Cruzaron el Océano
dejando atrás el hambre, la miseria, las persecuciones religiosas y políticas,
la falta de horizontes. El barco era la promesa de un pasaporte al futuro. El
agua era la distancia entre una tierra que se avizoraba como posible y una
ajena donde quedaba enterrada las raíces, la historia familiar, los parientes,
las costumbres comunes, la patria, los reconocimientos implícitos. Había que
navegar mucho más allá del horizonte. Días y días donde ya no estaba la tierra
dejada y era imposible imaginar aquella donde había que intentar construir el
futuro. Apiñados promiscuamente en tercera categoría, era difícil desde el
fondo de un barco soñar con “ hacer la América”. La llegada era tan traumática
como la partida. Funcionarios a los que no se entendía, apellidos que muchas
veces sufrían metamorfosis. Costumbres extrañas a las propias. El Hotel de los
Inmigrantes. El ingreso a la Capital. El idioma como traba enorme. Algunos
empezaron a buscar trabajo en esa ciudad extraña y europea, habitando
conventillos, recorriendo sus calles, golpeando puertas. Otros se dispersaron
por la vasta geografía nacional. Portugueses, italianos, españoles, árabes,
turcos, judíos, eslovacos, croatas, vascos, polacos, alemanes, irlandeses,
mucho más tarde japoneses, coreanos y chinos,
fueron depositando sus sueños, sus sudores, sus broncas, sus esperanzas
en una tierra a veces acogedora, otras hosca y distante. Sobre ese escenario,
millones de historias se entrelazaron, construyendo un país. Desperdigada la
cultura autóctona, perseguidos los indios y negros, marginado el gaucho, carentes de una tradición como los mejicanos
cuyos antepasados son los mayas y aztecas, como los peruanos que provienen de
los Incas, los argentinos, según el
escritor Carlos Fuentes, descendemos de
los barcos. De todas esas culturas, de esa mezcla explosiva de dolores
ancestrales, de miseria profunda, de sueños libertarios, de la necesidad de
construir una vida que permitiera dejar atrás la nostalgia en algunos casos, o
el olvido de una vida de privaciones en otros, se fue forjando un país rico en
contrastes, tolerante o irascible, nacionalista y extranjerizante, querible y
denostado, acogedor y distante. De toda esta trama, donde los novelistas pueden
abrevar historias inolvidables, elijo la más cercana, aquella que me toca tan
de cerca que atraviesa mi infancia, que condiciona mi origen, que se entronca
con mis ancestros. Allá en las cuchillas
entrerrianas donde cabalgó Ramirez, el que usó, según Felix Luna, de palenque
la misma Plaza de Mayo y murió por su amor rezagado: La Delfina. Allá donde
Urquiza se construyó un Palacio en medio del campo, copiado de Versalles, con
techo de espejos, cerámica y mármol italiano. Con lago artificial y barco
traído de Europa. Ahí, en la región encerrada entre ríos, se asentaron mis
abuelos. Allí está todavía jugando mi infancia. En el brumoso y dulce terreno
de los recuerdos hay un campito y una pelota que busca entrar entre dos piedras
o dos montones de ropa. Hay algunos chicos de pantalones cortos pensando en
concretar las jugadas que imaginaron por radio. Allí, en Entre Ríos, en la
soledad y el silencio de un cementerio, rodeado de campo, de antiguas colonias
pioneras, están enterrados mis abuelos y mi madre.
POSTALES
AMARILLENTAS
No sabía entonces de
los gauchos judíos. Mucho menos de Alberto Gerchunoff, a quién su padre rabino
le dijo: “Allí, en la Argentina, trabajaremos la tierra, comeremos pan de
nuestro trigo y seremos agricultores como los antiguos judíos, los judíos de la
Biblia” Como el personaje de Moliere, hablaba en prosa sin saberlo. Estaba en
medio de ellos, en una de las colonias
judías. El olor a leche recién ordeñada. Mi abuela revolviendo con una cuchara de madera el contenido de una
olla grande, elaborando dulce de leche. La cocina de la modesta vivienda tiene
en la memoria dimensiones enormes, con una gran mesa de madera, donde mi abuela
Teresa, Taible en idish, nos servía el desayuno. Una típica imagen de la mujer
rusa. Dedicada a sus hijos, a las tareas campesinas y yéndose a dormir con su
Mundo Israelita o Di Presse, escrito
parte en castellano, parte en idish. Los varenekes salidos de sus manos
aún habitan en mis recuerdos y en mis pituitarias. Mi abuelo se llamaba Jacobo.
