Mi cabeza
es peculiar, ya lo saben. No voy a pedir disculpas a esta altura. Por esa
razón, qué duda cabe, durante esta semana hubo muchos signos que se alinearon
en la misma dirección. El lunes pesqué un posteo de Ediciones de la Flor, donde
lamentaban la pérdida de los derechos de la obra de Quino —incluyendo las tiras
de Mafalda—, después de haberla publicado durante 55 años. Al rato abrí
la nueva edición de la revista New Yorker, y descubrí que incluía un
artículo sobre Mafalda, celebrando su edición en los Estados Unidos.
(Traducida además por Frank Wynne, quien volcó mi novela Kamchatka al
inglés.) Al día siguiente tuve una reunión en una productora a la que nunca
había ido. ¿Y a quién vi, apenas abrieron la puerta? A Mafalda. (Una efigie de
Mafalda a escala más o menos natural, quiero decir, sentada sobre un banco de
plaza.) Cuando me fui, caminé unas cuadras y en un momento me cayó la ficha:
estaba atravesando la plaza de Colegiales llamada... Mafalda. No me quedó otra
que cerrar los ojos, visualizar al personaje más celebrado de Quino y decirle
mentalmente: "Qué pasa, nena. ¿Qué estás tratando de decirme?"
Poco
después confirmé que la obra de Quino había sido adquirida por Penguin Random
House Mondadori. Vi también que circulaban quejas, por el hecho de que ese
tesoro dejase de pertenecer a una tradicional editorial argentina para pasar a
manos de un conglomerado internacional. Pero no voy a meterme en ese
berenjenal. Primero, porque no se me ocurre cómo cuestionar los derechos
legales que asisten a los herederos de Quino. (Sobrinos nietos, tengo
entendido.) Y después, porque Random House es la editorial que publica mis
ficciones, lo cual afectaría cualquier pretensión de objetividad de mi parte.
Así que cederé esa discusión a quien se sienta preparado/a para darla, y me
abocaré a aquello que me inquietaba desde el lunes, a saber: ¿por qué Mafalda
parecía estar lanzando señales en mi dirección? ¿Acaso pretendía expresar algo
por mi intermedio, justo en estos días, que de pacíficos y de amigables con la
cultura argentina tienen poco?
El artículo
del New Yorker está firmado por Daniel Alarcón, que no es cualquiera. Se
trata de un escritor peruano-estadounidense muy interesante, autor de novelas
como Lost City Radio (2007), que recibió la beca McArthur al Genio en el
año 2021, enseña periodismo radial en la Universidad de Columbia y colabora con
el New Yorker hablando sobre temas latinoamericanos. Su texto es preciso
y criterioso. Se llama La historieta argentina que galvanizó a
una generación, usa el desembarco de Mafalda en los Estados Unidos como
excusa y se cuestiona no sólo el fenómeno que produjo la tira entre 1964 y
1973, sino las razones de su vigencia y su popularidad, que exceden las
fronteras de nuestro país. "Mafalda ha sido traducida a veinticinco
lenguajes —dice Alarcón—, y ha vendido decenas de millones de ejemplares tan
sólo en español, lo cual la convierte en el cómic latinoamericano más vendido
de todos los tiempos".
¿Hay
alguien en la sala que desconozca la historia del personaje? Alarcón recuerda
que, en 1963, una agencia de publicidad le pidió a Joaquín Lavado —Quino, para
el mundo— una tira que publicitase los electrodomésticos Mansfield. Debía
presentar a una familia tipo, en la que todos los integrantes tuviesen nombres
que arrancasen con la letra M. La tira no se usó nunca, pero el apelativo de la
niña —que había registrado al ver la película Dar la cara, de José A. Martínez
Suárez, donde se llama así a un bebé— se le quedó pegado. Al año siguiente lo
contrataron para amenizar la revista Primera Plana, y propuso una tira
protagonizada por Mafalda.
Quino y la nena.
El género
de la obra no era novedoso. Existen infinidad de tiras que cuentan historias de
niños en un mundo de adultos. En este sentido, Mafalda dialoga de igual
a igual con las mejores del rubro, que para mí son Peanuts de Charles M.
Schulz (1950-2000) y Calvin & Hobbes de Bill Watterson (1985-1995).
