El autor considera un error reducir todas las
inconsistencias del programa político del FdT a la debilidad personal de
Alberto Fernández. Pero el Presidente, dice, bien representa el agotamiento de
una coalición, de un gobierno, de una política y de una época.
Fernando Rosso
Alberto Fernández, con la prensa acreditada en Casa
Rosada, el jueves pasado. ESTEBAN COLLAZO/Presidencia
1 de enero de 2023 - Diario AR
¿Por qué Alberto Fernández y no la nada?
El interrogante existencial recorre las huestes del Frente de Todos y al
conjunto del universo politizado.
El presidente cerró el 2022 rindiendo homenaje a su
trayectoria: ninguneado por los campeones del mundo que en su regreso
triunfal de Qatar esquivaron la Casa Rosada y se vistieron de pueblo; desafiado
por la Corte Suprema que falló política y judicialmente a favor de Horacio
Rodríguez Larreta en la disputa por los fondos de la coparticipación;
chicaneado por sus aliados (“Agrupación Amague y Recule”, disparó la
vicepresidenta Cristina Kirchner en Avellaneda) y con varios funcionarios o
asesores que camuflaron su abandono del barco con ecuánimes declaraciones sobre
diferencias políticas imperceptibles. Muchos de los que en 2019 se apuraron a
ir “en auxilio del vencedor”, ahora descubren que tenían divergencias de
toda la vida y que no supieron, no pudieron o no quisieron exponerlas cuando
correspondía. Por ejemplo, el diputado Leandro Santoro, “teórico” de
la correlación de fuerzas siempre adversa, que parece que se iluminó de repente
y hoy considera que las cosas deberían haberse hecho de manera distinta de entrada,
como le confesó esta semana al periodista Alejandro Bercovich en el programa Pasaron
Cosas, sin ahorrar referencias a Lenin y a Gramsci. No hay remate.
El enigma de un jefe de Estado que se transformó
en un actor de reparto de su propio gobierno quemará las pestañas de
los futuros historiadores que tengan la desgraciada obligación de narrar estos
años insulsos y condenados al olvido.
Sin embargo, depositar todas las inconsistencias de la
coalición oficial y del programa político que representa en la debilidad
personal de Alberto Fernández es, de mínima, una desmesura. Se le atribuye
exageradamente al hombre toda la debilidad social y política del bloque que
lo elevó al primer plano de la política nacional.
Corresponde remontarse a los orígenes del experimento
político que hoy parece en retirada. Cristina Kirchner buscó en Alberto
Fernández un socio que le permitiera avanzar más allá las fronteras de su
influencia. También quiso encumbrar a alguien que estuviera dispuesto a hacer
lo que ella no podía. Emmanuel Álvarez Agis, exfuncionario de Economía bajo el
último kirchnerismo y titular de la Consultora PxQ sintetizó el movimiento de
la siguiente manera: “Alberto está a la derecha de
Cristina y a la izquierda de Macri”, precisamente por eso “Cristina eligió a
Alberto porque (éste) puede hacer la política económica que ella podría apoyar
pero no implementar”. Acertó en lo primero y erró en lo
segundo: Alberto Fernández tampoco pudo y el peronismo le impuso la
intervención de Sergio Massa en el Ministerio de Economía para evitar una
crisis catastrófica.
La trayectoria del Alberto Fernández mostraba desde el
inicio que se imponía cierta resignación ante la adversidad, una capitulación y
un retroceso estratégico bajo la forma de una ofensiva táctica. Fernández
desplegaba un discurso de superación de la “grieta”, el consenso, el acuerdo y
la utopía más sobrevalorada de los últimos cincuenta años: un Pacto de la
Moncloa a la carta y una solución europea para los problemas argentinos.
Alejandro Galliano (Bruno Bauer) escribió en su cuenta de Twitter que “cada presidente trae la política que aprendió antes: gobernadores, gestionan (Menem, Duhalde, Kirchner); legisladores, crean discursos, épica, identidad (Cristina, Alfonsín). Alberto era un operador: solo sabe intentar quedar bien con todos”. Y no conformar a nadie, se podría agregar.
La afirmación tenía un núcleo de verdad porque el
actual presidente era un hombre con más posición estratégica que
ideología. Después de veinte años del estallido del 2001, del reinado de
outsiders (reales o imaginarios), consumada la obra de restauración de la
autoridad del Estado, el sistema político colocaba en el centro a una
persona carente de autoridad propia. La crisis eterna, el ajuste infinito
de Cambiemos en el gobierno, el hartazgo con el desgastado sistema de la
“grieta” y −paradójicamente− el cisne negro de la pandemia, le dieron sus cinco
minutos de gloria.