El castellano nunca lo dominó con fluidez.
Provenía de Diavatlava en Bielorrusia.
Cuando nació mi
hermana, él no llegó a memorizar el nombre Graciela, por entonces poco frecuente, y cuando
trataron de recordarlo con mi abuela, a el le salió murciélaga, lamentándose
que su hija le pusiera semejante nombre a su segunda nieta.
Lo recuerdo
rezongando por los bichos moro que le arruinaban sus tomates o maldiciendo a
las langostas que le arrasaban sus futuros ingresos. Yo los visitaba en el
campo cuando venía de Buenos Aires, mi tío preferido, su hijo mayor llamado
Efraím, aunque todos siempre lo llamamos Froique. En el prolijo patio de la
casa estaba la heladera de aquellos tiempos, la fiambrera, construida de madera
y alambre tejido puesto a la sombra.
Su hijo menor, Mote lo ayudaba en las tareas
del campo. Una de sus hijas, Clara murió de una especie de leucemia a los 22
años. La otra hija, Rosita fue mi mamá.
En ese campo, escuché
en el relato de Fioravanti, el triunfo de River sobre Boca, como visitante con
gol de Elíseo Prado, en el último minuto, la tarde aquella en que Menéndez y
Sívori reemplazaron a Walter Gómez, lesionado y Angel Labruna, de duelo. Fue el
18 de julio de 1954 por la decimotercera fecha del torneo.
Nosotros vivíamos a
uno pocos kilómetros, en Jubileo, un pueblito casi inexistente donde lo que
faltaba superaba largamente a lo que contábamos. No había ni luz, ni gas, ni electricidad, ni
médico, ni farmacia, ni iglesia. Todas las semanas llegaban los abuelos, en un
carro o en un sulky tirado por caballos, con su frasquitos de dulce de
leche, de chicharrones y su bandeja de
masitas caseras. Era fines de los cuarenta y principio de los cincuenta. Los
niños eran los únicos privilegiados y Antonio Tormo animaba los domingos de
Jabón Federal en la vieja RCA Victor que funcionaba con una batería de auto que
se cargaba en el motor que accionaba la panadería de mi padres. La radio era la
forma que el mundo entraba en esos parajes desolados. Justamente, mi abuela
contaba que cuando el primer vecino compró una radio invitó a todos los
conocidos para que apreciaran el genial invento. Pero sucedió un imprevisto: el
aparato no funcionó. Uno de los concurrentes exclamó socarrón: “ Pero si será
zonzo Jaime, como puede pensar que de una caja de madera saldrá una voz”.
Los diarios, La
Nación, La Prensa, llegaban cuatro y
cinco días tarde. Primicias, noticias urgentes, no transitaban por “El año del
Libertador General San Martín”
A veces mi abuelo me
contaba de su niñez en un pueblito cercano a Odesa. De los progrom de los
cosacos. De una fiesta en que entraron pegándole a los asistentes y como le
asestó un certero golpe de puño a uno de los agresores. Del viaje a Odesa para emprender la travesía a la Argentina. De los duros tiempos
iniciales con la colonización impulsada por la asociación del Barón Hirsch. De
su gusto por la carne y el asado. Cuando vendió su pequeño campo se fue a vivir
a San Salvador, donde muchas veces para aumentar su jubilación, traía y vendía
pescado en la calle condicionado con barras de hielo. Cuando mis padres
enajenaron la panadería, se mudaron a San Salvador. Vivimos varios años todos
juntos: mis padres, mis abuelos, mi tío Mote, mi hermana y yo. La muerte los
sorprendió ya ancianos, consciente que
su hija sobreviviente padecía cáncer. Primero se fue mi abuelo y unos años
después mi abuela, que llegó a ver el casamiento de su nieto mayor con Elsa, y
que precedió en unos meses la muerte de mi madre.
POSTALES
AMARILLENTAS II
La historia de mi
abuela paterna la conté en un trabajo
dedicado al día de la madre. Es aquel que decía: No hablaba el castellano.
