El 16 de septiembre de 1976, una ola de secuestros
que quedó en la historia como La Noche de los Lápices eligió como víctimas a
diez militantes políticos adolescentes. Aquí dan su testimonio dos de los
cuatro sobrevivientes.
Por Emilce Moler
No me acuerdo
No me acuerdo. Lo intenté cientos de
veces, pero no me acuerdo. Tengo imágenes de ese día, muy pocas.
Me veo en la marcha, caminando junto a
otros compañeros. Charlaba. ¿Con quién? ¿Qué ropa tenía? No me acuerdo.
Caminaba tranquila, por la mitad de la columna. Era el año ´75, a la
tarde, estaba templado.
¿Dónde estarían en la marcha Claudia y
Panchito? Ellos iban al turno tarde del Bachillerato.¿Cómo habrían hecho para
que los dejaran salir de la escuela?
¿Quién la encabezaba? ¿Serían
Alfredito, Pomelo, algún otro compañero de la escuela técnica? ¿Hubo corridas?
¿La policía reprimió? Tengo imágenes borrosas donde nos alejábamos y después
volvíamos.
¿Qué canciones cantábamos? Lo hablamos
tantas veces con varios compañeros de la UES de La Plata y ninguno recuerda
haber cantado la canción “Tomala vos dámela a mí, por el boleto
estudiantil”.
Estrujo el pasado y tengo miedo de
inventar algún detalle para poder decir algo más de esa marcha. Tantas veces me
han preguntado de ese día; trato de ser fiel a mis recuerdos, que son tan
pocos.
Recién hace unos meses leí la crónica
del diario El Día de esa fecha: fue el 6 de setiembre y hubo pequeños
disturbios. Me inquietó ese hecho, lo tenía totalmente borrado. Una marcha que
iba a ser constitutiva de mi vida y yo ni siquiera me acordaba de en qué mes
había sido.
Me acuerdo que en esos meses iba a
barrios a enseñar dibujo. ¿Con quién iba? ¿Dónde era? No me acuerdo. Tengo
grabado un nene que pintaba sólo con lápiz negro, sin colores. Intenté
persuadirlo de que usara crayones, Faber de colores, no hubo caso. ¿Qué le
pasaría?
Mis recuerdos del ‘75 los vivo como en
el juego de la rayuela, salto con una pierna y llego a la imagen de una marcha
con mucha gente, obreros, trabajadores, universitarios, en contra del
Rodrigazo.
Salto a otro cuadrado y me encuentro en
discusiones sobre la crisis económica, recesión, inflación. ¿Habrá sido ahí que
se gestó la idea del boleto estudiantil? Es probable. La participación
estudiantil decaía, había que buscar ejes de acción que aglutinaran. Los
secundarios de los colegios industriales también estaban llevando acciones de
protesta. Extrañaba las asambleas de mi escuela. En el ‘75 nos habían mudado de
edificio y los preceptores eran de la CNU. Nos controlaban. Tan distintos a los
que habíamos tenido en años anteriores: eran compañeros, te ayudaban, te
aconsejaban, te impulsaban a la participación política. “Dejate de joder” me
dijo un preceptor, en un baño de la escuela, mostrándome su arma, en respuesta
a un cartel que había pegado. De eso sí me acuerdo, de esa amenaza sí. Me
dio miedo, pero no mucho, era todo ya muy natural.
Nunca llegué a hablar en una asamblea.
¿Me habría animado alguna vez? No sé. Se hicieron hasta el ´74, yo tenía 15
años, estaba en tercer año, casi nadie de mi edad hablaba. Todos eran sólidos
hablando, me convencían de distintas propuestas. Todavía no había entrado en la
UES en esos años y dudaba mucho de las mociones a votar: toma de escuela,
acompañar las marchas, jornadas solidarias, ayuda a presos políticos, hacer
banderas, pintar paredes, repudios a atentados; siempre causas justas, para
mí.
Tiro la piedra y cae en el cuadrado
donde había reuniones largas, discusión de la lucha armada, miedos, quiebres de
mis creencias. Tenía que trabajar mucho internamente, era muy “liberal”, como
se decía en esos años.
Disfruto cuando la piedra de la
rayuela cae en las peñas con los compañeros. Me gusta quedarme en este
cuadrado, me permite evadirme de las muertes. Me lleva a las risas, bromas, las
cumbias en los barrios, las vueltas caminando entre miradas cómplices. Charlas
infinitas sobre cómo íbamos a hacer la patria socialista, nacía el hombre
nuevo, todo eso íbamos a lograrlo, todo valía la pena. Hasta el ´85 no había recordado nunca
más la marcha del boleto estudiantil. Apareció en el Juicio a las Juntas. No
fue la mención de ese acto lo que me impactó, fue verme nombrada en el juicio,
mi nombre impreso en todos los diarios. La gente murmurando.
Siempre explico que yo nunca oculté mi
detención, pero hasta ese momento me gustaba manejarlo a mí, como a casi todos.
