12 marzo 2023

Helado de vainilla

                                                          05/03/2023 Tiempo Argentino

                                                      

 

                                                                      Por Damián Verduga

 
Era enero de 1983 y había llegado con mi mamá a Buenos Aires hace tres meses. Por primera vez iba a vivir en la Argentin
a. Nos habíamos ido, con ella y mi papá, a mediados de 1974, cuando yo tenía solo cuatro meses de vida. Como para la mayoría de los hijos del exilio, mi desarraigo no fueron los países en los que había pasado la infancia sino la vuelta a mi lugar de nacimiento. Ni siquiera hablaba como argentino. Tenía un acento que mezclaba mexicano y ecuatoriano.

 

Nos habíamos instalado en la casa de mis abuelos maternos, en Ciudadela. En la vereda de enfrente había un almacén que en ese verano tenía una puerta hecha de tiras de plástico de distintos colores para evitar que ingresen las moscas. Las galletitas dulces se exponían en frascos de vidrio y se vendían por peso. Unos metros más allá, en la esquina, estaba el galpón con techo de chapa en el que funcionaba el Club Once Corazones. Y cruzando la Avenida Hipólito Yrigoyen  había unos terrenos baldíos que pertenecían al Ejército y tenían el pasto crecido.

 

Había tardes en las que me iba a recorrer el barrio en bicicleta. Recuerdo que tenía todo el tiempo un nudo en la garganta. Las calles de Ciudadela estaban recauchutadas aquí y allá. La mayoría de las casas eran modestas, pintadas con tonos apagados, grises, blanco mate, marrón, verde oscuro. Había terrenos baldíos habitados por pastizales que nadie cuidaba. No puedo asegurar si el barrio me despertaba lo que sentía o si todo lo que me rodeaba pasaba por la lente del desarraigo. No había nada que me gustara. El entorno era una ilustración de mis propios sentimientos, cierto ambiente fantasmal me habitaba por dentro y me rodeaba por fuera.

 

A cuatro cuadras de la casa de mis abuelos había un lugar en el que mi ánimo solía cambiar. Llegar ahí era como cruzar una puerta hacia un oasis en medio del desierto, un lugar en el que aparecían colores alegres y la atmósfera se cargaba de optimismo: era la heladería Monte Bianco. Estaba en la esquina de  Avenida Gaona y Falucho. El local tenía grandes ventanales; había mucha luz natural. El mostrador era de color amarillo intenso. Detrás, a un costado, estaba la máquina para fabricar helado. En la mayoría de las ocasiones la tenían apagada y con las cuchillas puestas a 90 grados, horizontal, para que descansen. 

 

El hombre que atendía tenía unos 40 años. Vestía siempre una camisa color crema. Se mimetizaba con los productos que fabricaba. Era un hombre de helado.

 

Llegó el día de mi cumpleaños. Mi mamá había vuelto a vivir de modo permanente a la Argentina después de muchos años. Tenía tantos títulos universitarios que no entraban en una valija, pero solo había conseguido trabajo haciendo encuestas. Le pagaban muy poco. Volver del exilio era casi como empezar de cero. Yo sabía que no había muchos recursos para un cumpleaños. Además no había empezado la escuela. Mis amigos habían quedado a 9000 kilómetros de distancia, en ese México que añoraba, lleno de colores, sabores, aromas.

 

Debió ser pasado el mediodía. Mi mamá entró en la pieza y me dijo que la acompañara. Salimos de la casa de mis abuelos, cruzamos por el caminito de baldosas el patio delantero y luego la puerta de reja oxidada. Caminamos bajo un sol abrasador por la calle San Roque hasta Falucho, doblamos y seguimos hasta Gaona. Entramos a la heladería Monte Bianco.

 

El hombre de helado estaba parado detrás del mostrador. Se limpiaba las manos con un trapo rejilla. Mi mamá le pidió un kilo de helado de vainilla. Luego giró la cabeza y me dijo que era mi regalo de cumpleaños. 

 

El hombre de helado se dio vuelta y agarró de un estante uno de los potes de telgolpor que tenía apilados. Abrió una de las tapas de la heladera y empezó a llenar el envase con la paleta. Cargó el pote hasta el borde, le colocó el celofán y lo cerró.

 

Salimos de la heladería. Saqué la tapa del envase, el celofán, se los di a mi mamá y comencé a comer con la cucharita de plástico.  Mientras caminábamos sólo recuerdo una sonrisa de mi mamá. Seguramente hubo alguna conversación, pero en mi memoria sólo quedó guardada mi atención puesta en el helado.

 

Llegamos a la casa de mis abuelos y me fui a la habitación. Me senté en mi cama. Recuerdo la sensación como si la estuviera viviendo en este momento que escribo: metía la cucharita en el pote, la sacaba desbordada y luego me la introducía en la boca: cremoso, frío, dulce. 

 

Ahora que mi mamá se ha ido, hay veces que, en medio de la noche, cuando el insomnio se apodera de mí, repaso distintos momentos de la vida y siempre aparece ese 19 de enero de 1983 en el que cumplí nueve años. El recuerdo es una caricia. Había encontrado algo que me gustaba de la Argentina, a la que había vuelto arrastrado por la vida de mis padres y no por mis propias decisiones. Ese kilo de helado de vainilla es uno de regalos más inolvidables que he tenido. Mi mamá, sin saberlo o sabiéndolo, había logrado que empezara a sentirme en casa.

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