Por Horacio Çaró
Publicada en 06/10/2019 Redacción Rosario
La llegada del macrismo al Gobierno,
la etapa previa y el devenir de la gestión del equipo de CEOs hubiese sido
insostenible sin el blindaje discursivo, operativo y fraudulento del
dispositivo de las empresas de comunicación y sus soldados, coroneles y generales.
Un repaso de dichos y hechos sin autoridad moral.
La primera víctima de una guerra es
la verdad, se ha proclamado hasta el cansancio. Y la Argentina vive desde hace
años una guerra declarada por el periodismo hegemónico, que a todas luces
confesó haber iniciado esa conflagración en boca de uno de sus coroneles, el
extinto editor de Clarín Julio Blanck.
No alcanzará jamás el tono entre
compungido y avergonzado con que el escriba echó luz a una acción por todos
conocida, pero al ser explicitada por uno de los destacados miembros del
ejército agresor, la misma adquiere una tonalidad más trágica, habida cuenta de
las víctimas, que por cierto no se circunscriben a la verdad, y son seres de
carne y hueso.
La bandera de la libertad de
expresión enmascara la luz verde que el Estado le da a las corporaciones
empresariales para que usen a los medios como plataforma de negocios y
disciplinamiento social a través de la construcción de sentido e instalación de
una agenda única e indiscutible.
Ese esquema trastoca toda posibilidad
real de libre expresión, porque en realidad hay una élite que se apodera de ese
derecho, que elabora un simulacro de verdad con el cual inocula a vastos
sectores de la sociedad, que viven con la sensación de que su opinión vale, que
es autónoma y, lo más grave, que aquella verdad es inapelable.
De ahí a la inimputabilidad del
periodismo falaz hay un trecho que se mide en pocos centímetros. Salvo que se
compruebe que hubo real malicia –harto difícil con el sistema judicial
imperante–, existe una perversa cobertura que permite que los grandes medios
manden al combate a periodistas inescrupulosos a publicar opiniones
difamatorias, información falsa, “investigaciones” amañadas, y toda la
parafernalia conocida.
Esos mismos grupos mediáticos son los
que determinan quiénes son los corruptos, establecen la vara con la que debe
medirse la moral pública, y son los que, a través de sus voceros más abyectos,
cuestionaron al periodismo que intentó desenmascararlos, calificándolo de
“militante”.
El cuatrienio macrista dejó al
desnudo un entramado que existe antes aún de la aparición del kirchnerismo,
pero que se profundizó al calor de las políticas públicas que pretendieron
ponerle coto a tan desmesurado poder. Una alianza cuya ferocidad deja marcas en
la epidermis social, compuesta por esas corporaciones periodísticas, un sector
absolutamente podrido del Poder Judicial, las estructuras visibles y las
clandestinas del aparato de inteligencia heredado de la última dictadura cívico
militar, y una dirigencia política cooptada por las embajadas de países cuyas
finanzas y negocios juegan algún papel en la Argentina.
A la luz de los resultados de las
primarias de agosto, los principales rostros de ese andamiaje criminal salieron
a cumplir dos misiones. Una corresponde al reacomodamiento discursivo, que
permita a sus mandantes negociar con el futuro Gobierno condiciones similares a
las que le garantizó el macrismo. La segunda, condicionar a la futura
administración en lo económico y en lo que hace a la política de comunicación,
intentando neutralizar cualquier posible retorno del periodismo “militante”.
Para sorpresa de algunos, ciertas
voces que presuntamente forman parte del contrapeso de ese dispositivo
mediático del poder establecido salieron en los últimos días a decir que no hay
espacio para una “resurrección” de 678. ¿A qué le temen por igual el
establishment y el periodismo avant garde?
En una semana en la que el economista
Alejandro Bercovich, en el marco de la discusión alrededor del periodismo que
se viene ante un eventual triunfo de Alberto Fernández, y la difusión de las
nóminas de periodistas que “moderarán los debates presidenciales, manifestó que
no le gustaba el programa “678”, como si fuera importante su opinión al
respecto o, peor, como si el debate sobre medios y periodismo pasara por ese
eje.
Sandra Russo, uno de los puntales del
programa que salía al aire por la Televisión Pública, y una de las víctimas de
las listas negras y la censura que estableció el macrismo desde el inicio de la
gestión, opinó: “No querer ni apoyar una «Conadep» del periodismo no implica
aceptar pasivamente a los periodistas elegidos por la Cámara Nacional Electoral
para el debate presidencial. Todos tendenciosos que hacen equilibrio. Se puede
ser periodista liberal pero no se puede ser periodista peronista. Ese es el
sentido común institucional. Una mentira que se extiende en el tiempo. Esos no
son periodistas independientes. Son periodistas que disimulan. Y no me quiero
extender”.