Había venido desde el otro lado del mundo, de un pueblito cercano a Odesa, la
capital de Ucrania a orillas del Mar Negro. El siglo recién comenzaba y la
Argentina era “ la tierra prometida “. Aunque a ella solo le hubiera tocado
unas pocas hectáreas y una vaca lechera. Había tenido varios hijos. Pero el
último había nacido con los pies en sentido opuesto a lo natural. Por esa época
otro vecino de la colonia padecía la misma situación. La madre de nuestra
historia vendió la única vaca lechera, cargó a su hijo y sus limitaciones, y
desde la colonia entrerriana, subió al tren y con sus temores y sus miedos
descendió en Buenos Aires. La ciudad ya era importante y se volvía intimidante
para una campesina que había trocado las persecuciones rusas por las cuchillas
entrerrianas. Trotó por esas calles desconocidas, por los hospitales precarios,
con esos escasos billetes conseguidos de canjear el mantenimiento familiar por
el futuro de su hijo. La operación, riesgosa para la época, era la única
posibilidad de revertir el destino de discapacitado para Elías. Aislada por la
falta del manejo fluido del idioma, su peregrinaje fue penoso. Su hijo fue
operado y el éxito de la cirugía le cambió el horizonte. El joven hizo el
primario en la colonia y un secundario reducido en Concordia y se casó con una
joven y bella muchacha de Colonia López, el mismo lugar donde nació el
dramaturgo Osvaldo Dragun. Pusieron una panadería. Se levantaban cuando la luz
no había logrado desplazar a la oscuridad. El se subía a su carro tirado por
caballos, y recorría la soledad de los senderos barrosos, repartiendo el pan y
las galletas. Ella se quedaba en la panadería, y con su fuerte carácter dirigía
a los empleados y atendía a los clientes. Todo ello mientras criaba a sus dos
hijos, en ese villorrio caído de los mapas, que recibía la denominación alegre
de Jubileo. Es difícil imaginar en la era de Internet aquella geografía. Sin
luz eléctrica, ni calefacción. En los primeros años de matrimonio sin heladera,
carente de agua corriente, medico y farmacia. El pueblo era tan precario que ni
Iglesia tenía. El centro urbano más cercano, que tenía lo que a Jubileo le
faltaba, estaba a solo 18 kms, pero al cual se accedía solo a través de un tren
que hacía un viaje de ida por la mañana, y uno de vuelta por la tarde. Sobre
las carencias fueron forjando una buena situación económica. Rosita y Elías le
dieron todo a sus dos hijos, incluido las respectivas carreras universitarias.
Cuando ellos ya eran adolescentes, crió a una sobrina que perdió a su madre al
nacer. Cuando la vida parecía que iba a compensarla de un trayecto duro, un
cáncer se interpuso en su camino. Solo tenía cincuenta y cinco años. La campesina rusa del relato fue
mi abuela a la que no conocí y Rosita fue mi madre. Y Elías es mi padre. Y como dice Rodolfo Braceli en “ Madre
Argentina hay una sola, “ A veces los humanos consuman milagros, que no suceden
por milagro / A veces la vida sigue y se prosigue / entonces la muerte no es
una derrota”.
DESCENDIENDO DE LOS BARCOS- ASCENDIENDO A LOS AVIONES
En la Argentina de la
movilidad social ascendente, los colonos sembraban trigo y cosechaban doctores.
Mis abuelos leían y escribían con dificultades. Sus hijos terminaron la
primaria y algunos la secundaria. Sus nietos son todos profesionales. Alguno de
ellos volvió a surcar el océano como sus ancestros para encontrar bajo otros
cielos, los que los abuelos buscaron y encontraron en ésta tierra a la que
adoptaron integralmente. Tomaron el mate como los paisanos pero dándole la
particularidad de colocarle un terrón de azúcar. Se pusieron bombachas y botas,
montaron los caballos con pericia y habilidad. Se sintieron argentinos y
transmitieron el orgullo de serlo a sus hijos y nietos, sin dejar de contarles y enseñarles la tradición cultural
de donde provenían. No hicieron la América, pero accedieron a una vida digna
como alguna vez soñaron o imaginaron en sus lejanas tierras. Y paradójicamente
en alguna o buena parte, Argentina fue hecha por ellos. Superaron las condiciones adversas y por eso
fue un desgarramiento doblemente sentido cuando observaron perplejos como un
país construido con la inmigración se convirtió durante décadas en un país de
emigración sostenida, primero política y luego económica.
Mi abuelo siempre
repetía un viejo proverbio ruso: “ Hay quienes pasan por el bosque y sólo ven
leña para el fuego”. El vio en ese bosque llamado Argentina un don de la
naturaleza por la cual se entraba a la vida y valía la pena luchar por ella.
Sus nietos tuvieron que convivir, padecer y luchar contra gobiernos e
ideologías que talaron el bosque para
hacer leña y luego prendieron el fuego. Esas llamas aún nos envuelven.
23-11-2003
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