Por Pablo
Ramos
Tal vez yo, que
estuve con los trotskos del PO y fui parte del grupo de muchachos que fundaron
el local de Avellaneda (allá por los últimos años de la dictadura), me haya
vuelto peronista no sólo para seguir el mandato de mi padre y mi padrino, sino
para sentir que ya no estaba más solo.
Y se trata un poco
del famoso poema de Muhammad Ali, ¿recuerdan? Ese que compuso oralmente, frente
al desafío de un estudiante blanco en una universidad blanca, luego de salir de
la cárcel por negarse a ser carne de cañón en Vietnam. Salió sin nada (ni siquiera
le habían dejaron la licencia para poder boxear) pero salió más entero de lo
que había entrado. Y tengan en cuenta que había entrado bien entero. Lo que no
te mata te fortalece, dicen las abuelas, y habrá de ser.
Entonces, para
entender, y luego para dar a entender de dónde viene mi peronismo, les voy a
contar dos historias. Una que tiene como protagonista a mi padre, y otra a mi
querida hermanita, que murió el reciente diciembre del nefasto año pasado.
Campeón del amor
Mi padre tendría ocho
o nueve años cuando, para la semana de reyes del año 50 o del 51, una caravana
presidida por Eva Perón se detuvo en la esquina de Av. Mitre y Salta, justo
debajo del viaducto de Sarandí. Cualquier persona que provenga de una familia
de trabajadores, y recuerde sus sentimientos de niño, sabe cuál es el juguete
más preciado y más difícil de meter en los zapatos de los reyes obreros, por
más pastito y agua que se les ponga. Ese juguete es la bicicleta. Me contó mi
padre que, abriéndose paso entre la multitud de piernas y los niños alzados que
trataban de llegar al camión de bomberos acondicionado especialmente para
Evita, repetía una frase como un rezo: “una bicicleta, señora, una bicicleta”.
Al ver que se le hacía imposible llegar, y ante el miedo de que la caravana se
pusiera en movimiento nuevamente, mi padre empezó a agitar las manos. Y ella,
que había nacido para mirar lo que pocos quieren ver, lo señaló a él, a mi
padre.
–Sentí, a mí me
señaló, ¿entendés?
Claro que lo entendí.
Como Caruso señaló a Fitzcarraldo, en la película Fitzcarraldo. Y aunque no se
lo dije a mi papá, ahora se lo digo a ustedes: él habrá sentido lo mismo. Y fue
entonces que bajó un muchacho (un ropero, dijo mi padre), uno de esos de la CGT
que siempre la acompañaban a ella, lo alzó y lo llevó al encuentro del hada de
los pobres.
–Una bicicleta,
señora –dijo mi padre–. Para mí y para mis hermanos.
Ella lo miró con
ternura. Y lo que me contó mi padre, que no puedo reproducir porque tal vez no
sea lo suficientemente escritor para hacerlo, es la diferencia entre esa
ternura y la lástima. La exacta diferencia existe entre sentir al otro ajeno o
al otro propio. Y acá entra el poema: “Me: We” fue lo que dijo Muhammad Ali en
esa universidad blanca del sur de los Estados Unidos. Pero Evita se había
quedado sin bicicletas. Y se lo dijo al niño que era mi padre, a la vez que
levantó en sus manos un par de patines nuevos.
–No me quedan más
bicicletas, negrito –le dijo–. Salime campeón con esto.
Lo impresionante de
la historia es que mi papá, que nunca había soñado en andar en patines, salió
campeón en los torneos Evita de ese mismo año, seis meses después de esa
caravana y de ese deseo casi cumplido. Y ganó la medalla que encontré este fin
de año y que es la foto que aquí les mando. Tiempo después, unos años antes de
que mi padre muriera, cuando me contó esta historia, le pregunté cómo es que en
tan poco tiempo había aprendido a patinar y había salido campeón. Mi padre
respondió algo que, creo yo, era la esencia de su peronismo.