Yo definía a quién se lo contaba, cómo, dónde y cuándo. Lo iba haciendo a pasos
firmes y cómo me quería mostrar. Ya había dado una entrevista a una radio de
Mar del Plata, como ex detenida. Se lo había contado a una amiga y a mi grupo
más cercano de amigos. Había hablado con una abogada que estaba muy cercana al
Juicio y me había avisado que preferían mi testimonio para el juicio a Camps,
no era necesario para las Juntas. Así lo hice, declaré contra Camps, el 5 de
agosto de 1986, junto a mi padre, el primer policía que declaró contra otro
policía.
¿Cómo me sentí cuando vi mi nombre en
el diario de las Juntas? Desnuda, invadida, ya no iba a controlar más mi vida,
entraba en otra dimensión. No era miedo, me angustié. Piedra libre: atrás
de esa sonrisa hay dolor, hay tortura, fue presa. ¿La gente me tendría
compasión? No quería la compasión de cualquiera. No quería que me digan
pobrecita, quienes fueron cómplices de lo que me había pasado, por mirar para
otro lado, por omisión o distracción, eso me enfurecía, me indignaba. Debía
armarme una coraza para eso.
¿Por qué era tan importante nuestro
caso? Éramos ex detenidos como todos, con los mismos sufrimientos, dolores,
angustias que tantos. Es más, a mí me estremecía quienes habían perdido a sus
hijos, padres, hermanos. Nosotros sólo éramos jóvenes, nos quedaba la vida por
delante para luchar y pedir justicia para los que no están. Así me veía en ese
momento.
La militancia de la UES en aquellos
años ni se nombraba, nadie quería decirlo, no se podía ni hablar de eso. Pocos
compañeros habían asumido su militancia estudiantil o en organizaciones
comprometidas con la lucha armada, era entendible, éramos “la peste”. Nadie iba
escuchar las denuncias de “guerrilleros”. Por eso a mí me gustaba hablar
personalmente, en grupos chicos donde podía decir que era militante de la UES y
por eso me habían detenido. Si no, no me sentía cómoda dando mi
testimonio.
Me negaba a decir que me habían
detenido por el Boleto, pero si no lo decía, quedaba fuera de la historia; que
era la mía, con matices, era y no era la mía. Era estudiante secundaria,
secuestrada entre el 16 y 17 de setiembre en la ciudad de La Plata.
Por momentos quería abandonar ese
relato por no ser fidedigno, pero también encerraba cosas profundas de mi vida.
Me acuerdo con muchos detalles los días compartidos en la celda de Arana con
Claudia y María Clara. Guardo las palabras que nos dijimos, los ruidos, los
olores, los silencios, los sollozos y las risas sofocadas. Las manos
entrelazadas, los intentos de rozarnos los dedos, la frialdad del banco de
cemento. Puedo contar los dolores y la dignidad de Horacio, el deambular por
pasillos, los gritos, las intermitencias de la radio.
Eran mis compañeros, mi historia
compartida con ellos. Yo estuve allí. Le di la mano a Claudia cuando lloraba
y me enojé con ella por decisiones erradas. Salí con ellas al patio del pozo de
Arana el 21 de septiembre cuando quisieron que festejemos el día de la
primavera y nos obligaban a cantar. Sí, de eso me acuerdo.
Sólo quería ser una ex detenida desparecida
más, como tantas otras. Con eso tenía bastante, no necesitaba otra cosa.
Había cumplido 26 años, vivía en Mar
del Plata, trabajaba en distintas facultades, estaba embarazada de Pilar;
Mariana estaba por cumplir 3 años y debía asumir todo eso, sola con mi pareja,
que le habían matado a su hermano. No había internet, apenas alguna
comunicación telefónica o alguna carta para enterarte lo que pasaba en Buenos
Aires.
María Seoane me llamó para comentarme
que junto a Ruiz Nuñez iban a escribir un libro con nuestra historia. ¿Cuál era
la historia? ¿La que yo recordaba? Todavía no la tenía en claro. Me preguntó si
quería colaborar. Me tomé tiempo para contestar, lo charlamos con mi viejo,
testigo clave de los hechos. Decidimos que sí. Y acá se bifurca la historia.
Discusión, enojos, puntos de vista diferentes. Me retiré sin siquiera empezar.
En todos estos años no nos pudimos poner de acuerdo con lo que pasó en esas
conversaciones telefónicas. Hoy las diferencias ya mitigadas, entendiendo que
cada una tiene alguna parte de la verdad en esas tensas conversaciones, en
tiempos políticos difíciles y temblorosos personales.
Una tarde, estaba tomando la leche con
mis hijas, Mariana me comentó que habían hablado de La Noche de los Lápices en
la escuela y ella trató de explicar que su mamá era una sobreviviente. No le
creyeron. Se indignó y discutió. Pilar, con sus 9 años acotó: “Sí, yo no supe
cómo explicarlo, es un lío”.
