Un nuevo aniversario del suicidio de Fabián Madorrán
Tan
olvidado como sepultado en el pasado con una historia incompleta, el árbitro
Fabián Madorrán es un ejemplo de cómo aún falta una memoria sobre las
injusticias en el mundo del fútbol argentino. Esta nota se propone recuperar la
crónica de una discriminación flagrante que terminó con la carrera profesional
de Madorrán como árbitro en un nuevo aniversario de su suicidio.
Por
Gonzalo Beladrich
5 de
agosto de 2022 Página 12
Revista El Gráfico número, 20 de abril de 1999. Crédito de fotos Maximiliano Didari.
En
abril de 1999 Fabián Madorrán no podía decir que era homosexual. Hacía dos años
que él arbitraba partidos de fútbol de Primera División y había llegado al
escalafón más alto del referato: Árbitro FIFA. Los ojos que se posaban sobre él
eran muchos más que los que lo habían visto dirigir de joven en la liga de
fútbol de Chascomús. Ahora salía en televisión: se lo veía en Fútbol de Primera
cada domingo y en los programas de cable que durante la semana analizaban con
lupa su desempeño. El ascenso meteórico que protagonizaba en el fútbol
argentino lo había sacado del closet como árbitro. Algunos de esos ojos que
ahora se posaban sobre él empezaron a analizar también su comportamiento fuera
de las canchas.
En
abril de 1999 yo todavía era árbitro de fútbol. A los dieciocho años subía y
bajaba las escaleras del edificio de calle Viamonte todos los viernes esperando
saber qué partido me tocaría dirigir ese fin de semana. No serían los mismos
que los que arbitraba Fabián, claro. En mi caso los papeles que entregaban en
la ventanilla del cuarto piso de la AFA podían decir cosas como “GLORIAS DE
TIGRE vs. ACASSUSO, Fútbol de Salón, Categorías 6°, 5° y 4°”. Además, los
árbitros pasantes no cobrábamos por nuestra labor, trabajábamos gratis. Sin
embargo, es posible que mi alegría cada vez que me daban una de esas
designaciones estuviera a la altura del júbilo de Fabián cuando le decían que
tenía que dirigir a Boca o a River.
El
árbitro FIFA
En
abril de 1999 todos en AFA hablaban de la sexualidad de Fabián Madorrán. No creo
necesario explicar de qué manera lo hacían. Fabián comenzó a salir en los
medios a defenderse de algo que se planteaba como una acusación. Pasó por
revistas, radios y canales de televisión con un guion: debía negar su condición
de homosexual. La entrevista que publica la revista El Gráfico tiene preguntas
grotescas: “¿De dónde sale esta calumnia?”, “¿Te pusieron la cruz por
envidia?”, “¿Qué querés? Sos muy buen árbitro y encima tenés pinta”.
Los
periodistas Alfredo Alegre y Rodolfo Cedeira firman una nota a todas luces
armada. El número 4.150 de El Gráfico ─abril, 1999─ destacará un textual de
Madorrán en tapa (“Lloro por mi fama de homosexual”); la misma tapa tendrá al
Chipi Barijho rodeado por doce porristas: La fiesta de Boca.
El
recorrido de notas a Fabián no terminará allí. En el canal de Youtube de SIGLA
(Sociedad de Integración Gay Lésbica de Argentina) aún puede verse la
entrevista que en ATC ─también en 1999─ le hace Guillermo Marconi, secretario
general del Sindicato de Árbitros Deportivos de la República Argentina, con
preguntas parecidas a las de los periodistas de El Gráfico y el mismo objetivo:
negar que haya homosexuales en la elite del fútbol nacional. Fabián Madorrán
interpreta bien su papel; conoce el texto y lo actúa sin fisuras. Es posible
que ya le esté cayendo una ficha: en el Reglamento de Fútbol las reglas son más
de diecisiete.
Para
finales de 1999 yo había puesto en duda mi continuidad en la carrera arbitral.
Empezaba a lidiar con mi propia salida del closet y el mensaje que bajaba en
Viamonte era contundente: una cosa o la otra. Después de mucho pensarlo, en el
año 2000 decidí renunciar. Me ayudó haber hablado con Javier Castrilli, a quien
había conocido en esa época. Él hacía poco que se había ido de la AFA, pegando
un portazo y denunciando en juzgados situaciones espurias. Me contuvo en
tiempos en los que me costaba mucho saber cómo seguir. Todavía hoy recuerdo sus
palabras: “Hacés bien en dudar. ¿Para qué les vas a regalar a estos tipos los
mejores años de tu vida, si además no te garantizan nada?”. Una tarde hablé con
mi instructor en el sindicato de árbitros y le dije simplemente: No quiero
seguir. Al igual que Fabián, ese día yo también lloré.
Tarjeta
roja
Fabián
Madorrán ejecutó con suficiencia el papel que le escribieron, superó el acoso
de los medios y siguió dirigiendo. Vueltas de la vida, le tocó a él ser el
árbitro de aquel partido de 2002 en el que Santa Cruz, un jugador de Banfield,
le metió el dedo en el culo a Riquelme para tratar de sacarle la pelota. Los
dos le daban la espalda a Fabián, que no pudo ver la provocación de Santa Cruz
y sólo alcanzó a apreciar la ostensible reacción de Román: una trompada que
dejó al jugador de Banfield tumbado sobre el pasto. Madorrán echó a Riquelme:
fue la primera expulsión para el crack de Boca en más de ciento cincuenta
partidos.