Sus evocaciones y referencias históricas
caracterizaron su personalidad política y las múltiples ambivalencias de su
retórica. Quiso ser demasiadas cosas a la vez: un poco el Raúl Alfonsín del
universalismo democrático y el Perón de la unidad de los argentinos; un poco
socialdemócrata y un poco peronista; soñaba con Néstor y se despertaba con
Duhalde; añoraba el 2003 y lo acechaba el 2001; quiso ser amigable con sus
adversarios y garantía para sus aliados; hombre común y a la vez, experimentado
en los mecanismos secretos de la “rosca”; pendenciero en la burbuja de Twitter
y amable anfitrión con el cafecito siempre listo para el diálogo con tirios y
troyanos; quiso ser el nuevo líder de los “machos alfa” del peronismo y el mejor
aliado que ponía fin al patriarcado; el más fiel y el más independiente;
adversario íntimo de Cristina Kirchner y su mejor alumno; porteño como pocos y
federal como nadie; el primer soldado de la cuarentena estricta y el que
escondía festejos imprudentes en las trastiendas de Olivos en el peor momento
del encierro general.
Hasta sus transgresiones (como el
cumpleaños de Olivos) fueron módicas comparadas —por ejemplo—
con las tropelías cotidianas de un Menem que hizo de los escándalos
faranduleros y la exhibición desvergonzada, pilares en la construcción de su
liderazgo a tono con una época de fiesta y restauración.
Sin embargo, quienes lo criticaron (y lo critican)
dentro de su coalición se indignaron porque no se rebelaba contra las
condiciones que entre todos y todas construyeron, contra el camino que
allanaron, contra la hoja de ruta que respaldaron y en la que dejaron jirones
de autoridad política. Le exigieron no sólo que se rebele contra toda una
orientación que elaboraron juntos, sino también contra sí mismo. Y al final del
camino (o del laberinto) Alberto Fernández fue Alberto Fernández.
Es cierto que el Presidente hizo mucho mérito para
“homenajear” a las condiciones generales, pero —digamos todo— su posición
política no puede explicarse sin esas condiciones. Posee la dudosa cualidad
de representar muy bien el agotamiento de un ciclo, de una trayectoria, de una
coalición, de un gobierno, de una política y de una época. Parafraseando a
Ortega y Gasset, Alberto Fernández fue el hombre y sus circunstancias, no
las salvó a ellas ni se salvó él.
Las comparaciones odiosas (como todas) con Néstor
Kirchner, su eventual decisionismo y sus desafíos parciales a determinados
poderes fácticos hacen abstracción de muchos factores (económicos, políticos e
internacionales), pero sobre todo de uno: en el post 2001 los límites habían
sido corridos por una sociedad intratable; en el 2019 las fisuras fueron
suturadas (o atadas con alambre) por todo un sistema político. Puede
afirmarse que el programa más minimalista de la historia (“Hay 2019”) ya
contenía el vacío de una gestión de gobierno: había 2019 y no había nada más.
La oposición de Juntos por el Cambio se mira en un
espejo que le devuelve una imagen de esperanza: “Hay 2023”. Y se desayuna la
cena operándose con la verdad: los turbios secretos de Gerardo Milman; los
pactos espurios de Lago Escondido y las vidriosas relaciones de Marcelo
D'Alessandro reveladas en chats de una procedencia dudosa y una
verosimilitud a prueba de balas.
La pregunta maldita podría hacerse extensiva si uno
volviera del futuro: ¿Por qué Horacio Rodríguez Larreta y no mejor la nada? O
¿por qué un Sergio Massa y etc.?
En el fondo, la crisis en las superestructuras
políticas responde a un movimiento regresivo en las placas tectónicas de la
sociedad expresado no sólo en las cifras aberrantes de pobreza e indigencia,
sino en la precariedad laboral que según Agustín Salvia —Director
de Investigación del programa Observatorio de la Deuda Social Argentina en la
Universidad Católica— afecta al 60 % de la fuerza laboral. Para Salvia, esta
realidad reactualiza debates como el planteado por José Nun en los años ’60 del
siglo pasado sobre la existencia o no de una “masa marginal” en las clases
trabajadoras que no afecta sólo a una determinada estructura de clases, sino a
las capacidades estatales para sostenerla.
La política no gira en el vacío y el vacío de Alberto
Fernández no se explica sólo por la política o por su triste figura. Fue
simplemente un avatar más de las fuerzas tradicionales que se muerden la
cola en el país de los campeones del mundo y de la hegemonía imposible.
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