28 enero 2017

Sobreactuaciones*

                                                                           Por Jorge Halperín
Expongo mis ideas en los micrófonos de la radio y, con alguna frecuencia, en las páginas de este diario, pero vuelco cuando discuto con un votante de Maurizio, como si se desmoronaran mis modestas habilidades retóricas
Me informo con esfuerzo –y no sólo porque ese es mi oficio–, y me siento preparado para argumentar y respaldar mis opiniones con datos surgidos de fuentes confiables, que colecciono obsesivamente. Pero caigo en la trampa de mis interlocutores, que le hacen pito catalán a la discusión racional lanzando al aire dos o tres frases que podrían ser títulos de tapa de Crónica: “Se robaron todo”; “Dejaron al país en estado terminal”; “Ella mandó a matar al fiscal”
Les muestro lo equivocados que están citando una docena de medidas de fondo de la década pasada que reconstruyeron al país y ampliaron derechos, y les describo cada una de las flaquezas de las denuncias de Nisman y de quienes buscan instalar la idea de un crimen. Les reclamo que discutamos de lo relevante, es decir de políticas que impulsan o destruyen al país, porque no se puede debatir en base a denuncias seriales que no están comprobadas y porque ningún período de la Argentina, bueno o malo, es explicable por la corrupción, ni siquiera por mafia alguna.
Pero alegan que las fuentes de mis datos no son confiables (“Indec, etc.”; por supuesto que no aportan otras), y se muestran irreductibles en sus certezas de que ha sido derrotado un gobierno corrupto y criminal. Por supuesto que también están indignados, con un enojo republicano que no percibí en los años en que Menem fue reelecto y que tampoco les noto cuando se habla de las 214 denuncias que hay contra Mauricio Macri.
Llegado a este punto, empiezo a entender que un gran truco del ciudadano antipopulista es su analfabetismo político y su sobreactuación del republicano indignado. En tiempos de la posverdad parece inútil respaldar un juicio con información veraz. Paga mejor la certeza ciega y la sospecha sobre el político, sobre todo del que no pertenece al elenco de los republicanos indignados.
No estoy afirmando que el universo antipopulista carezca de cuadros capaces de sostener una discusión inteligente sobre políticas. No. Más bien hablo de las expresiones más comunes en los medios y de infinidad de sobremesas entre familia y amigos, muchos de ellos graduados universitarios.
Entablar una discusión seria en este caso es tan productivo como intentar que acepte que efectivamente el hombre llegó a la Luna uno de esos conspirativos que no dudan de que se trató de una filmación en un set del desierto de Nevada. No hay argumento que lo saque de su certeza porque una premisa de la creencia es no confrontarse con la realidad.
Así planteadas las cosas, es el populismo, esa “enfermedad de la república que tiene como síntoma pueblos ciegamente obedientes a un líder autoritario”, el que dispone en realidad de políticas y argumentos racionales, mientras que desde la vereda de los civilizados se responde con chicanas, mentiras (“Hace 5 años que no crecemos”) y exabruptos de barrabrava.
Es fácil pensar que este es el efecto conseguido por los medios hegemónicos, que fogonean como nunca antes. Sin embargo, el impacto de los medios consiste en reforzar prejuicios, no en inventarlos.
Olvidemos por un instante a los medios. ¿Por qué el ciudadano anti K fingiría su certeza de que ha derrotado con el voto a un gobierno corrupto y criminal y ha hecho posible que gobierne el cambio? ¿Por qué sobreactuaría una indignación republicana que, sin embargo, no se ceba con las muchas causas contra su presidente y sus colaboradores?
A esta altura sólo puedo proponer algunas hipótesis:
El mundo de los K es demasiado revulsivo para muchos.
No les gusta el populismo, los liderazgos personales fuertes, la costumbre de las movilizaciones masivas, las denuncias contra el poder económico, y judicial, contra los diarios, canales y radios que consume la clase media, el papel protagónico reclamado para el Estado, la confrontación con Estados Unidos.                
Rechazan a los gobiernos latinoamericanos con los cuales los Kirchner han hecho sociedades, empezando por Venezuela. Les parece intolerable la amplísima libertad otorgada a piqueteros y sectores carenciados para cortar calles y rutas. No les gusta el lugar destacadísimo asignado a personajes como Hebe Bonafini, que cuestiona como una topadora los silencios cómplices frente a la dictadura, ni aceptan los beneficios concedidos a viejos que no tenían los aportes jubilatorios en regla ni a las embarazadas de los sectores humildes. Cuando pagan sus impuestos pensando en que una parte grande va destinada a esos sectores, sienten que les roban todo. No toleran el “garantismo” que protege a los menores pobres ni la hospitalidad ofrecida a los bolivianos, paraguayos y peruanos. Odian que se cuestione a los patrones.
Estos rasgos de las políticas K, gran parte de ellos inherentes a un modelo de inclusión, violentan una idea tradicional de país donde imperan las jerarquías. Las iniciativas igualitarias se dan de patadas con las jerarquías. Y muchos creen que las jerarquías preservan un orden, sean por presuntos merecimientos o por patrimonio. Por ejemplo, la riqueza provoca en muchos ciudadanos una idea de superioridad, si no moral, al menos de espíritu de progreso.
Si estas hipótesis dan cuenta de parte de la realidad, el “Se robaron todo”, el asimilar el populismo a una mafia criminal, expresan un  profundo choque cultural. En lo que el kirchnerismo llamó la “Década ganada” ha sido puesto en cuestión un orden cultural, un sistema de valores que una parte considerable de la población sintió que se le estaba arrebatando, y que confió en aquellos que en 2015 invocaron “El cambio” para que procedieran a reinstalar.
No en vano se juzga este tiempo que nos toca vivir como el de una restauración conservadora. Su punto débil, por suerte, es que se viene ejecutando contra la voluntad de la mitad de los argentinos.
*Publicado en Página 12 27-01-2017

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