Grietas y cráteres
El periodista Daniel Ares, en su blog
El Martiyo, publicó una reseña de los avatares que sufren por estos días terribles
periodistas que en su momento adquirieron prestigio, fama y cierto
reconocimiento entre sus pares y cierto público. Vale la pena transcribir parte
de las descripciones que hace de cuatro de esos sujetos que vendieron o
alquilaron sus cerebros, su moral y sus almas a postores diferentes y no
siempre los mejores.
Dice Ares sobre uno de ellos:
“Oculto, enmascarado con un gorrito rapero y la capucha envolviéndole la
cabeza, el hombre cruza la noche a paso rápido. Se juega la vida. La policía de
Bullrich podría confundirlo con un ladrón, o con un pobre –para el caso es lo
mismo– y dispararle por la espalda. Pero no es un ladrón, ni mucho menos un
pobre, al contrario: es el valiente Luis Majul, que así huye y se esconde de su
propia fama (por lo demás muy merecida)”.
Respecto del segundo, se describe:
“Otrora toro salvaje de las pampas, Jorge Lanata, Búfalo Bill del periodismo
argentino, hoy aparece reducido a una pobre atracción de circo propiedad de un
malvado millonario que viéndolo enfermo, viejo y solo, dispuesto a ser juzgado
por la historia como la mierda que fue, aun así no le da descanso y una vez más
lo obliga a las viejas piruetas y sus tristes chistes”.
El tercero: “El cantor de las cosas
nuestras, Daniel Santoro, agente de inteligencia premiado sin embargo por Fopea
–y hasta por la no menos renombrada y enclenque Corona de España–, autor de
difundidas ficciones lanzadas sin embargo como investigaciones –La ruta del
dinero K, El mecanismo y otras–, marcha rumbo al juzgado
de Dolores llamado a indagatoria, sospechado de extorsión, coacción, espionaje
ilegal, asociación ilícita…”.
Y un cuarto: “Alejandro Fantino,
mediocre relator de fútbol limitado al público de Boca, pensó acaso que bastaba
un peinado nuevo para saltar del periodismo deportivo al político, y allí nomás
sin saber nadar se tiró de cabeza en un océano infestado por los tiburones de
los servicios. Apólogo entusiasta de Marcelo Sebastián D’Alessio, más operado
que la duquesa de Alba, acabó acusado públicamente de pedófilo, y desde
entonces explica y explica…”.
Fuera de lo ocurrente que es Ares, y
de lo atinado de cada descripción, uno de ellos tuvo mucho éxito en la tarea de
instalar o construir sentido, y cuando lanzó al éter la palabra “grieta” para
graficar lo que separaba –y sigue separando– al kirchnerismo del resto de la
especie humana, el micromundo periodístico agradeció ese poder de síntesis, y
el gran público no tardó en adoptar el término con convicción.
En un texto que debería servir de consulta permanente –“El más débil”–,
publicado en 2013, el periodista Hugo Presman desbrozaba algunas de las más
grandes infamias cometidas por el CEO de Clarín, Héctor Magnetto, pero en los
primeros párrafos se dedicó a recordar un diálogo del cual surgió el título de
su artículo.
“Cuando Jorge Lanata vegetaba sin
trascendencia en el Canal 26 y buscaba un empleo bien remunerado, fue
entrevistado por Ernesto Tenembaum, entonces en el grupo Clarín, y ambos
coincidieron en que en el enfrentamiento por la ley de servicios de
comunicación audiovisual, el grupo mediático más importante, y uno de los
económicos más poderosos, era con relación al gobierno, el más débil. Y el
director de Página 12, medio del cual se había ido según su propia confesión,
por haber sido comprado por Clarín en 1994, sostenía que siempre se ubicaba o
tal vez se alquilaba a favor del más débil”.
Presman sostiene que ambos socios,
más allá de la asimetría de esa sociedad, obtuvieron lo suyo. Y recuerda que
Magnetto “no encontraba en su numerosa tropa un publicista comunicacional de la
magnitud de Lanata… y lo contrató”.
La contraparte, “el ex comediante del
teatro de revistas, decidió cambiar los laureles un tanto marchitos de su
pálido progresismo y decidió refugiarse en la próspera «debilidad» del
multimedio del que había sido un precoz denunciador”.
¿Por qué “la alianza ha resultado
fructífera para los intereses económicos de ambos”, como dice Presman? Pues
porque Lanata “llena sus bolsillos y engorda su ego”, y Clarín “mejoró
considerablemente su poder de fuego ya que se había manifestado impotente de
voltear al gobierno con unas pocas tapas de su matutino, acostumbrado como
estaba a hacerlo como esos boxeadores acostumbrados a noquear a su rival con un
golpe preciso, pero que pierden confianza cuando logran darlo pero el rival
continúa en pie”.
