El
tren 3772, chapa 16, de la línea Sarmiento,
que partió el 22 de febrero de
Castelar a las 7 horas 46 minutos conducido por Marcos Córdoba, en realidad
venía desde el fondo de los tiempos.
Aunque
partía diariamente desde Moreno, los llamados trenes Toshiba habían llegado a
la Argentina en 1962, cuando el ferrocarril surcaba el país por 40.000
kilómetros de vías como venas en un cuerpo. En su momento de mayor esplendor
superaba los 50.000 kilómetros, pero ya por entonces se estaba aplicando el
llamado Plan Larkin, el nombre de un general norteamericano especialista en
ferrocarriles que en el gobierno de Arturo Frondizi recomendó que debían racionalizarse, es decir
disminuir la extensión de sus vías que llegó a ser una de las 10 más grandes
del mundo. Esos viejos trenes recorren hoy los 36 kilómetros entre ambas
estaciones, Moreno y 11 de septiembre, superando en dos décadas su edad para
jubilarse.
Los
trenes ya venían en franco deterioro bajo gestión estatal, y su decadencia era
premeditada para crear el clima propicio para facilitar las privatizaciones. Lo
que los usuarios padecían diariamente, Bernardo Neustad lo fogoneaba desde la
radio y la televisión. La privatización menemista fue leonina. De los 28.000
kilómetros que quedaban se terminaron usando sólo 10.000 kilómetros,
fundamentalmente en la zona metropolitana, con subsidios equivalentes al
déficit originado anteriormente sobre una extensión cuatro veces mayor. Las consecuencias inmediatas fueron setenta
mil obreros menos y centenares de pueblos sumidos en el abandono. Todo bajo las
consignas de “Cirugía mayor sin anestesia” y “Ramal que para, ramal que
cierra”, con el aplauso de los medios dominantes y la complicidad sindical.
UN LARGO VIAJE
Graciela
Mochkofsky, en su libro “ONCE. Viajar y morir como animales” cuenta: “ - Pero
yo no sé nada de transporte-objetó Ricardo Jaime cuando el inminente ministro
de Planificación, Julio De Vido, le ofreció ocupar la Secretaría de Transportes
en 2003. – No importa- replicó De Vido – Vení igual. Néstor Kirchner se
preparaba para asumir como Presidente y le había encargado que se subiera al
barco. Jaime, un viejo conocido, ex secretario general del gobierno de Kirchner
en Santa Cruz, aceptó y se hizo cargo, así, de la administración de una
fabulosa masa de 20.000 millones de dólares en subsidios durante los seis años
que siguieron. Tenía un poder extraordinario para un Secretario de Estado,
porque reportaba directamente al Presidente, sin necesidad de pasar por De
Vido, su superior formal. ¿Qué hacer con todo ese poder? A esta altura era
evidente que las concesiones eran un fracaso y un escándalo. La situación de
los trenes metropolitanos era desesperante. Desde que, en 1994, tomaron el
control los operadores privados, hubo algunas mejoras. Para los defensores de
las concesiones, el resultado era espectacular, porque comparaban la nueva
situación sólo con la de la extrema
crisis de 1989, la peor de la historia de los ferrocarriles, y no con la mejor,
la década de 1960. La realidad era que el número de pasajeros se había
duplicado: de los 212 millones al año que utilizaban el tren antes de las
primeras concesiones se pasó a 479 millones en 1999, y aunque no todos los
concesionarios eran iguales, los servicios eran, en general, más puntuales y
frecuentes. Durante los primeros años de la concesión además, el Estado había
hecho algunas inversiones, en especial en tramos de vías, aunque el estado de
la infraestructura no había mejorado casi nada. Los concesionarios habían
cumplido, también en términos generales, con las reglas de la concesión, y
habían combatido la evasión: en los años previos a la concesión, entre el 30 y
el 60% de los pasajeros, según las líneas, no pagaban boletos; ahora no llegaban
al 10%. Pero en 1997 la economía había entrado en recesión. El gobierno de
Menem había aceptado renegociar los contratos, otorgando nuevas ventajas a las
concesionarias: les dejó aumentar las tarifas sin la condición, fijada en el
contrato original, de que el servicio alcanzara determinado nivel de calidad
(al que no había llegado). …..Todo lo que se había avanzado en servicios y
frecuencias se perdió. Los coches y vagones eran más viejos, las vías estaban
rotas, la arquitectura de las estaciones más arruinada y deformada por
remodelaciones mal hechas, había menor cantidad de coches por tren, algunos
ramales y servicios habían sido abandonados por completo, el confort a bordo
desapareció….. Lejos de reclamar, el Estado- fuera el mandato de Menem o de su
sucesor, Fernando de la Rúa, que caería en diciembre del 2001 por el peso de la
crisis- pagaba altos costos en beneficio de empresas privadas a las que no se
