Hubiera sido más cómodo, menos problemático para Discepolín, hacerse el distraído, si él ya era un consagrado, si él no había caído en el agujero negro de la “alta cultura”; sin embargo pudo más su consecuencia con la dramaturgia de su espíritu, con los que rajaron los tamangos buscando ese mango que los hiciera morfar, con los que secaron las pilas de apretar tantos timbres, con los que “manyaron” que a su lado se probaban las ropas que iban a dejar, lo hizo comprometerse. En junio de 1951 es invitado por Subsecretaría de Prensa y Difusión del gobierno de Perón, a participar del microprograma en Radio Nacional “Pienso y digo lo que pienso”. Enrique Santos Discépolo se resiste al principio, por considerar el espacio como una audición de mera propaganda, pero luego acaba por aceptar aunque impone una condición: él hará la redacción definitiva de los libretos. Bautiza al espacio "¿A mí me la vas a contar?" y construye a Mordisquito, el “contrera” al que le habla: “Resulta que antes no te importaba nada y ahora te importa todo. Sobre todo lo chiquito. Pasaste de náufrago a financista sin bajarte del bote” Su lirismo no le hizo calcular que el mundo de la cultura y del espectáculo argentino estaba colmado de “mordisquitos” que reaccionarían ante sus audiciones. De modo que empezaron los desprecios y las agresiones, las salas vacías y los paquetes con mierda que llegaban a su casa. El escupitajo que un reconocido actor le espetara en la cara, a quien tan sólo le había ofrecido un abrazo. El denuesto que un candidato a presidente, Ricardo Balbín, representante de los “mordisquitos”, lanzara a Discepolín, en el acto de cierre de su campaña: “...hay un autor de tangos que un día escribió “Quien más, quien menos, pa´malcomer/ somos la mueca de lo que soñamos ser” Estos versos son hoy su condena, hoy que se ha vendido a la dictadura convirtiéndose en su vocero...” Discépolo no tarda en contestarle: “¿Vendido yo? ¡Inocente! Si sabés que comprarme a mí es un mal negocio. Desde que nací hasta ahora vivo de mí y de mis obras. Por fortuna - o por desgracia - no hay nadie que pueda ayudarme. Sólo mis obras y el pueblo...No hay gobierno que pueda darle más éxito o menos éxito a una canción mía, a un obra mía...a una película mía. Tengo el orgullo de mi independencia...Lo que yo le debo a este gobierno es mucho más de lo que vos te creés. Le debo, desde mi soledad, la enorme dicha que goza el pueblo…” Los que le dieron vuelta la cara, los que se cruzaron de vereda al verlo venir, los que no respondieron sus llamadas, los que dejaron de saludarlo, los que gesto a gesto fueron vulnerando el corazón del poeta, los que compraron la entrada al banquete que se hizo en su honor, sólo para ocupar localidades y no asistir; todos ellos desconocieron que Discepolín intercedió a favor de los presos políticos, liberados gracias a su gestión ante el mismísimo Perón. ¿Era necesario que un poeta que le había dado letra a Gardel, que compuso el himno moral del siglo XX, que puso en los escenarios obras imprescindibles, adoptara semejante compromiso con un gobierno? ¿Era consecuente que el poeta que describiera como pocos la pobreza de los sin esperanzas, le diera la espalda a un proyecto que él genuinamente consideraba como el abrazo a los desposeídos? “¿Te asusta la palabra? ¿Te parece exagerada la palabra? ¡Miseria, sí! ¿O no te acordás que en este país tuyo, el más rico por sí mismo y el mejor dotado para un millón de aventuras comerciales, siempre había habido miseria? ¡Desde la miseria orgullosa de la pobre clase media, que para no ahogarse de vergüenza gastaba en hacerse planchar el cuello los centavos que le hubiesen pagado el café con leche, hasta la miseria del peón en las estancias o del obrero en las fábricas! ...Claro, vos no sabías esto. Vos nunca anduviste por las chacras o por los barrios. ¿Verdad que no?… ¿Y dónde andabas? ¿Por el corso? ¿O en el Colón? ¿O estabas bailando en la Lago di Como? ¡Claro! Por eso no te enteraste. Por eso no sabías que en el norte andino las criaturas –ángeles como tu hijo o como tu hermanito– crecían raquíticas y morían hambrientas, sin haber probado en su vida –mirá lo que te digo–, en su vida, ¡ni carne, ni pan, ni leche! Y esto pasaba aquí, en tu país. Te asombra, ¿verdad?”
Enrique Santos Discépolo murió en la vigilia de
Nochebuena de 1951, mirando la ventana; tal vez intentaba ver si la vida, como
un linyera más, andaba errante por las calles de su Buenos Aires. En su velorio
hubo muchas ausencias, pero no faltaron las trabajadoras de los cabarets, que esa
noche decidieron no trabajar, se les había muerto un Dios tan flaco como sus
esperanzas, un Dios al que el corazón humano le dijo basta; se les había muerto
el poeta que consiguió ponerle letras a sus más tristes silencios, se les había
ido un compañero de los arrabales de la vida que cometió el valiente pecado de
parecerse a su Poesía, a su canción desespera.
Prólogo que Pedro
Patzer escribiera para "Mordisquito" de Enrique Santos Discépolo.
Edición Clásicos de Argentores
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