En
el año 2003 yo trabajaba en un call center, era estudiante universitario y
había dejado atrás mis (pocos) años como árbitro de fútbol. Estando en mi box
me enteré de que un telegrama de tres líneas había terminado con la carrera de
Fabián Madorrán. “Mala aptitud física y técnica”, rezaba el comunicado que le
llegó. Me pareció increíble por lo burdo: Fabián era técnicamente mejor que la
mayoría de sus colegas y nunca quedaba lejos de las jugadas. Lo primero que
pensé fue: Lo echaron por puto.
Madorrán
tenía un cariño especial por la ciudad de Córdoba. Viajaba seguido y le gustaba
quedarse allí cuando lo designaban para arbitrar. Una vez que la AFA lo echó
hizo dos cosas: le inició juicio y pidió un crédito para un emprendimiento.
Decidió abrir un negocio redituable en ese tiempo: un cibercafé. Consiguió el
dinero en Lanús, pero antes de viajar contó que fue asaltado. No faltó quien
dijera que perdió hasta el último centavo en la ruleta. En cualquier caso
parece haber sido el detonante.
Fuera
de juego
Las
crónicas de esa época cuentan que su amigo, un cordobés de nombre incómodo:
Jorge Videla, le dijo que fuera para allá, que alguna salida iba a encontrar.
El 30 de julio de 2004 un micro que había salido de Buenos Aires dejó a Fabián
Madorrán en la terminal de micros de la ciudad de Córdoba.
Eran
las ocho y media de la mañana. Dos horas después, Fabián estaba muerto. Dicen
también esas crónicas que había escrito una carta dirigida a Jorge. Fue contundente:
al no tener ninguna posibilidad de trabajar, no tenía más sentido seguir
viviendo. Dio instrucciones para el cuidado de sus padres, ya grandes, y de un
hermano. También le agradeció a su amigo la calidez y el “aguante” en tiempos
esquivos.
Dejó
el departamento de Balcarce y Boulevard Junín (hoy Boulevard Illia) y se
dirigió al Parque Sarmiento. Hacía frío. Algunas personas ya transitaban el
enorme espacio verde ubicado frente a la terminal de micros, a pocas cuadras de
la Casa de Gobierno. Buscó una zona que le resultaba atractiva y se sentó bajo
una pérgola. Llevaba pantalones oscuros, zapatos negros y una campera con su
pistola nueve milímetros en uno de los bolsillos. Fabián Madorrán puso el arma
en su boca y apretó el gatillo. La apacible mañana de viernes se vio sacudida
por un estruendo. Un hombre se acercó a la pequeña glorieta. Vio un cuerpo
yaciendo ensangrentado sobre un banco y llamó a la policía. El oficial que
llegó al lugar lo reconoció y lo tapó con unos diarios antes de que el coniferal
se llenara de curiosos. En la carta que dejó antes de quitarse la vida,
Madorrán parafraseó a Diego Maradona al referirse a la manera en que la AFA se
deshizo de él: “Me cortaron las piernas”. Tenía treinta y nueve años.
Las
causas que llevaron a Fabián a quitarse la vida las sabía él; lo demás son
conjeturas, explicaciones que solemos buscar para sobrellevar la extrañeza que
provocan los suicidios. Lo que no tiene discusión es que la AFA jamás hizo un
mea culpa por la forma en que destrató al mismo juez que muy poco tiempo antes
había ponderado y resaltado. No lo recuerda lo que debería, a pesar de ser el
único árbitro de elite en la Argentina que se quitó la vida; mucho menos abrió
el debate sobre los homosexuales en el fútbol local. Aún hoy resulta una misión
imposible encontrar a un jugador en actividad, un árbitro en actividad, un
dirigente o un director técnico afuera del closet. Fabián Madorrán hizo la
expiación en nombre de otros que, como yo, estábamos desbordados por tener que
llevar una “doble vida”. En todos estos años siguió flotando en el aire la
misma pregunta: ¿De qué sirvió?
Recuerdo
que me enteré del suicidio de Fabián en el mismo call center en el que
trabajaba y que me puse a llorar por segunda vez. Las mías no fueron lágrimas
guionadas, sentí que de nuevo me arrancaban esos sueños juveniles, truncos
demasiado pronto. No conocí personalmente a Madorrán. Solo una vez coincidimos
en un bar gay e hicimos contacto visual, sin cruzar palabras. Me hubiera gustado
charlar con él para tratar de entender cómo soportó dos décadas de carrera en
un medio tan hostil, pero ya es tarde. Se cumplen dieciocho años de su muerte y
casi nadie se acuerda de él. Doblemente muerto. Mientras tanto, los torneos
siguieron pasando. Incluso en tiempos donde se puso en debate quiénes podían
acceder a los partidos, el suicidio de Fabián Madorrán pareció dejar algo en
evidencia con la fuerza de los epitafios: el fútbol nunca fue para todos.
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