Todas protagonizadas por criaturas de alrededor de seis años —el Charlie Brown
de Schulz arrancó con cuatro en el '50 y llegó a los ocho en los '80, pero tuvo
seis entre 1957 y 1979—, que aprenden a sobrevivir en un mundo que les queda
grande pero al que iluminan, mediante la reflexión humorística y la pincelada
poética. Y cada una tiene sus particularidades. En Peanuts los adultos
no se ven, suelen estar fuera de cuadro. En Calvin & Hobbes, la cosa
gira en torno a la relación del protagonista con su tigre de peluche, que funge
de amigo imaginario. ¿Y Mafalda? Los niños que la rodean son más bien
prototípicos: Felipe el soñador, Miguelito el ingenuo, Manolito el práctico,
Susanita la aseñorada, versión hecha carne del mandato machista. Pero si la
creación de Schulz puede ser interpretada como "una lectura de Freud a
través de Charlie Brown", la creación de Quino —según sugirió Umberto Eco—
presentaría a Mafalda como un puente hacia el Che Guevara.
Porque esa
niña no tenía nada de prototípica. Era precoz, estaba al tanto de todo lo que
ocurría en el mundo y no conocía la sumisión. Por supuesto, también tenía
rasgos propios de su edad, como el fanatismo por Los Beatles —exclusivamente
juvenil, a mediados de los '60— y su aversión por la sopa. ¡En una tira se
pregunta cómo puede ser posible que todavía no le hayan dado un Oscar a El
pájaro loco! Pero en términos esenciales, Mafalda era un adulto en frasco
chico. No tenía un pelo de frívola, nada le preocupaba más que el triste estado
del mundo y de su país. Se la veía mejor plantada que sus progenitores, desde
que su padre era un niño-adolescente que no había madurado nunca y su madre
vivía consumida por su deber ser de buena alumna, sólo que en versión ama de
casa. Ahora que lo pienso, Mafalda rondaba por mi cabeza desde la semana
anterior, cuando me pregunté vía Twitter cómo habrá sido Cristina cuando niña.
Me la imagino como una Mafalda platense, coqueta, exigente e indomable.
¡Pagaría a cambio de anécdotas de esa niñez!
Los
personajes de "Peanuts", de Charles M. Schulz.
Como le
dijo el artista Liniers a Daniel Alarcón: "Mafalda no te enseñaba a
comportarte, a respetar a tus mayores y a evitar la confrontación con tu
hermano. Mafalda te enseñaba a cuestionar el mundo".
Pero claro,
por entonces —volvemos a hablar de los utópicos '60, como durante las últimas
semanas— criticar la realidad era sensato y sensible. Como yo, Mafalda creció
en un país tutelado por militares, con políticos cuya inconsistencia parecía
justificar la tutela. Pero al mismo tiempo, y en especial si comparamos con las
cosas que ocurrieron después, no era un lugar tan terrible. Alarcón describe
aquella Buenos Aires como "una de las capitales culturales del mundo
hispano-parlante de entonces, cuyas librerías seguían abiertas de noche, con
audiencias que hacían fila en los cines para ver la nueva de Ingmar Bergman y
revistas y diarios que competían por la atención y el dinero de la creciente
clase media argentina". Pero la sofisticación cultural no disimulaba la
inmadurez política, que dificultaba que la máquina democrática terminase de
arrancar y emprendiese viaje. (El desarrollo trunco de los padres de Mafalda
sugiere que la república tutelada era casi inevitable.) Aun así, la sociedad
era regenteada por milicos que ladraban mucho pero mordían poco. Lo peor que
podía hacerte un policía era "abollarte la ideología" con su macana.
En ese contexto, criticar no sólo era sensato y sensible: era posible.
Quino
decidió que Mafalda hiciese mutis por el foro en junio del '73, días después
del retorno definitivo de Perón. El mundo del que hablaba la tira ya no tenía
puntos de contacto con la turbulenta democracia que se alumbraba. Y en marzo
del '76 —el mes del golpe de Estado—, Quino dejó el país, para convertirse en
un exiliado más.
Años más
tarde le preguntaron cómo imaginaba a Mafalda adulta. Respondió que nunca
habría llegado a esa edad, que Mafalda se habría convertido en una más de los
30.000 desaparecidos.
