Acaba de morir Perón, cuya inmortalidad
aseguraban algunos de sus adictos más devotos. Pero había algo de verdad en
semejante idea, pues a ese hombre singular podían aplicarse las palabras de
Bismark: “Todo hombre es tan grande como la ola que ruge debajo
de él”. La ola de Perón no era el ejército prusiano, sino la multitud
innumerable que trasmitirá su memoria al porvenir. Cabe decir de él, como de
Yrigoyen, que fue “el más odiado y el más amado de su tiempo”. Su tiempo
comenzó en una madurez avanzada, a los cincuenta años. Cuando los coroneles se
retiran o ascienden a generales para proyectar su retiro y concluir
ordenadamente su vida. Le tocó a Perón lanzarse a una aventura histórica de una
turbulencia e intensidad pocas veces conocidas.
Ingresó a la acción pública
cuando terminaban al mismo tiempo la crisis, la década infame, y la
Segunda Guerra Mundial imperialista. La neutral Argentina gozaba de
prosperidad. Poco a poco la desocupación de los años duros era absorbida por el
impulso industrial creado a consecuencia del conflicto bélico y de la
bancarrota del 30. Los peones se hacían obreros y las chicas del servicio
doméstico, humillado y martirizado, ingresaban a las nuevas fábricas. Pero al
llegar a las ciudades, no había lugar para ellos ni en los partidos políticos
de izquierda, ni en los antiguos sindicatos, influidos por tales partidos. Los
trabajadores, que se harían peronistas en 1945, descubrieron un sistema
político fuertemente impregnado de la influencia anglosajona.
La herencia del viejo partido de
Yrigoyen había caído en manos de los alvearistas, amigos de Inglaterra,
de la CADE y de los conservadores liberales. De Lisandro
de la Torre, los demócratas progresistas no querían ni acordarse:
participaban en amables tertulias con los protectores de los asesinos del
senador Bordabehere, para urdir el ingreso de la Argentina a la
segunda gran guerra de las democracias coloniales. Naturalmente, el
Partido Socialista fundado por Juan B. Justo integraba tales reuniones, que
prologaban la inminente Unión Democrática. Para no ser menos, el Partido
Comunista inspirado por Vittorio Codovilla (bajo la luz bienhechora de Stalin),
era uno de los artífices de tal alianza, que pretendía reproducir en la
Argentina el pacto de los tres grandes y los acuerdos de Yalta. Estos
pactos se traducían al castellano mediante la exigencia de sustituir la lucha
contra el imperialismo por la lucha contra el fascismo. Como el fascismo era
desconocido en el país, se idealizaba la presencia del
imperialismo “democrático” y se recomendaba a los obreros de los
frigoríficos no pedir aumentos de salarios para no dificultar “la lucha
de los ejércitos que luchaban por la libertad del mundo”. Por su parte, la
burguesía industrial era tan débil que ni siquiera contaba con un diario
propio.
Al irrumpir en la historia,
Perón se enfrentó con ese cuadro. Su robusto realismo político le permitió
advertir que el país se encontraba en el umbral de una nueva edad. Muchos lo habían
anunciado y hasta habían llamado a esa hora del destino: Arturo Jauretche, Raúl
Scalabrini Ortiz, Manuel Ortiz Pereyra, el capitán de fragata Oca Balda, el
ingeniero Alejandro Bunge, Joaquín Coca, Manuel Ugarte. Desde el campo del
yrigoyenismo revolucionario, del nacionalismo burgués, del nacionalismo
tradicional, desde el socialismo clásico y hasta del marxismo no staliniano,
argentinos resueltos habían preconizado la necesidad de concluir para siempre
con la vergüenza de la factoría inglesa, hermoseada con poetas anglomaníacos,
con izquierdistas de Su Majestad, o con trogloditas del Nuevo Orden.
Perón resumió a su modo algunas
de esas aspiraciones explícitas. Encarnó las esperanzas latentes de las grandes
masas que carecían de voz, y los intereses de la nueva burguesía, así como
llevó a la práctica el nacionalismo militar concebido por el general Savio.
Esta síntesis fue su fuerza y su justificación histórica. Pero cada vez que una
corriente nacional brota en América Latina, los doctos sabihondos se precipitan
al error con un olfato infalible. Pulularon en la época múltiples teorías
sociológicas que habrían erizado de risa o de cólera al viejo Marx, ya
que muchos de sus apologistas invocaban nada menos que a semejante
maestro. Desde 1944, cuando Perón pronunciaba sus primeros
discursos en los balcones de la calle Perú, las preguntas o afirmaciones más
corrientes eran: ¿Es fascista? ¿Es falangista? ¿Es un candidato o un
dictador? ¿Es un agente alemán? Aquellos que tenían el dudoso gusto
de leer la folletería de la “izquierda roosveltiana” añadían con
sabio misterio: “es un caudillo del lumpenproletariat”. Parece
mentira, pero tales gentes de hace treinta años tienen prole ideológica,
que repite las mismas vaciedades en nuestros días.
Perón fue el jefe de un
movimiento nacional en un país semicolonial. Su poder personal emergió de la
impotencia de los viejos partidos que se negaron a apoyarlo en 1945 y que prefirieron
aliarse con Braden. Ese poder personal perduró como un factor arbitral en una
sociedad inmadura. Adquirió por momentos un franco carácter bonapartista. Ese
fenómeno es habitual en los países del llamado Tercer Mundo, pues
frecuentemente se revela como una verdadera necesidad general, para
resistir la intolerable presión del imperialismo, altamente concentrado en su
poder y dirección. Las contradicciones que se le reprochaban a Perón no eran
sino la expresión personal de las clases sociales nucleadas en su torno y que
el caudillo representó a lo largo de toda su carrera. No fue un “agente de
la burguesía industrial” ni un “caudillo del proletariado” ni,
mucho menos, un “líder de poder carismático”. El
vocablo “carisma” refleja la pobreza científica de la sociedad
norteamericana, que ahora apela a la magia. El influjo de Perón no era
sobrenatural o inexplicable. Consistía en interpretar el estado de ánimo y los
intereses de las grandes masas y clases oprimidas. Cuando lo lograba, ese poder
era tan inmenso como la energía de las multitudes que hablaban a través de él.
En otras ocasiones, ese poder era el de un ciudadano corriente.
Perón e Yrigoyen fueron los dos
grandes caudillos nacionales en lo que va del siglo. Nadie podrá imputarle a
Perón, a lo largo de su prolongada lucha, que haya sido infiel al programa que
propuso al país en 1945. No fue un fascista, por supuesto, ni un socialista,
naturalmente. Los gorilas del 45 no comprendieron lo primero, ni muchos
de sus hijos, lo segundo. Perón siempre aspiro a ser el mismo su propia
izquierda y su propia derecha.
Como luchó por desarrollar un
capitalismo nacional (estatal y privado) contra la sociedad inmóvil de la
hegemonía terrateniente, ésta lo declaro indeseable, lo derribó y lo expatrió durante
dieciocho años. El pueblo, sin la ayuda de los sociólogos, comprendió que sólo
un patriota podía merecer tal castigo. A tal odio respondió con un amor
equivalente. Perón intuyó certeramente su próximo fin. El discurso del 12 de
junio, que declaraba al pueblo único heredero de sus banderas, constituyó el
testamento político de este varón singular, que entró en la muerte tan
oportunamente como había irrumpido treinta años antes en la historia.
03-07-1974
· Del Libro Adiós al Coronel
Ediciones del Mar Dulce Septiembre de
1982
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