Con una emotiva carta,
Jorge Fernández Díaz despidió a su madre
Jorge Fernández Díaz y su madre Carmina Crédito: Gentileza
1 de octubre de 2019 • 18:01
Transformar
el dolor en palabras. El periodista Jorge Fernández Díaz puso
en una serie de versos todo el amor y los más bellos recuerdos que le dejó
Carmina, su madre, que falleció el viernes.
En el
arranque de su programa radial Pensándolo Bien, en Radio
Mitre, el periodista de LA NACION le dedicó una carta que
se reproduce a continuación:
Mi madre
se despidió de su hijo seis o siete veces. Parecían despedidas rotundas,
dolientes y en cierta medida lúcidas, abiertas como breves fogonazos
conscientes en medio de la tiniebla de la desmemoria.
Regresé
llorando a casa cada vez, y anduve como sonámbulo por la vida, creyendo que se
apagaría definitivamente en cualquier momento o que el Alzheimer la hundiría en
la incomprensión definitiva y total, y en la oscuridad del ensimismamiento.
Pero de
pronto la visitaba y ella estaba allí, como siempre, en su cama, y resulta que
no recordaba para nada nuestra desgarradora despedida. Esa maldita enfermedad
de la mente hace que te despidas dolorosamente de tu madre en el andén, que la
veas subir al tren que se la llevará para siempre, y que regreses a casa hecho
pedazos, pero dispuesto a iniciar el duelo.
Para
luego volver al andén y ver que tu madre continúa sentada en un banco, que se
bajó del tren y que ignora cuanto sucedió, y que parece dispuesta a despedirse
como si no se hubiera despedido jamás, en una repetición perpetua del adiós.
Fue así
que el viernes pasado mi hermana Mary, que tan amorosamente veló sus últimos
meses, me llamó por teléfono mientras yo pulía mi artículo dominical y me dijo
con voz temblorosa que mamá había muerto.
Tuve
entonces un fuerte sentido de irrealidad, dejé todo y corrí hasta la residencia
asturiana, donde permaneció internada el último año, al cuidado de un
gerontólogo magnífico y de enfermeras maravillosas.
Esta vez,
contra mi propia incredulidad, mi madre había subido al tren y éste había
partido: el andén y el banco estaban vacíos, y corría la suave brisa de una
melancolía anticipada.
Se
convirtió en cenizas a su voluntad, una mujer que nació en un Asturias
pobrísimo, que sufrió la orfandad y el hambre, que llevaba en su frente el
destino de la derrota y la mediocridad. Supo contrariar el sino y salir
adelante como millones de inmigrantes que llegaron a estar costas de empecinada
cultura del trabajo.
Se
llamaba María Carmen Díaz pero todos la llamaban Carmina. Nació en una aldea
suspendida en los verdes prados asturianos. Y hacia 1946 mi abuela la puso en
un barco y la mandaron al otro lado del mundo. Fue un acto de desesperación.
Quería salvar a su hija de la miseria. Le prometía que pronto emigraría el
resto de la familia y que todos vivirían juntos y felices en Bs As. Mi madre
con 15 años viajó solita y sola a esta ciudad desconocida y se entregó a unos
tíos sustitutos que la trataba como una especie de hija y sirvienta.
Algo
falló, la familia fue quedando en España y Carmina creció, estudió, trabajó y
se enamoró. Y de repente se dio cuenta que había quedado atrapada de este lado,
de la otra orilla del océano Atlántico, a 12 mil km de su hogar.
Experimentó
durante décadas ese desarraigo trágico e insalvable pero con el correr de los
años se dio cuenta que era argentina. Hacia el año 2000 sufrió una depresión
muy seria, acompañada en ese entonces por muchos amigos. En el proceso de
vender lo poco que había conseguido para volver a las aldeas de Europa de las
que había partido Era la primera vez en la historia de América Latina que una
misma generación de inmigrantes, expulsada por la miseria del país de origen,
era también expulsada 50 años después por el país de adopción por el mismo y
siniestro motivo.
Una
psiquiatra fue la mujer que la sacó adelante. Yo estaba muy intrigado en lo que
pasaba en esas sesiones, así que un día Carmina un poco a regañadientes me dijo
que la doctora era un poco comprensiva y que ella le contaba detalladamente su
propia historia. Carmina soltó. La doctora llora cuando yo le conté lo que pasé.
Fue entonces cuando anoté en mi cuaderno: "La mujer que hacía llorar a su
psiquiatra".