Fue en ese momento que me dije que
había perdido demasiadas cosas en mi vida como para perder un pedazo de la
historia. Me la puse a cabalgar, a mi manera, tomando lo que es mío, sólo eso.
Y aquí me encuentro, entre las memorias y desmemorias de esta historia.
Me acuerdo de muchas cosas que me
duelen. Y de otras, como la marcha… casi no me acuerdo.
Ya no son víctimas, son compañeros*
Me tome el micro “Río de La Plata” a la
Capital en plaza Italia de la ciudad de La Plata, donde aún vivo. Me dirigía al
Centro Cultural General San Martín, sede de la Conadep casa central. Sólo sabía
que estaba por calle Corrientes. Siempre solo, después de haberme presentado en
la Legislatura de la Plata ante la Conadep. Cuando declaré ahí, por las caras
de los que me escuchaban, sentí que algo importante había hecho. Llamaron a un
abogado de Buenos Aires y escuché que le decían que era importante, me pidieron
que me presentara al abogado Gerardo Taratuto. Lo hice y fueron horas, días,
semanas… Declaré y declaré. Él iba hilando, consultaba datos y me decía lo que
tenía, armaba el rompecabezas. Yo tenía convulsiones de palabras, de hechos. Él
anotaba.
Juntos vimos que había un hilo
conductor en el testimonio, un secuestro sistemático de estudiantes secundarios
entre agosto y octubre de 1976 en La Plata. La evidencia surge de amigos,
conocidos, estudiantes que salieron, aparecieron. Entonces surge un documento
entregado por un represor que hablaba de varios operativos y un final trágico
para algunos. Ahí aparece la Noche de los Lápices, la manifestación por un
boleto escolar. Yo sólo dije “estuve ahí”. Estaba escrito y nos sorprendió.
Luego de semanas de reconstrucción, supe por papeles que en el Pozo de Banfield
habían separado a siete chicos, entre los que me encontraba yo, para el
“traslado final”, la desaparición eterna, la ausencia permanente y el
escarmiento perpetuo al movimiento adolescente de militantes sociales y
políticos.
Un año más tarde fue el Juicio a los ex
comandantes responsables del golpe de Estado. Supe que iba a declarar y ser
testigo principal sobre la Noche de los Lápices. Luis Moreno Ocampo, fiscal de
entonces, sabía que solo me importaba recordar y nombrar con quién había estado
más de noventa días en cautiverio, la obsesión de hablar de ellos. Al salir del
tribunal e ir a la sala donde esperaban otros testigos recuerdo que le dije a
Norita, hermana de Horacio: “Lo nombré. No me olvidé”. Y nos abrazamos y
lloramos. No me importaban mis más de cuatro años en una unidad carcelaria bajo
el régimen del PEN. Les había hecho un juramento en el Pozo. Llegó el día y di
testimonio. El país y el mundo supieron que había estado en el Pozo de Banfield
con otros adolescentes y mujeres embarazadas. Que adolescentes de 15 a 18 años
y mujeres embarazadas que habían dado a luz no habían sobrevivido. Que ahí
habían sido asesinados. En un sótano en el Pozo.
Fui amenazado para que nunca contara lo
visto y oído. Era un salvoconducto para no matarme. No cumplí el silencio, era
imposible. No dudé. Cientos de poemas escondidos en la cárcel fueron testigos
de esa obsesión. Al final, mi familia había logrado que apareciera. Nunca supe
cómo lo lograron. El silencio de mis padres siempre lo respeté, aunque lo
denuncie en los juicios. Hoy han fallecido.
Con el tiempo, tuve la sensación de no
cumplir el juramento que les había gritado, de que se supiera de ellos, de su
existencia, identidad, militancia, vida. Necesité hacer algo mas. En 1985
recibí una invitación del organismo Familiares de Detenidos-Desaparecidos por
Razones Políticas de la Plata, e hicieron un audiovisual de la historia
reivindicando su adolescencia en la militancia y organización. Se presentó el
16 de setiembre, día elegido como aniversario, en la facultad de Bellas Artes
de la Plata, junto a los familiares de los chicos ausentes. Fue mágico. Terminó
y cientos de adolescentes, entre lágrimas y emoción, salieron a la calle.
Llovía y marcharon. Y así, desde ese aniversario, desde ese día, nunca más se
dejó de recordar. No hubo un año de ausencia.
Todo esto, más el libro y la película,
fueron mi forma de “sacar” a mis compañeros del Pozo de Banfield. De alguna
forma, cumplí el juramento aferrado a las rejas. Ya no están en el Pozo. Ya no
son víctimas sino compañeros de ideas justas. Sensibilidad social, amor y lucha
digna: tres pilares de su identidad recuperada. Andan libres en cada marcha, en
cada acto. Para algunos serán revolucionarios, para otros serán pasiones, y
para muchos se funden en los jóvenes luchadores de hoy, con un tiempo y
consignas nuevas. Para mí, en soledad, también son lágrimas y orgullo de una
historia vivida junto a ellos en el Pozo de Banfield.
Página 12 16/09/2108
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