17 octubre 2015

LAS PATAS EN LA FUENTE*

    


Los pies cansados de miles y miles de personas buscaban refrescarse en la fuente de la histórica Plaza de Mayo. Esos rostros morenos avanzaron sobre la orgullosa capital cosmopolita desde todas las poblaciones del cordón industrial del Gran Buenos Aires o desde más lejos, como Berisso o Ensenada. Llegaban a la plaza del Cabildo y la Pirámide de Mayo trayendo sus vivencias provincianas. Los pies cansados que se refrescaban en la fuente aquel miércoles caluroso estaban movilizados por la esperanza. Y estaban cansados, no solamente por la caminata: trasladaban los padecimientos de décadas y décadas de injusticia, de explotación, de derechos violados, de desamparo social. Llegaban a la cita con la historia un día antes de la huelga decidida para el día 18 de Octubre, en una reñida votación en la CGT que definió el obrero forjista Libertario Ferrari por 18 a 17. Reclamaban la presencia de un hombre que desde una ignorada Secretaría de Trabajo, convertiría un golpe de estado en una revolución popular. Ese miércoles agobiante, cuando el sol se alejaba en el horizonte, los trabajadores protagonistas de una jornada histórica, se encontraban en un acto de gratitud con el hombre que le puso una bisagra a la historia: el General Perón. El país quedaría dividido y polarizado. Por un lado, el frente de la vieja Argentina agraria que iba desde los conservadores a los comunistas, pasando por los radicales; representaciones políticas del establishment que los juntaría en la Unión Democrática. Y por la otra, la expresión proletaria de la nueva Argentina industrial.
Los descendientes de los derrotados en las guerras civiles argentinas decidían tomar la historia en sus manos e irrumpían en la histórica plaza. Desde la batalla de Pavón en 1861 y su consolidación posterior con la persecución y la derrota de los caudillos norteños y muchas veces su asesinato, parecía que uno de los proyectos en pugna, el del “granero y la colonia próspera”, había triunfado.  Pero por los entresijos de las crisis del capitalismo mundial, nacía la industria de sustitución de importaciones que albergaba en su seno a los cabecitas negras que llegaban a la Capital en las poderosas migraciones internas. Y fueron ellos, los ignorados, los derrotados, los extras de la historia, los que irrumpieron en una calurosa tarde de primavera sumiendo al poder real en incertidumbre y estupefacción. El otro modelo se hacía presente con sus representantes de carne y hueso.  
El cine, dijo alguien, es la vida sin las partes aburridas. El cine transmite circunstancias de la vida o de la ficción sin sus olores. Se parece en eso a la historia falsificada. La realidad es percibida a la distancia suprimiendo las contradicciones, las pasiones, el barro que arrastra todo proceso histórico. Por eso en lugar de enseñar, ayuda a desaprender. En lugar de servir como elemento de análisis para el presente sirve para denostar la actualidad, sucia, turbia, compleja en donde el oro y el barro se mezclan, contra un pasado broncíneo, lavado, maniqueo, donde “los buenos” están definidos y reconocidos como tales y “los malos” están delineados de tal manera que cargan con el estereotipo de perverso.
Como en el cine, la historia falsificada carece de olores. El “civilizado”, en realidad un colonizado cultural, aprendió  esa historia en donde los sectores populares de París tomaron la Bastilla cantando la Marsellesa, limpios y perfumados, o los obreros soviéticos se apoderaron del Palacio de Invierno citando a Marx y memorizando a Engels, después de haber entendido a Hegel.
En nuestra historia, Rivadavia y Mitre, entre tantos otros,  en nombre de la civilización europea aplastaban a las bárbaras montoneras gauchas, esas que Jauretche denominó como “el sindicato del gaucho”.
Difícil entonces reconocer en los obreros sudorosos que protagonizaron el 17 de octubre de 1945, a los nuevos obreros de las migraciones internas. No estaban impecables como en los textos históricos, transpiraban, no cantaban la Marsellesa ni La Internacional, y algunos se sacaban sus calzados y en la Plaza de Mayo se percibía el olor a pata y a axilas transpiradas.
Los cultos, los civilizados, no reconocieron al sujeto histórico; sólo percibieron el olor a pata. Y de alguna manera descalificaron el gigantesco hecho histórico por los olores desagradables de la vida. Ese que no estaba en su historia apócrifa. Esos que no podían encontrar en el relato erróneo aprendido. Ese que sus libros no había previsto. Esos momentos históricos en que los libros que rematan la dependencia, se convierten en obstáculos para alcanzar a ver lo que se mira. Como diría Cesare Pavese: “Hay momentos en la historia que los que tienen algo que decir no saben escribir, y los que saben escribir no tienen nada que decir”. O como afirmó, ironizando, George Bernard Shaw: “ Mi educación fue perfecta hasta los seis años, en que la abandoné para ir a la escuela”. No entender lo básico, llevó a un gorilismo que atravesó todo el arco político. A los sectores del poder porque las masas los asustan; se pierde “la seguridad jurídica”; y en los casos más radicalizados, se pone en tela de juicio el derecho de propiedad. Lo mismo le sucedió a la izquierda de entonces, el Partido Socialista y el Partido Comunista, incapaces de comprender la cuestión nacional a través de textos marxistas mal leídos y peor digeridos. Así el órgano oficial del Partido Socialista, La Vanguardia, decía el 23/10/1945: “En los bajos entresijos de la sociedad hay acumulada miseria, dolor, ignorancia, indigencia más mental que física, infelicidad, resentimiento…..Cuando un cataclismo social o un estímulo a la policía movilizan las fuerzas latentes del resentimiento, cortan todas las contenciones morales, dan libertad a las potencias incontroladas, la parte del pueblo que vive del resentimiento y acaso para su resentimiento, se desborda en las calles, amenaza, vocifera, atropella, asalta diarios, persigue en su furia demoníaca a los propios adalides permanentes y responsables de su elevación y dignificación….”. A su vez el periódico Orientación, medio oficial del Partido Comunista, publicaba el 21/10/1945: “ ….pero también se ha visto otro espectáculo, el de las hordas de desclasados haciendo la vanguardia del presunto orden peronista. Los pequeños clanes con aspecto de murga que recorrieron la ciudad, no representan a ninguna clase de la sociedad argentina. Era el malevaje reclutado por la policía y los funcionarios de la Secretaría de Trabajo y Previsión para amedrentar a la población”. Perfectamente podía transcribirse ambos textos, entonces y ahora, como editoriales de La Nación.
 Como expresa el historiador Luis Fernando Beraza: “El queremos a Perón no era el grito de guerra de una clase explotada, era el grito esperanzado de una nueva Argentina” El mismo autor citando al escritor antiperonista Ezequiel Martínez Estrada, expresó: “Perón trajo al peón que comía en el corral o la empleada en la cocina al comedor”, para sorpresa y espanto de las “clases cultas” o “gente decente” de nuestra patria”          
Los aspectos autoritarios del peronismo, su culto al personalismo, sus excrecencias derechistas cavernícolas ubicados en lugares sensibles como la Universidad, alejaron a segmentos importantes de la clase media, a pesar de ser favorecidos por su política económica y con la eliminación de los aranceles universitarios. Pero ese día, ese 17 de Octubre, la plaza había presenciado el ingreso en la historia, como protagonista, de una nueva clase obrera. La Argentina ya no volvería a ser la misma.  
17-10-2015
El presente trabajo con alguna pequeña modificación forma parte del libro "Las patas en la fuente. El pueblo al poder" Editorial Ediciones Instituto Superior Dr. Arturo Jaureteche con prólogo de Norberto Galoasso*




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