Aun así, en
el final del artículo Alarcón cree adivinar lo que pensaría Mafalda de
personajes como Trump y Milei. ("Ambos Presidentes —dice— intentaron
reformatear la crueldad como si se tratase de una nueva y potente variedad del
patriotismo".) Pero yo prefiero no contradecir la intuición de Quino. Ya
sabemos qué solía ocurrirle a las pibas que en el '76 hacían gala de conciencia
política y militaban en las calles. Recuerden a las hijas de Oesterheld. Por
eso mismo, antes de imaginar qué pensaría hoy una Mafalda adulta, prefiero
preguntarme cuán plausible sería hoy una Mafalda de seis años, en este
desangelado mundo nuestro.
Rebelde
con causa
Los
protagonistas de ese tipo de tiras solían ser tipos, varoncitos, sostenidos por
muletas como perros imaginativos —el Snoopy de Charlie Brown— o tigres
imaginarios como el Hobbes de Calvin. La predecesora más relevante de Mafalda fue
La pequeña Lulú, creada en 1935 por Marjorie Henderson Buell. Lulú era una
anomalía por partida doble: no sólo competía con los pibitos del Club de Tobi,
demostrando que ella era tanto o más hábil y lista que ellos, sino que además
era fruto de la imaginación de una mujer. Que Quino, un ejemplar del género
masculino como Schulz y Watterson, haya preferido una protagonista, es la
primera indicación de la fina sintonía con su tiempo que a partir de entonces
desplegaría. A comienzos de la revolución cultural y política que supusieron
los '60, Mafalda tenía una doble motivación para ser rebelde: porque era lo que
correspondía, ante un mundo de mierda, pero además porque era mujer. ¿Quién
podía tener mejores razones para protestar?
En ese
sentido, cuesta poco y nada imaginar una Mafalda de seis años en el 2025. Las
niñas de hoy son un avión supersónico, infinitamente más despiertas y curiosas
e inquietas que sus contrapartes masculinas. (Una de las razones por las cuales
me cuesta poco visualizar a una neo-Mafalda es que tengo hijas grandes, ya de
treintaipico, que exhiben distintos grados de mafaldización. A una de ellas en
particular, lo único que le falta para ser Mafalda hecha y derecha es el casco
de pelo negro de la original.)
A esta
neo-Mafalda conjetural no le costaría mucho mantenerse informada, dado que las
fuentes se multiplicaron en cantidad y en tipo de coberturas, excediendo la
radio y los diarios de los que la original dependía. Así como la niña de los
'60 adoraba la TV, aun cuando se la bardeaba como antítesis de la cultura,
juraría que la Mafalda de hoy estaría híper-conectada. Si no dispusiese todavía
de un celular propio, metería en quilombos a sus padres al twittear desde las
cuentas de sus mayores. (Muchas de las twitteras que sigo deben haber sido
Mafalditas, cuando niñas.) Y como el menú evolucionó y la sopa dejó de ser un
plato obligatorio, la imagino encarajinándose con las verduras y las frutas que
hoy encarnan la corrección política en términos alimenticios.
Algunas de
las obsesiones de la Mafalda original siguen vigentes. Aquel era un mundo
embarcado en guerras vergonzosas, y este de hoy sigue siéndolo. Ha empeorado,
incluso. No se me ocurre cómo lidiaría Mafalda con el espanto del genocidio de
Gaza, que oblitera toda posibilidad humorística. Aquel era un mundo jodido pero
alentaba el pensamiento utópico, era casi mandatorio pensar constantemente en
un futuro mejor. Pero nuestro presente es intolerable, y además se especializa
en negar, ocultar o nublar cualquier perspectiva de mejora, de superación para
la humanidad en su conjunto. Las usinas culturales que responden al
tecnofeudalismo nos convencieron de que todo empeorará, de que resignarse es lo
más sensato. (Mark Fisher llamaba a esto "depresión deliberadamente
cultivada", como recordé la semana pasada.) En consecuencia, el dolor y la
impotencia que sentiría una niña de hoy sería mucho más grande que el de
personaje de Quino. Debería, pues, ser más cáustica, más escéptica, más amarga.
Más parecida a la Daria de la serie animada homónima. Una niña a la que sonreír
le costaría tanto como a la Merlina (Wednesday) que Alfred Gough, Miles Millar
y Tim Burton concibieron para Netflix, a partir del personaje de Los locos
Addams.
