueblo apedrearán la
casa destrozando sus ventanas. Cualquier parecido con la realidad actual no
parece mera coincidencia.
Por eso, sería
bueno sumar a las múltiples actividades que se proponen para la cuarentena dar
por televisión algunas de las
numerosas versiones
que se hicieron en la Argentina de la obra de Ibsen. Pero, la idea, por
supuesto, encontraría alguna resistencia
Seguramente se
negaría a pasarla por el canal de cable desde el que emite su programa el
periodista que alguna vez supo volar por la cornisa (aunque sin una golondrina
en el motor), ya que no se cansa de repetir que la cuarentena lo tiene
“podrido”. Todo hace suponer, sin embargo, que su estado de putrefacción es muy
anterior a la cuarentena, lo mismo que el de su columnista estrella, un
psicólogo-escritor que hasta hace poco les proponía a los televidentes
llevarlos en su sidecar, aunque no se sabía bien a dónde. Afortunadamente,
fueron muy pocos los que aceptaron su invitación sospechando que el punto de
destino era el mismo al que el macrismo llevó al país: el precipicio.
Tampoco estarían
dispuestos a pasar en sus programas la obra de Ibsen el resto de sus colegas
que aseguran ser “La Voz del Pueblo”. Los ejércitos de trolls no la subirían a
Twitter argumentando un exceso de caracteres y algún gobernador norteño sería
capaz de resucitar al propio Ibsen para subirlo a un micro y mandarlo a la
Ciudad de Buenos Aires. Hasta es posible que los cacerolos, que viven en una
burbuja y no se enteran de nada, acusaran a Ibsen de haber hecho un pacto
siniestro con Cristina Fernández y un grupo de cubanos para esparcir el virus y
arrebatarle el poder a Donald Trump.
Por su parte,
Patricia Bullrich lo demandaría por liderar un cartel de autores teatrales que
trafican droga escondida en los telones y en los objetos de utilería. Algunos
consorcios le pedirían a Ibsen que desaloje a Tomás Stockmann de su
departamento porque su condición de médico pone en peligro la salud de los
vecinos, pero a las 9 de la noche en punto sus integrantes saldrían al balcón
para aplaudir a todo el personal sanitario, al que vive, claro, fuera del
edificio en que ellos habitan.
Macri aseguraría
que hay algo más peligroso que el coronvirus y es el teatro populista de Ibsen.
Marcos Peña, deseoso de que un noruego conozca las bondades de la carne
argentina, le donaría un kilo de asado al que previamente le haría quitar el
moho con lavandina a un empleado de La Anónima. Desde otro sector de la
gastronomía
política Hernán
Lombardi trataría de convencerlo de que los empleados públicos son todos
ñoquis, razón por la cual es justo que el personaje del alcalde haya echadoa su
hermano, el doctor Tomás Stockmann, de su cargo de médico del balneario.
Un grupo de
millonarios encabezado por Paolo Rocca trataría de averiguar si en Noruega
alguna vez han intentado imponer de manera dictatorial un impuesto a la riqueza
porque, de no ser así, a pesar del frío y las dificultades del idioma,
convendría trasladar sus negocios e invertir en esas latitudes. Quizá sería
acertado que las mayores fortunas del país viajaran todas juntas hacía allí en
un avión privado burlando la cuarentena, porque ya se sabe que los millonarios,
unidos, jamás serán vencidos. Por otra parte, las diferencias entre Noruega y
Argentina no pueden ser tan grandes. Allá el enemigo del pueblo se llama Tomás
Stockmann. Acá, se llama Alberto Fernández.
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