20 junio 2018

Mi padre, un hombre bueno*

Domingo curioso éste, en el que redacto esta nota pensando en mi viejo, que fue socialista y lector de La Vanguardia y La Nación, laburador como un buey y honrado sin fisuras que empezó de pinche en barcos y panaderías y en los años 50 llegó a tener una panificadora industrial, pero terminó arruinado gracias a la dictadura que él también llamó “Libertadora” y a la que apoyó sin ver lo que se le venía. 
Nacido en Ramos Mejía en una familia de inmigrantes abruzzeses muy pobres, con diez hijas mujeres, a él, único varón, a los 13 años lo mandaron a navegar como grumete en los barcos que subían el Paraná hasta Asunción, para que no comiera en casa. 
Años después, un día se bajó en Barranqueras, se conchabó en una panadería, hizo venir a mi madre desde Buenos Aires y se hizo chaqueño para siempre. 
Silencioso y discreto, ateo como una piedra, quizás porque venía tan de abajo fue seguidor de Alfredo Palacios y el ideario socialista. Y con los años se convirtió en un típico provinciano progre, pero visceralmente antiperonista.
 Jugador de truco y de escoba del 15, gozaba de unánime respeto en el Bar La Estrella, que era el centro político del Chaco porque en diferentes mesas se reunían radicales, peronistas, socialistas, conservadores y comunistas, todos tratándose de usted de mesa a mesa.

Hacia el año 54 había progresado mucho y era miembro de asociaciones económicas tan enfermas de antiperonismo como él. Pero en las que no encontró solidaridad ni apoyos cuando se le vino la noche de las deudas con el Plan Prebisch que impusieron Aramburu y Rojas, y que es quizás el verdadero comienzo del calvario económico argentino de los últimos 60 años. 
Papá jamás dejó de condenar al peronismo, porque detestaba todo culto a la personalidad y ésa fue, lamentablemente, una de las peores características epocales del gobierno iniciado en 1946. Pero tanto se encegueció mi viejo –igual que muchos “contreras”– que no vio que las políticas industrialistas, las legislaciones laborales y el ascenso social, educativo y sanitario del pobrerío también lo beneficiaban a él, su familia y su panadería. 
Durante el peronismo no dejó de progresar honradamente. Su familia (mi madre, mi hermana y yo) llegó a ser parte de la clase media emergente de aquellos años de crecimiento incesante y él pudo comprar un Ford 40 de segunda mano, estuvo a punto de tener casa propia con un crédito del Banco Hipotecario y hasta se hizo socio del Club Social. Su pequeña panadería devino fábrica donde hoy está el Carrefour, a tres cuadras del río Negro, y dado el crecimiento incesante compró dos furgones de reparto para abastecer de panes y galletitas a todo el Chaco, Formosa y el norte de Santa Fe. Y todo con ocho o nueve empleados fieles y laburadores a los que había enseñado las artes de la masa y el horno. Pero con quienes se peleó el día en que ellos colgaron un retrato de Evita y él casi se infarta: “Aquí la Eva no entra”, bramó, y desde entonces se empiojó, argentinamente, la relación.
 Papá jamás conspiró porque su vida toda eran la familia, el trabajo, leer los diarios y el truco con los amigos. Pero el 16 de junio del 55 me buscó en la escuela y en guardapolvo blanco, nomás, me llevó a una marcha en la que se agitaban banderitas uruguayas. Fue un acto numeroso, lleno de gente que todos sabían que hasta el día anterior daban la vida por Perón, y en la que hablaron señores de traje y corbata y todos los ricos del pueblo, celebrando esa “revolución” cuyo símbolo era que la calle principal, llamada Eva Perón, se rebautizaba República Oriental del Uruguay mientras otros encorbatados destrozaban bustos a martillazos.
Obvio que me acordé mucho de él en estos últimos dos años y pico, desde que se apoderaron de la Argentina los mismos miserables a los que, cuando yo era chiquito, mi papá siempre apoyó. Claro que siempre es un decir, porque mi pobre padre se murió poco después, cuando Frondizi aumentó la nafta de 2 pesos a 6 y pareció que el mundo se venía abajo. Y a él se le vino nomás: en dos años se encontró fundido, endeudado, sin créditos ni resto, y perdió todo, nunca tuvimos casa propia, y un tumor cerebral se lo llevó después de un año y medio en estado vegetativo. 
Papá murió antes de cumplir los 50 años y con él se llevó también el amor y las últimas ilusiones de mi vieja, que empezó a morirse de llanto, vergüenza y dolor cuando nos cortaron la luz y el teléfono por falta de pago. Ella falleció tiempo después.
Mi papá fue un hombre bueno como los panes que hacía desde que dejó la flota del Paraná y se instaló en el Chaco. Pero como le sucedió a muchísimas personas de aquella clase media emergente, se aburguesó sin darse cuenta durante el peronismo, que le subió el nivel de vida, y de educación y de salud. Y entonces empezó a creer las patrañas de los conservadores y los diarios de los conservadores, y el embrión de la ideología oligárquica prendió en esos argentinos y argentinas que vivían cada vez mejor pero se escandalizaban por supuestos lingotes de oro que dizque se afanaban “el Pocho y la Eva”. Pero no se conmovieron ante la bestialidad de otro 16, el de junio del 55, cuando aviones de la Marina de Guerra con una cruz cristiana pintada en el fuselaje bombardearon Buenos Aires a las 10 de la mañana y masacraron a 400 hombres y mujeres, transeúntes, trabajadores, que cruzaban la Plaza de Mayo.
Ayer nomás once islandeses nos hicieron ver en ese mismo espejo. Once amateurs que entre todos no valen en el mercado futbolero lo que un metatarso de Lionel Messi, le dieron un sopapo a la soberbia argentina en un estadio ruso. Pero enseñanza, la islandesa, que no es sólo futbolera. También en esa isla vive un pueblo sin grandes pretensiones que hace muy pocos años votó en un plebiscito no pagar la deuda externa fraudulenta y echó al FMI y a bancos ingleses y alemanes. Y hace poco forzaron la renuncia del primer ministro por figurar en los Panama Papers, esos mismos que atesora nuestro presidente aunque aquí a medio país parece que le importa un pito.
Velezano de alma y durante años único hincha del Fortín en el Chaco, mi padre hoy diría lo que le escuché en 1958, cuando Fioravanti por la vieja Radio El Mundo se escandalizaba por el 6 a 1 que le zampó a nuestra selección la de Checoslovaquia en el Mundial de Suecia: “Lo merecemos por creernos los mejores. No lo somos y no tiene importancia. Basta con ser buenas personas”.
Mi papá sin dudas lo fue.
·        Pagina 12: 18 de junio de 2018


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