les fiscalizaba el cumplimiento de los contratos. En octubre de 2002, el
presidente Eduardo Duhalde, que había asumido en enero como mandatario interino
por decisión del Congreso, decretó la emergencia ferroviaria. Dado que el
Estado se hallaba en quiebra -se había declarado el default en diciembre del
2001- y, en consecuencia, había dejado de pagar los subsidios a las
concesionarias, éstas también se encontraban
en quiebra, o al borde de ella- o, al menos, éste era el supuesto del
decreto, que sentó nuevas reglas. Por un lado anuló los aumentos de tarifas y
prohibió despedir personal, dos medidas destinadas a contener la situación
social en un momento en que la mitad del país había caído en la pobreza y la
otra mitad orillaba la cesación de
pagos. Por el otro, a modo de compensación, otorgó beneficios extraordinarios a
los operadores de los trenes metropolitanos: con el dinero recaudado por la
venta de pasajes, estos se harían cargo “exclusivamente” de los gastos
operativos y nada más. El Estado pagaría, además de las deudas que tenía
pendientes por obras de infraestructura y de mantenimiento de servicio “indispensables” según las indicaran los
mismos concesionarios, mientras que las obras previstas que no fueran
indispensables quedaban suspendidas. En suma: los empleados conservaban su
trabajo, los pasajeros seguían pagando el mismo boleto y los concesionarios se
quedaban con el mismo negocio que ya tenían. Pero con una diferencia: ahora
carecían de incentivos para mejorar el servicio: el Estado les aseguraba
ingresos millonarios sin obligación de invertir en calidad. En palabras de un
viejo ferroviario: “las empresas reciben más subsidios, las penalidades son más
laxas y los concesionarios pasan a ser los que mandan”. Ésta era la situación
cuando Ricardo Jaime llegó a la Secretaría de Transporte. Kirchner había
prometido la reestatización de los ferrocarriles durante su campaña
presidencial, pero, una vez en el poder, resolvió mantener las reglas
heredadas……En consecuencia, el mandato que recibió Jaime fue mantener las
concesiones y los subsidios para que el precio del boleto siguiera congelado”.
LAS EXIGENCIAS DE LOS ÉXITOS
Uno
de los riesgos de los éxitos es no prever que sus consecuencias pueden ser el
prólogo de un fracaso; o más grave aún, de una derrota. El gobierno ha sido muy
exitoso en la generación de empleo con la consecuente baja notable de la desocupación.
En el 2003, conseguir trabajo era lo más acuciante. El que volvía a trabajar,
con tal vez un sueldo escaso, no le molestaba mayormente viajar en condiciones
precarias al amparo de un pasaje subsidiado muy barato. Millones de personas
han mejorado su situación económica, tienen un trabajo estable con las
limitaciones que ese concepto hoy tiene no sólo en la Argentina sino en todo el
planeta, y legítimamente no quieren seguir viajando en coches sucios,
inseguros, lentos, con salidas irregulares,
de una precariedad alarmante. El éxito en un sentido origina nuevas
demandas en otros. Y viajar como animales a esta altura no puede ser respondido
con señalamientos que ya han sido incorporados por la población como derechos
adquiridos. En ese aspecto, gobernar es como el trabajo oculto de la mujer que
hace las tareas hogareñas: no termina de limpiar, que ya hay cosas que se
vuelven a ensuciar. Es insuficiente responder nuevos requerimientos invocando
sólo anteriores avances.
El
gobierno no percibió que las exigencias habían cambiado y decidió ignorar los
informes de la auditoría y las advertencias que señalaban las altas
probabilidades de una tragedia. La falta de control sobre el uso que de los
subsidios hicieron los concesionarios, las sospechas que la falta de
seguimiento implicaba la posibilidad de retornos y de cajas políticas,
incrementos patrimoniales de Ricardo Jaime y las misteriosas canonjías hacia el
Secretario por parte de los concesionarios cobraron su patética brillantez
cuando el tren 3772 se estrelló en la estación de Once.
CINTURA POLÍTICA
El
kirchnerismo que suele caracterizarse por su audacia política, por redoblar la
apuesta, por mantener la iniciativa, suele caer en una extraña parálisis ante
las tragedias.
Ante
la muerte de 51 personas y centenares de heridos la Presidente tuvo una
reacción tardía. Mantuvo un pesado silencio durante cinco días. Cuenta Graciela
Mochkofsky en el libro mencionado: “Pasado un mes, Cristina Kirchner comenzó a
recibir a familiares y sobrevivientes en grupos de cincuenta en la residencia
de Olivos y en Casa de Gobierno. Les daba sus condolencias, aseguraba que había
hecho llegar al juez su respaldo en la búsqueda de justicia sin importar quiénes fueron culpables y hacía
que un empleado tomara nota de lo que necesitaban: dinero, recursos, ayuda
médica, logística.”