Después de estos valiosos frescos de
quienes, aún de capa caída, mantienen su rol de “formadores de opinión” de un
vasto sector de la sociedad, cabe preguntarse cuánto sobrevive del Estado de
derecho, o cuánta densidad real tiene la democracia en estos términos.
En estas democracias debilitadas, se
hace imposible convivir con un depredador de tal magnitud como Clarín. En boca
del fallecido radical César Jarolavsky, la cosa sería así: “Clarín ataca como
un partido político y se defiende con la libertad de prensa”. Es el crimen
perfecto.
Malformaciones del oficio
Gabriel Fernández, periodista y
habitual columnista de este semanario, recordaba este viernes que fuera quien
fuese quien desgrabó, redactó y editó la transcripción de la entrevista que el director de ese grupo, Jorge Fontevecchia
le hizo al escritor y comentarista político Jorge Asís, publicó así el
siguiente párrafo: “En esa línea, Asís criticó la idea del «pacto social» que
busca llevar a cabo el candidato del FdT con los distintos actores empresarios
y sociales, y sostuvo que «es una aspirina». «El pacto social ya era viejo en
1973 en vida de Perón con Gelman y Rucci. En el pacto, antes de sentarte con
los empresarios ya te aumentaron todo. Es una aspirina, es un paliativo»,
opinó”.
Fernández no pretendió juzgar el
error de confundir a aquel ministro de Economía, José Ber Gelbard con el poeta
Juan Gelman, pero adujo –disimulando con humor su indignación– algo que vale la
pena traer a estas líneas: “Lo puntualizo porque no es un asunto menor:
imaginen el criterio de redactores que pretenden adentrarse en la vida nacional
desconociendo al ministro de Economía de Juan Domingo Perón. ¿Qué pensarán que ocurrió
en 1973? ¿Un apasionado fervor empresarial por la lectura de los poemas de Juan
Gelman? ¿Mayores ventas de la Mayonesa Hellmann’s?”.
El mismo medio que sostiene, cuando
se pretende copiar y pegar un textual, que “el periodismo profesional es costoso
y por eso debemos defender nuestra propiedad intelectual”, publica una burrada
impropia del “periodismo profesional”, sea este costosos o visiblemente barato
y berreta.
Es triste observar la precaria
formación de algunas y algunos periodistas. No es un fenómeno novedoso, podría
decirse que todo comenzó cuando los grandes medios, en especial los gráficos,
comenzaron a desprenderse de las viejas y viejos con más experiencia en este
oficio terrestre, tal como lo nombraba Rodolfo Walsh.
La llegada a esos medios de
empresarios que nada tenían que ver con la profesión representó una lamentable
sangría de hombres y mujeres producto del ajuste de personal, la caída de la
inversión y el ánimo de rapiña y la avidez de hacer negocios más rentables que
el periodístico, para los cuales los nuevos dueños necesitaban de esas
plataformas de presión extorsiva.
¿Para qué tener editores si con
correctores alcanzaba?, se preguntaban los advenedizos. ¿Por qué es necesaria
“tanta” gente en un equipo de producción televisiva para hacer exteriores? La
berretización técnica pronto llegó a los contenidos, y el reemplazo de
profesionales formados dio paso a muchas y muchos jóvenes más propensos al
éxito rápido y a “hacer carrera” que a consolidar sus saberes periodísticos y
aportar a la calidad del producto.
A nadie debería extrañar o sorprender
escuchar a periodistas “especializados en economía” repetir como loros lo que
los brokers de la city porteña les susurran a sus oídos respecto de variables,
políticas monetarias, inflación, valor real de las divisas, incidencias de los
costos laborales en los precios relativos, y tanto más. Cuesta menos colonizar
que formar, y en última instancia, para formar están las fundaciones y think
tanks neoliberales.
Los mismos periodistas que,
socarronamente, pregonan que el peronismo es inclasificable e inentendible; los
que con una pereza intelectual notable o inconfesable interés sostienen que
Carlos Menem es lo mismo que Néstor Kirchner y que Alberto Fernández no tiene
por qué ser distinto si todos son peronistas, distinguen claramente que hay
periodistas “independientes”, ellos, y otros “militantes”.
Como se dijo más arriba, el
periodismo independiente es un contrasentido. Y los periodistas que tienen un
ideal político, sea que militen orgánicamente o apenas simpaticen con una
fuerza política, del color que sea, siempre tendrán mayor autoridad moral que
quienes alquilan su opinión, tuercen el sentido de cualquier información y
hasta mienten por una paga. Ni independientes ni militantes. Ésos son
maleantes.
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