Salgo de hacer el espectáculo de narración oral “Quereme
bien...(contar para no morir)”. Mis hijas Mica y Marti me dicen que mejor no me
comentan los dichos de la gobernadora. Les pido que lo hagan; no les creo,
pienso que es un meme de sus dichos. Me lo leen, me lo hacen escuchar. Durante
todo el viaje camino a casa pienso en mi vida. En lo que digo cuando me
presento el primer día de clases en la universidad o en una charla, o cuando me
preguntan por qué estoy o deseo trabajar así, ad honorem, en algún espacio de
vulnerabilidad. Desde el amor lo comparto, y ojalá llegue a quienes piensan
igual que la mandataria de la Provincia.
Nací hace 52 años en la maternidad de La Plata, hija de
Haydée y padre que decidió no conocerme ni reconocerme. Mi vieja –que tenía
ovarios y apellido de sobra para darme–, vivió todo su embarazo y parte de mi
primera infancia en el cuartito del fondo de una Unidad Básica de Berisso,
amorosamente pintada por sus compañeros de militancia.
A mis cinco años vinimos con mi vieja a vivir a Melchor
Romero. Pueblo conocido y estigmatizado por tener emplazado un hospital
neuropsiquiá- trico. Ella cuidaba pacientes cuando la familia no podía ir al
hospital diariamente. Luego la nombraron, pero esa es otra historia. Nos
mudamos a unos terrenos fiscales, dos casas por terreno. Ella y yo en el fondo,
en una prefabricada con paredes más delgadas que el cartón de las cajas de
banana Dole. El baño quedaba a unos diez o quince metros de la casa. Afuera,
con letrina y como ducha un fuentón y un jarrito.
Iba a la escuela del barrio, de monjas, privada. Tenía media
beca y mi vieja pagaba la otra mitad limpiando casas por las tardes, después de
las cinco. De esa época recuerdo cómo mis compañeros querían venir a mi casa a
merendar, y lo multitudinario y entretenido de mis cumpleaños. También recuerdo
los días de lluvia, donde las dos nos quedamos en casa porque mi mamá no tenía
trabajo cuando llovía mucho. Es que las patronas no querían que fuera a sus
casas a fregar, o las familias a cuidar a los internados en el hospital. Y eso
sin dudas la hacía sufrir. Nunca lo dijo. Es duro vivir la diaria. Sin embargo,
siempre me contó cuentos y me enseñó a cocinar.
La secundaria nos encontró mejor. Ella enfermera del
hospital con sueldo fijo y viviendo en una casa del Plan Eva Perón pagadera en
25 años. Viajaba todos los días una hora para ir a un colegio del centro de La
Plata. A esa altura ya sabía por su boca que los libros nos daban alas y el
estudio independencia. Cantaba a la perfección la Marcha Peronista y Evita
Capitana, aunque ella me pedía que no milite y yo le explicaba que los milicos
se tenían que ir.
Corría el 82 y su cuerpo tenía fuertes marcas de la milicada
y su alma estaba algo quebrada, pero eso no le impedía seguir alentándome a
leer, a estudiar. También me enseñó cómo se defendía a la Patria y que los
chicos de Malvinas eran nuestros chicos. En el ‘83, cuando volvió la democracia
y me recibí como bachiller, su mente colapsó, pero le pude llevar dos cosas
cuando fui a verla al hospital: el diploma de egresada y la ficha de ingreso a
la facultad. Ese año fue complicado: ella tenía miedo de no estar a la altura
de las circunstancias si yo no entendía algún texto. No sucedió. Nunca sucedió
eso. Siempre mi vieja estuvo a la altura de la vida.
Pasados unos años, un día volví a casa con el primer título.
Ella no sabía que iba a rendir la última materia cuando nos despedimos a la
mañana. Luego vinieron algunos más, pero ya no los pudo disfrutar conmigo. La
muerte nos había jugado una mala pasada.
Sigo en el mismo barrio, me fui algunas veces pero siempre
volví y jamás dejé de decir cuáles eran mis orígenes. No soy la excepción:
conozco a muchos con los que nos limpiábamos los zapatos llenos de barro al
llegar a la parada del micro; con los que compartíamos el agua; nos quedábamos
sin garrafa o contábamos las monedas para ir a cursar.
Fui primera egresada de la familia. No fui doctora pero si
universitaria. Y lo fui porque una mujer villera, con tercer grado completo y
casi analfabeta funcional me dijo que los libros tienen alas, el teatro era una
inversión y el amor a la Patria una obligación. Fui universitaria porque me
dijo que el país nos necesitaba formados, porque al ser públicas y gratuitas el
pueblo podía acceder a ellas. Porque entendió que la educación nos haría
libres, y porque sus convicciones también las mostró con el mismo orgullo con
el que decía que yo había nacido porque me deseaba, y cuando no fue así había
abortado. Que ser mamá fue su elección y no su obligación.
Soy universitaria por la mujer que lloró abrazada al
televisor cuando murió Perón, y me advirtió que si no volvía esa noche no me
asustara, pero quería ir a despedirlo. Y cumplió, volvió dos días después.
Soy universitaria, docente universitaria, villera y conozco
un montón de personas como yo. No soy la excepción, así que señora Vidal basta
de mentir. Usted tiene odio de clase. ¿Será que el hijo o hija de la muchacha
se recibió antes que usted y sus compañeras? ¿Que la universidad forma
estudiantes sensibles que están lejos de sus intereses?
¿Sabe qué? Le dejé pasar muchas cosas, pero ésta no. Por mi
vieja, ésta no se la perdono. Por mi vieja que murió dos meses después de pagar
la última cuota del plan de viviendas. Porque somos villeras y pobres, pero no
mentirosos. Y ella cumplió. Lamento que de usted y del Presidente no pueda
decir lo mismo.
* Hija de Haydée Montesino, mamá de Micaela y Martina,
narradora oral y militante incansable desde la palabra hasta encontrar a todos
los nietos apropiados por la dictadura cívica-militar-eclesiástica. Postinieta
de Delia Giovanola, cofundadora de Abuelas de Plaza de Mayo. Cocinera en
aprendizaje permanente, pero por sobre todas las cosas villera, docente en la
UNLP y la UNDAV y con memoria.
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