Provenía de la
marginalidad extrema: hija extramatrimonial, mujer, provinciana y pobre, el futuro carecía de puertas en la
sociedad argentina de la tercera década del siglo XX. Dejó atrás los Toldos
natal y Junín de su infancia, buscando el ascenso y la popularidad en el
radioteatro. Encontró en un naciente movimiento popular, el peronismo, el papel
histórico que superaría largamente su interpretación de mujeres famosas que
representaba en mediocres radioteatro. Con sólo veintiséis años, realizó una
gigantesca obra, que a través de la Fundación que llevaba su nombre llegó a
todo el país para suplir las carencias
temporarias de un proceso de redistribución del ingreso y nacionalización de la economía. Fogosa, tenaz, sus
discursos de barricada identificaban con precisión al enemigo. Su odio de clase
la identificaba con los sectores más plebeyos del peronismo. Tenía un techo señalado por la devoción
incondicional a su esposo. Su obrerismo trocaba de signo si algún sindicato se oponía
a Perón. En una sociedad dividida
visceralmente, tuvo apoyos incondicionales y animadversiones insuperables.
Ningún cabecita negra, sus hijos y nietos
olvidarán jamás las máquinas de coser, los colchones, las dentaduras,
los zapatos, los juguetes, las casas, el trabajo, las campañas de salud
pública, las colonias de vacaciones, los torneos infantiles, la protección, la
defensa de los sectores postergados que quedaron asociados a su incesante
batallar. Sus enemigos convocaron a los calificativos más peyorativos para
denigrarla. A tantos años de distancia, en sus discursos emerge con nitidez su
lucha inclaudicable en favor de sus “grasitas, su intemperancia, sus adjetivos
durísimos, la devoción a Perón, pronunciados ante multitudes que la
vitoreaban. Evita, antes que el cáncer
abatiera su fogosidad y vitalidad increíble, convirtió en ley el voto femenino.
No fue feminista, pero concretó la posibilidad que en el cuarto oscuro las
mujeres accedieran a su condición de ciudadanas y al ejercicio de la política.
No pudo acceder a la vicepresidencia por una relación de fuerzas desfavorables,
pero su renunciamiento en la 9 de julio tiene el dramatismo y la belleza de las
tragedias griegas, donde el coro es sustituido por una multitud enfervorizada
exigiéndole que aceptara un cargo que la realidad le arrebataba. Antes de
morir, consecuente hasta el final, compró armas para defender las conquistas
conseguidas y las entregó a la CGT. Mientras en millones de hogares humildes se
rezaba por su vida que languidecía, en una pared quedó estampado “ Viva el
cáncer”.
Su
muerte es la exteriorización de un dolor profundo y es también la burocratización imperativa de un
sentimiento que se tradujo irracionalmente en el duelo obligatorio. Sólo
tenía 33 años. Su desaparición precipitó la pendiente de declive del peronismo,
derrocado el 16 de septiembre de 1955 por la Revolución Fusiladora. El cadáver
embalsamado de Evita, sometido a
flagelaciones inconcebibles, realizó un largo y novelesco peregrinaje, hasta
que fue devuelto a Perón en 1971, como parte de la política de seducción
emprendida por Alejandro Agustín Lanusse, el último presidente de facto de la
dictadura autocalificada de “Revolución Argentina”. A sesenta años de su
muerte, junto al justo reconocimiento, hay un intento del establishment de
pasteurizarla, de momificar su vida con la misma pasión con que vejaron su
cadáver. Pero los adversarios quedan delatados finalmente, con los pelos de
gorila que asoman por doquier.
El odio de sus enemigos
se cebó no sólo con su cadáver sino también con su obra. Felipe Pigna en su
libro “Evita Jirones de su vida” escribió:”Dinamitaron el lugar donde murió
para evitar que se convirtiera en un sitio de culto, prohibieron su foto, su
nombre y su voz, pasaron con sus tanques por las casitas de la Ciudad Infantil
hasta convertirla en ruinas, abandonaron la construcción del hospital de niños
más grande de América porque llevaría su nombre, echaron a los ancianos de los
hogares modelo, quemaron hasta las frazadas de la Fundación, destrozaron
pulmotores porque tenían el escudo con su cara, secuestraron e hicieron
desaparecer su cuerpo 16 años. Pero como sospechaban los autores de tanta
barbarie, todo fue inútil.”
A pesar de las
exhaustivas investigaciones de los fusiladores, no pudieron comprobar en la
Fundación, una sola irregularidad, allí donde llegaron a trabajar alrededor de
once mil personas. En el informe final puntualizaban como negativo que a los
chicos le dieran carne todos los días y eso era inconveniente porque
acostumbraba mal a la gente que no
acostumbraba a comer carne. La escritora Alicia Dujovne Ortiz, autora de una
biografía de Evita sostiene: “La Fundación ….fue el modelo de organización y
honestidad que en la Argentina no ha sido superado…Es cierto que sin su
sacrificio personal, y sin su autoritarismo, la Fundación Eva Perón no hubiera
existido.”.
Más
allá de su arbitrariedad y de cierta
intolerancia de Evita, su recuerdo gana significación con
el paso del tiempo. En el páramo del
posmodernismo, su figura, expresión de ideales colectivos, se yergue asentada
en sus méritos, al tiempo que los años diluyen sus aristas más conflictivas.
Desde algún lugar de la historia el futuro avizorado por Evita es una utopía
imprescindible, en un siglo XX que nos encontró dominados y unidos a falacias
sostenidas por muchos, pero fundamentalmente desde el partido que ayudó a
consolidar. La Argentina menemista le hubiera producido un dolor mucho más
intenso que el de su larga agonía. Sus obreros convertidos en marginales, sus
descamisados desocupados, los niños de
ser “los únicos privilegiados”, pasaron a ser chicos de la calle, cartoneros,
atravesados por el hambre y la desesperanza. Un modelo implementado bajo las banderas
del peronismo, que consideró gasto toda inversión social en salud o
educación. Hubiera montado en una furia colosal al saber que entonces los
únicos privilegiados fueron los mercados y los acreedores, a los que se le
ofreció la vida, el futuro y las esperanzas de los argentinos. Comprendería con
estupor que los que bombardearon a un pueblo inerme el 16 de junio de 1955, los
que profanaron su cadáver, los que fusilaron en los basurales de José León
Suarez, los que arrasaron y asesinaron bajo las etiquetas de “La Revolución
Libertadora”, “La Revolución Argentina” o “Proceso de Reorganización Nacional”,
los que vaciaron la democracia con promesas falsas y traiciones permanentes,
son los que se adueñaron entonces del país, y que realizaron una gigantesca
fiesta con cargo a los descamisados. Muchos hijos y nietos de aquellos obreros
que llegaron a participar del 50% de la renta nacional, tuvieron que cortar
rutas y se convirtieron en piqueteros. En ese escenario oscuro era posible
recordar la frase que el escritor Andrés Rivera pone en boca de Juan José
Castelli: “ Si ves al futuro, dile que no venga".
El 19 y 20 de
diciembre, produjeron un clivaje en una historia de pendiente continúa. Nueve
años después, la mejoría es ostensible, aunque queden enormes hipotecas
pendientes. Pero seguramente, más allá de las críticas que Evita formularía a
quienes lucran con la pobreza, a los que tardan en implementar las soluciones, afirmaría
que mucho se ha hecho para que las banderas que ella enarboló, hoy estén
levantadas y han sido sacadas del pantano de los noventa. A diferencia del pedido escéptico de
Castelli, hoy el futuro, como quería Evita, es esperado con un optimismo
esperanzado.
26-07-2012
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