Me dije a
mí mismo: "Si la vida de mi madre es capaz de conmover a un especialista
de calamidades, merece ser contada". Entrevisté a Carmina durante 50
horas, después entrevisté a mi padre, Maciel Fernández, y con esos testimonios
escribí Mamá, un libro que solo pretendía explicarle a mis hijos de dónde
veníamos y por lo tanto quiénes éramos. No hay mayor mentira que la frase
"descendimos de los barcos" operada para ser rápidamente argentinos.
Porque esa frase implica ocultar el pasado y esas enormes y fascinantes
familias que son acreedoras de nuestra verdadera identidad. Las peripecias de
mamá fueron un éxito inesperado, que ella vivió con agradable naturalidad. Este
mismo enero volvió a ser relanzado en España y allá el mundo literario hablaba
de las memorias de Carmina mientras su memoria real agonizaba en una cama de
Palermo.
Triste
paradoja. Sé que el éxito de ese libro no se debe a mi periplo narrativo. Sé
que mamá y el libro fue leído por cientos de personas porque fue un símbolo y
un reflejo de otras historias parecidas. Inmigrantes españoles, italianos,
polacos, gente que reconstruyó esta nación con su sentido del honor y su
sentido de sacrificio; en una épica que los nacionalismos tratan de barrer
debajo de la alfombra. Una épica que forma parte indeleble de nuestra
nacionalidad y del progreso que anhelamos. Creo firmemente que solo esa épica
recreada nos salvará de la decadencia nacional.
Yo había
leído mucho sobre el alzheimer y los hallazgos de la neurociencia, pero solo
enfrentándome al padecimiento íntimo de mi madre me di cuenta de que la memoria
lo es todo. Sin ella no hay identidad ni funcionalidad. Sin memoria no somos
nosotros. Ni siquiera somos la sombra de lo que fuimos. Supongo que vislumbré
el principio del fin hace dos diciembres cuando mi mujer Verónica y yo pasamos
un fin de años a solas con ella. Mamá ya no podía mantener una conversación
coherente, entonces yo comencé a preguntarle por su infancia. Y ella repasó con
nombres propios y lejanos aquellos tiempos de heridas y privaciones.
Mientras
lo hacía, yo les escribía por Whatsapp a primos de Oviedo y le pasaba los
nombres de vecinos ignotos y desconocidos que mi madre pronunciaba. Todos ellos
resultaban asombrosamente ciertos y exactos. No podía recordar el primer plato
que habíamos cenado esa noche pero podía evocar la remota peripecia de un
asturiano que trabajaba en un remoto pueblo aledaño.
Después
de brindar bajamos juntos en el ascensor y al llegar a la calle quise ponerla
prueba. "¿Dónde está tu casa Carmen?", le pregunté. Desorientada,
señaló hacia su izquierda, hacia Puente Pacífico, cuando ella vivía hacia la
derecha, en la calle Ángel Carranza. Me di cuenta que ya no podía volver sola,
que no conocía el barrio donde había transcurrido toda su existencia.
Sentí un
escalofrío. A partir de entonces fue todo barranca abajo. No quiero recordar
los pasos de esa caída porque prefiero olvidarla. Prefiero que esa caída no
tape su imagen espléndida de los tiempos felices.
Mi madre
fue mi gran interlocutora a lo largo de la vida. Me regaló la colección Robin
Hood y me convirtió con ella en un escritor de aventuras. Junto con Carmina, y
en la vieja casa de Ravignani, admiramos juntos a Howard Fox, Stevens, Michael
Curtis, "Billei" de William Wilder, tantos artistas clásicos que
influyeron sobre mi obra.
Con
Carmina discutí de política y periodismo. Cada vez que publicaba una columna,
me llamaba para comentarla. Cada noche, después de terminar un programa en
Radio Mitre, yo pulsaba su número y esperaba su cruda evaluación. Les aseguro
que hubiera sido en otras circunstancias de la vida una gran periodista. Tenía un
instinto natural y una elocuencia de actriz de comedia. Era como Orson Wells,
una comediante, una comediante y una poeta oral. Pero era, sobre todo, una
dulce guerrera.
El tren
por fin partió. Sé que me rodearé para siempre de aquel andén mítico buscando su
fantasma, que me espera justo en aquel banco vacío. En aquel, para reírnos y
abrazarnos.
Escucho ahora mismo su risa, su voz, su indignación, su compasión y sus
inefables sentencias. Y oigo detrás de ella el rumor, el rumor de su vieja
patria.
se lo podrian regalar a miky Pichetto para que relea su propia historia...…
ResponderEliminarrodolfo
El tristemente célebre mal de Alzeimher, una enfermedad tan maldita que habría que prohibirla.
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