La Mafalda
de Quino tenía poca fe en una clase política que no hacía frente a nuestros
preceptores de uniforme. (Verde, en este caso.) La de hoy no tendría a los
dirigentes en mejor concepto. Hasta el momento, la iniciativa de la
ultra-derecha mundial no se ha topado con una oposición que resista a su
brutalidad, y mucho menos que la desactive. Los demócratas de los Estados
Unidos no han frenado la avanzada autocrática del Rey Donald. El laborismo
inglés no tiene de laborismo más que la etiqueta. Y acá, entre nosotros, los
únicos que ejercen como oposición real son los kirchneristas y parte de la
izquierda; el resto, empezando por el radicalismo y el mainstream del
sindicalismo, se especializa en la tarea de dar vergüenza.
Como la
mayoría de los jóvenes de su época, la Mafalda de Quino abominaba de la
hipocresía de la sociedad que le tocó en suerte. Vibraba con las ondas de amor
y paz que emanaban del hippismo, pero a diferencia de ese movimiento, no era
políticamente ingenua. Aquella Mafalda no soñaba con irse al campo y crear una
comunidad ludista, anti-tecnológica: quería modificar la sociedad de la que se
sabía parte. (Encuesta imposible: ¿cuántos de los jóvenes desaparecidos habrán
crecido leyendo Mafalda desde el '64? Muchas de esas chicas gloriosas deben
haber sido Mafalditas, de crías.) Pero aquella sociedad argentina todavía
conservaba su humanidad. Aún no había cruzado el Rubicón de la pérdida de una
generación, ni de la oscuridad que sobreviene cuando impactan las
complicidades, por acción u omisión, con el genocidio de los '70.
¿Qué diría
una Mafalda de seis años ante la sociedad argentina de hoy, donde parecen
primar la crueldad y el individualismo? Durante los '60 y los '70, la
aspiración al ascenso social, conectadísima con el sueño universitario, estaba
en su apogeo. Mafalda criticaba a su propia vieja, que había renunciado a la
superación personal para contentarse con ser esposa y madre, y a su padre por
falta de ambiciones. Para ser coherentes con la tira de Quino, los padres de
una Mafalda actual deberían ser de esos que se pretenden clase media pero están
al borde del abismo. (Unos pelagatoz, como dice Guille, el hermanito menor.) En
consecuencia, es tentador pensar que figurarían entre los votantes de Milei que
se deslumbraron ante la perspectiva de ganar, y ahorrar, en dólares. La Mafalda
original imaginaba un futuro como profesional: por ejemplo, intérprete en las
Naciones Unidas. ¿Qué pensaría la Mafalda modelo 2025 del combate de este
régimen contra la cultura y la ciencia? ¿Y respecto de tantos de los jóvenes
actuales, que no pretenden más que zafar? (Días atrás supe de la existencia de
chicas adolescentes cuyo único proyecto de futuro es convertirse en amas de
casa. ¡Susanitas redivivas!) ¿Cómo reaccionaría la neo-Mafalda ante el triste
modelo de mujer que presentan las Lemoines, las Juliana Santillán, las Karinas
y las Pato Bullshits? ¿Y cómo ante la violencia verbal —esta versión de Mafalda
debería incluir puteadas, me temo—, y también ante la violencia literal de la
persecución política y de la represión que, por ejemplo, descarriló la vida del
fotógrafo Pablo Grillo?
Tal vez eso
explique por qué, entre otras razones, no existe hoy un personaje que ocupe un
lugar equivalente. Aquella niña podía darse el lujo de ser rebelde, en el marco
de un capitalismo que regía con mano suave, que prefería engatusar a dar
latigazos. Pero a una niña actual con conciencia de la realidad no le quedarían
muchas opciones. En el mundo de hoy, de transitoria victoria ante las
concepciones épicas y utópicas de la vida, debería ser una piba ácida hasta la
misantropía, exiliada del mundo por decisión propia y quizás hasta medicada...
o bien una anarquista en frasco chico, la revolucionaria del aula, terror de
sus padres y de sus maestros.
Una
mini-Eva Perón, bah.
The
Mafaldix Reloaded
Por
supuesto, esta sociedad nuestra no salió de un repollo. Algunos de sus rasgos
constaban en Mafalda, sólo que en estado germinal. El sector de la
juventud al que sólo le interesa ganar guita debería tener a Manolito por
patriarca. En una tira, Mafalda lo encuentra leyendo la cotización del mercado
de valores en un diario y le pregunta, haciendo gala de ironía, si se refiere a
los valores morales, espirituales, artísticos o humanos. A lo cual Manolito le
responde, imperturbable: "A los que sirven". Todo el credo del
mileísmo cabe en esa respuesta.