Las
declaraciones del Secretario de Transporte Juan Carlos Schiavi y de la Ministra
Nilda Garré, a horas de la tragedia, fueron muy desafortunadas, como
subestimando la magnitud de lo acontecido. El primero tuvo que renunciar a los
quince días, entre los aplausos de los eternos chupamedias.
Toda
la esfera del transporte se desplazó del área de Julio De Vido a la del
Ministro Florencio Randazzo, que inició una activa política tendiente a paliar
las muchas deficiencias de la línea del
Sarmiento.
El
Ministro y la Presidenta increíblemente, no se acercaron a los familiares a lo
largo de este larguísimo año. Hubo sólo una propuesta fuera de lugar de que los
familiares asumieran el seguimiento de las obras.
Cuando
la Presidenta el 21 de febrero, desde Tecnópolis, decidió en un discurso
recordar y rendirle un homenaje a las
víctimas y un abrazo grande y fuerte a los familiares, otra vez equivocó el lugar
y el momento.
El trato personal e íntimo es el
que hubiera allanado el camino para el
encuentro con los familiares, los que por extracción social, fundamentalmente
los humildes del oeste bonaerense con terribles problemas de transporte, han
sido en su mayoría votantes de Cristina. Por eso es que el comportamiento
distante se expresó en una bronca manifiesta en la Plaza de Mayo.
Es
bueno señalar que a pesar que hace 60 años que murió Evita, ella perdura en los
sectores populares porque asumió el dolor ajeno como propio. Llevaba en su
piel, en su ADN, la vivencia de los padecimientos sufridos. Y puso su vida al
servicio de una pasión reparadora. Y esa pasión es una llama que no se apaga en
quienes la disfrutaron y entre quienes la conocen por trasmisión oral.
No
deja de ser doloroso que organismos de
derechos humanos que son emblemas de lucha y militancia contra la injusticia,
hayan permanecido silenciosos en esta oportunidad o hayan realizado forzadas
declaraciones formales.
UN LARGO VIAJE HACIA LA MUERTE
La
justicia ha actuado con una velocidad desusada para los parámetros habituales.
Están procesados y elevados a juicio oral dos Secretarios del gobierno nacional
(Ricardo Jaime y Juan Pablo Schiavi) y el empresario Claudio Cirigliano. Hay un
ausente entre los imputados, que los familiares de las víctimas reclaman, que
es Julio De Vido. El juez Claudio Bonadío
relata a lo largo de más de 900 páginas el desvío de fondos de
empresarios beneficiados por las concesiones hacia destinos impropios ante la
inoperancia o la complicidad de funcionarios públicos.
Se
hicieron reconocimientos indirectos de los errores por parte del gobierno como
quitarle la concesión a TBA, el despido del subsecretario ferroviario Antonio
Luna y de Antonio Eduardo Sícaro, titular de la Comisión Nacional de Regulación
del Transporte. Todos ellos como su antecesor Pedro Ochoa, en la CNRT, están
procesados. Pero no se verbalizó con
claridad la autocrítica que la situación ameritaba. Mientras se tomaban medidas
concretas como las mencionadas que reflejaban una autocrítica implícita, se explicaba
lo sucedido en la herencia recibida.
Indudablemente, como consecuencia de la tragedia de Once, se
están haciendo importantes trabajos en el Sarmiento y una modernización que aún
no se percibe en los viajes diarios.
El
tren 3772, chapa 16, que partió el 22 de febrero de Castelar a las 7 horas 46 minutos
conducido por Marcos Córdoba, en realidad venía desde el fondo de los tiempos.
Había
partido su deterioro cuatro décadas antes. El
maquinista Marcos Córdoba concluía trágicamente un viaje iniciado cuando él aún
no había nacido. Estrelló un tren que debió haber sido vendido como
chatarra dos décadas antes, que no tenía el mantenimiento adecuado, en el que
de los cinco frenos tenía anulados tres de ellos y otro con capacidad
disminuida, que debía frenar con una anticipación incierta y que carecía de
velocímetro, con una sobrecarga de pasajeros que agravaba las dificultades de
frenado y que terminó incrustándose contra un amortiguador que no cumplía su
función.
Como
se ve, una especie de ruleta rusa diaria. Y cuando se muere jugando a ese juego
macabro, el muerto no muere en un accidente sino que simplemente se suicida. Y
como aquí el que manejaba el tren-el arma- es el Estado a través de
concesionarios no controlados, lo que en otro contexto es un accidente, aquí
pasa a ser un homicidio.
24-02-2013
Todos
los derechos reservados. Hugo Presman. Para
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