CASO AMIA INSÓLITO HALLAZGO
La presente nota se publicó hace casi 10 años en la agencia de
noticias ARGENPRESS ( 25-11-2005) y en dos diarios argentinos de origen judío: “La Voz y la
Opinión” y “Nueva Sión”.
Se hacía uso de la ironía
por el dolor que causaba una investigación con destino a consolidar la
impunidad. Tenía en cuenta al respecto
la frase de Jacinto Benavente: “La
ironía es una tristeza que no puede llorar y sonríe.”
El caso AMIA no deja de sorprendernos. Las investigaciones hasta
el momento, transcurridos ya once años, sólo han llegado a la certeza que la
AMIA fue demolida por una explosión. Lo único que pudo determinarse con
certeza, es que el atentado ocurrió a las 9 y 53 minutos del 18 de julio de
1994. Una infinidad de pistas falsas, pruebas plantadas e interpretaciones
antojadizas surcan un expediente de miles y miles de folios.
Pero un insólito
hallazgo parece destinado a esclarecer definitivamente el hecho con la misma
precisión que las pruebas exhibidas por el juez Galeano y otros funcionarios
que presentaron resonantes resultados como el fiscal Alberto Nisman. Todo se
desarrolló, como no podía ser de otra manera, en forma fortuita. La rotura de
un caño en el moderno edificio de la AMIA, construido en el mismo terreno donde
se levantaba el anterior, objeto del atentado, llevó a que los plomeros
tuvieran que realizar una excavación de dos metros de ancho por tres de
profundidad. De pronto, uno de los trabajadores encontró un tubo de los
utilizados para guardar planos o títulos profesionales, de color azul,
aplastado en uno de los extremos, que fue entregado a las autoridades de la
casa. Grande sería la sorpresa, cuando al abrir el mismo se encontró el testamento
del conductor suicida, que para facilitar la posibilidad de falsas
interpretaciones o demoras en la investigación se tomó el trabajo de hacer una
versión en castellano. También se encontró su pasaporte. En sus aspectos
centrales, el firmante Mohamed Fatula, se asume como único autor y responsable
del atentado, cuya planificación le llevó los últimos diez años de su vida.
Nació en Teherán, vivió su niñez en Damasco, pasó unos años en Tel Aviv, su
adolescencia en Nueva York y en sus vacaciones solía veranear en la Franja de
Gaza. Era soltero y virgen, con lo que pensaba encontrar mujeres en la misma
situación con las que fraternizar en el Paraíso.
Inmediatamente se han tejido diversas hipótesis sobre los
intereses que se han movido detrás del atentado, dado los distintos países por
donde discurrió la vida del conductor suicida. Lo que queda en claro es que no
hay cómplices locales, salvo el traductor que pasó al castellano el testamento
de Mohamed Fatula.
Queda así esclarecido totalmente, mediante este insólito hallazgo,
y en forma accidental, el atentado que costara la vida a 85 personas.
Indudablemente siempre habrá pesimistas que pondrán en duda la forma, el
momento y el lugar en que se hallaba la prueba. ¿Cómo no se encontró este tubo
cuando se limpió la zona para realizar la construcción del nuevo edificio?
¿Cómo se pudo conservar en tan buen estado después de once años?
Incrédulos siempre habrá. Aún hoy hay quienes intentan socavar la
versión oficial de la muerte de John Fitgerald Kennedy, debida a un solo y
único ejecutor como en este caso. O más recientemente, una explosión ocasional
como la de Río Tercero, a la que el entonces Presidente Carlos Menem atribuyó
inmediatamente a un hecho fortuito con la misma seguridad que nos ofrece hoy el
testamento encontrado en la AMIA. O los muchos suicidas con mano invertida que
enterró la década de los noventa.
Hay algunos descreídos que hacen un juego de palabras. Dicen que
si el hallazgo fue hecho por unos plomeros, es evidente que es una
investigación que hace agua. A esto sólo puede responderse con la muletilla de
un hombre que hizo de la palabra un verdadero sacramento, como el presidente
riojano, quien siempre afirmaba: “es una burda patraña”
Lo que no consiguió el juez Juan José Galeano, investigadores
varios, autores de varios libros, lo han conseguido estos esforzados plomeros,
cuyos pedidos de anonimato nos impide hacer público sus nombres.
Un haz de luz ilumina once años de encubrimientos. Como en las
novelas de Agatha Christie, las evidencias estaban a la vista, en este caso a
ras del piso. La justicia es lenta porque siempre tiene pérdidas cuando le
falla el cuerito. Por eso, lo que parece aleatorio y circunstancial responde a
la más diáfana lógica aristotélica. Como diría Sherlock Holmes: “Elemental Watson”.
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