El sector
de la clase media que no tolera que los pobres se le arrimen tendría a Susanita
por matriarca. En una tira le dice a Mafalda que pronto se irá de veraneo y que
por eso no le interesa hablar de otra cosa. Entonces Mafalda le dice que ella
también se irá de vacaciones. Y Susanita cambia al toque de tema de
conversación, porque desde que dejaron de servirle para sentirse superior a
Mafalda, las vacaciones perdieron su interés.
En algún
sentido, la Mafalda original —que se plasmó entre el '64 y el '73, lo
refresco— expresa a la perfección la Argentina de la proscripción del
peronismo. En sus páginas existen los laburantes y la clase trabajadora, pero
no su expresión política más natural. En ese sentido, Quino adscribía a la
pretensión de que existía una Argentina posible con el peronismo prohibido,
expulsado más allá de los límites del cuadro. (O del cuadrito, en este caso
comiqueril.) Por supuesto que lamentaba la tutoría militar y la debilidad de la
clase política formal, cuyo centro ocupaban el radicalismo y sus
desgajamientos. Pero se cuidó mucho de sugerir que la proscripción era, como lo
fue, un problema esencial, inescapable, de ese período.
Se podría
pensar que, de algún modo, el credo republicano de Quino —hijo de exiliados
españoles— prefiguró al alfonsinismo. (No es extraño que obras ficcionales
anticipen movimientos políticos. Yo tengo mis ideas respecto de algunas que
podrían haber prefigurado al kirchnerismo, sin ir más lejos. Me gustaría creer
que puedo haber tenido algo que ver con una de ellas.) Pero la confesión de
Quino respecto del destino de Mafalda como desaparecida sugiere que entendió la
centralidad de aquello que, siguiendo los deseos del poder, había marginado
entre el '64 y el '73. La irrupción del personaje llamado Libertad en las
orillas del '70 revela que advertió que se venía otra cosa, más demandante que
la rebeldía de Mafalda.
La pequeña
Libertad era más Mafalda que Mafalda. Empezando por sus padres, que daban
envidia a la original: un padre que no dejaba de ser un pelagatos pero al menos
tenía una postura política —se revindicaba socialista— y una madre traductora
de francés. Donde Mafalda era rebelde, Libertad era revolucionaria.
Representaba para Mafalda la posibilidad de radicalizarse. Era lo que hasta
entonces había creído imposible, dado que estaba rodeada de gente conservadora
o políticamente neutra: ¡alguien más extremista que ella misma!
Una vez que
la perspectiva histórica jugó en su favor, Quino asumió que a Mafalda —criada
por padres políticamente ñoños, que nunca movieron un dedo para que la sociedad
mejorase y por ende consintieron el estado de las cosas— , no le iba a quedar
otra que evolucionar hasta sumarse a alguna expresión de la izquierda
peronista, para terminar compartiendo su suerte aciaga. Nada describiría mejor
nuestro presente que una historieta con los personajes adultos en la Argentina
de hoy: Manolito el empresario, Susanita casada con un millonario (hasta
considero la posibilidad de que haya desposado a Manolito, miren lo que les
digo: la plata tira), Miguelito y Felipe jubilados (aunque tengo mis dudas
respecto de la salud del corazón de Felipe), y todos orbitando alrededor de las
ausencias de Mafalda y Libertad, las desaparecidas. Así estamos. Eso somos.
Voy a
proponer un ejercicio incómodo, pero necesario. Imaginar a la Mafalda joven
detenida o secuestrada, torturada, violada y finalmente asesinada, mediante
tiro a quemarropa o arrojada de un avión. La tensión insoportable entre todas
las cosas buenas y tiernas que inspira la Mafalda dibujada y los horrores que
hubiese sufrido de ser de carne y hueso sirve para dimensionar lo perpetrado
sobre los 30.000 Mafaldas y Mafaldos reales. Lo que resulta intolerable al ser
proyectado sobre un personaje de tinta y papel se vuelve imperdonable,
francamente, cuando se considera que es lo que le hicieron a tantas personas
físicas, sin mostrar arrepentimiento ni pedir perdón durante medio siglo.