–No sé. Me lo había
pedido ella.
Los que están rotos
La historia de mi
hermana tiene que ver con un día del niño y una fábrica de alfajores muy famosa
de la ciudad de Avellaneda. El dueño de esa fábrica me lo contó hace unas pocas
semanas (todavía me causa escozor escribir la frase “en el velatorio de ella”).
Resulta que mi
hermana presidía un club llamado “Brisas del Plata”. El club que antes había
presidido mi padre, en el cual nos criamos sanamente todos los pibes del
viaducto. Un club que estuvo a punto de desaparecer en cada etapa neoliberal
que atravesó el país y que, como tantos otros clubes de Avellaneda, fue
recuperado por un gobierno peronista. Mi hermana era una persona muy importante
para su comunidad, para su barrio, para los chicos de su barrio. Su barrio es
mi barrio. Y resulta que todos los días del niño, todos los reyes y todos los
17 de Octubre se encargaba de organizar chocolates, meriendas, juegos,
proyecciones de películas y todo tipo de actividad, para entretener a los
chicos y darles un momento de felicidad, tratando de formar esa conciencia, esa
idea casi nunca expresada en palabras, que es la esencia del ser peronista. La
idea de que el yo tiene que convertirse en nosotros. Y para esos festejos
Verónica preparaba todo, y lo hacía a plena voluntad de locomotora. Cortaba la
calle sin pedir permiso en la municipalidad, alquilaba caminatas lunares o
castillos inflables con plata de su propio sueldo, mangueaba leche, pan, dulce,
juguetes de manera a veces prepotente a los comercios del barrio. La
prepotencia de mi hermana era una prepotencia del amor. No apretaba a la gente,
más vale, sino que los ponía con pocas palabras en una chicana moral, y la
única manera de salir era donando algo. Y acá viene lo que me contó el dueño de
la fábrica de alfajores, abajo, en las puertas del velatorio, en un momento en
el cual yo no me animaba a entrar a ver todo eso que estaba en un cajón y que
se me hacía imposible pensar que podía estar ahí adentro.
–Hay una cosa que
aprendí de tu hermana. Te lo quería decir a vos, que sos escritor. La primera
vez que ella vino a pedirme alfajores, para un día del niño, me acuerdo que la
hice esperar bastante. No a propósito, sabés. Sino porque estaba enquilombado
de cosas. Quilombo con el sindicato, ya sabés lo que es tener una empresa.
Yo lo sabía, había
tenido varias empresas, pero no le dije nada.
–Cuando tu hermana me
contó cuántos chicos eran, más de cien, a los que al menos le tenía que sumar
un adulto que los acompañaba, le dije que no había problema, que había muchas
cajas de alfajores rotos o mal envueltos. Que podía llevárselos todos. Ella se
me quedó mirando y no dijo nada. Me miró con esa cara que miraba, ya sabés.
Yo sabía, seria le
iba a decir, pero no le dije nada.
–¿Necesitás algo más?
le dije. “Necesito los alfajores sanos” –dijo tu hermana–. “Rotos ya tengo a
los pibes”. Y por supuesto que no solo se los di, sino que también senté un
precedente para que viniera por alfajores todos los años.
Ya no va a venir más,
pensé. Pero no le dije nada.
–Ya no va a venir más
–dijo él–, y se fue.
Igualmente los pibes
de mi barrio pueden quedarse tranquilos por dos cosas. Mi hermana dejó hijos y
sobrinos que siguen el mismo camino. Me dejó también a mí, que trato de seguir
ese camino. Y mucho más importante que a mí, a mi cuñado Juan José, el Pirri. Y
si sueñan con una bicicleta, y no se la pueden comprar, le mandan una carta al
intendente de Avellaneda y el sueño obrero se va a hacer realidad. Como allá,
en el 50 o 51, un año antes de que muriera Evita, la primera mujer que nos
mostró la diferencia entre decir Yo y sentir Nosotros.
PÁGINA 12 27-01-2018
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