La Mafalda
que tuviese seis años en 2025 debería ser distinta de la de Quino, porque sería
una Mafalda concebida después de nuestro Auschwitz, y por ende no podría
permitirse las ingenuidades del original. La célebre admonición de Theodor
Adorno planteaba la dificultad de escribir poesía después de la experiencia
nazi; lo complicado, para la Mafalda actual, sería hacer humor en un contexto
tan trágico como el presente. Pero, así como encontramos formas de seguir
poetizando más allá de los campos de concentración, no dudo de que un Quino
moderno encontraría cómo hacernos reír, aun cuando se tratase de una risa
dolorosa.
Por lo
pronto, a la neo-Mafalda no le quedaría otra que ser más zarpada. Si la
original criticaba la indiferencia de los ahítos ante los pobres, ¿cuánto más
diría ahora, cuando además de hambreárselos se los apalea, se los endeuda hasta
la verija, se los despoja de medicamentos y de cuidados y hasta de gas para
calentarse en invierno? Si el personaje original repudiaba la hipocresía y la
vulgaridad, ¿cuánto más diría ahora, ante el espectáculo degradante de los
majules y los gordodanes? Si el personaje original clamaba por la paz mundial,
¿cuánto más diría ahora, cuando ciertos países invaden y masacran como en el
siglo XX, pero sin dar otra justificación que lo hago porque puedo y me
conviene?
Supongo
que, en último término, ese sería el sentido del ejercicio especulativo al que
me conminó mi Mafalda imaginaria. Llegar a la conclusión de que, además de
seguir disfrutando de la obra original, llena de ideas aún vigentes (además de
las reediciones, vendrá también una versión animada, concebida por Juan José
Campanella), es preciso entender cuánta falta nos hace un personaje que cumpla
un rol parecido al que Mafalda desempeña desde hace 61 años — pero hoy.
Seguramente
no saldría de una tira gráfica, porque los diarios y las revistas no tienen el
ascendiente y la popularidad de otrora. Tal vez nacería animada digitalmente, o
evolucionaría hacia allí a partir de memes o gifs. Siendo quien soy y pensando
como pienso, la visualizo como una cría —porque seguiría siendo una niña, o
incluso un personaje que escapase de la hétero-norma— que se convertiría en el
terror de los fachitos actuales. Con el cagazo que le tienen a la concha y a
asumir sus ambigüedades sexuales, una niña segura de sí misma, culta y de
réplicas filosas sería la encarnación de todas sus pesadillas. Una Mafaldita
así encarando a un símil Laje sería para alquilar balcones. Algo similar
presenciamos, ya, a través de ciertas intervenciones de Ofelia, de Male Pichot,
de Mariana Enríquez —la Mafalda neo-gótica— y de Isabel González, la presidenta
del Centro de Estudiantes de Filo que dejó balbuceando al pelele libertario
Iñaki Gutiérrez: las sobrevuela un espíritu mafaldesco, sin duda alguna.
Ojalá a
alguna creadora o creador argento se le ocurra ir por ese lado. Un personaje de
esa estirpe respondería a nuestra necesidad de que resuene algo que debe ser
dicho pero sigue amordazado, asordinado por los fuegos artificiales del show
virtual. Si Mafalda tocaba un nervio en los '60, cuando tantas cosas
estaban mejor que ahora, mucho más lo tocaría su heredera, en tiempos de lisa y
llana emergencia. En aquel entonces, la creación de Quino funcionó como la
variante argenta del personajito de un cuento de Andersen: el niño que,
mientras la sociedad fingía demencia, levantó el dedito para señalar lo obvio,
que el emperador estaba desnudo. Hoy necesitamos más que nunca que alguien alce
la voz para que se oiga alto y claro que esto que experimentamos no es normal,
que no se puede seguir así, que no estamos viviendo en democracia sino siendo
víctimas de terrorismo de Estado de baja intensidad y, por ende, reducidos a la
condición de prisioneros domiciliarios o exiliados en nuestra propia tierra.
Mafalda era
esa niña que, antes que jugar con muñecas, prefería tratar al globo terráqueo
como si fuese un bebé necesitado de cuidado constante. Eso es lo que nos está
faltando: la sensibilidad de entender que urge volver a cuidar al mundo como la
criatura delicada que es, en vez de seguir tratándolo como a los jubilados a
quien Pato Bullet faja los miércoles.
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