MADRE
El día de la madre de 1977 fue el 16
de octubre. Hace cuarenta años. Cuando yo tenía sólo 32 y mi madre apenas 55
años. Había muerto en el Sanatorio San Camilo nueve días antes, en un
primaveral día de octubre. Cuando uno entra a la edad en que empieza a jugar
con la muerte tiempo suplementario o definición por penales, cobra real
dimensión lo joven que se fue mi madre y cuanto ha pasado en esta larga
ausencia. Lo que más lamento es que la temprana partida la haya privado de
conocer a sus nietos y bisnietos. Que no alcanzó a ver muchas de los pequeños
triunfos de sus hijos y nietos. Que nos
haya faltado en los días en que las madres más hacen falta para compartir las alegrías
o para venir con ese consuelo que sólo ellas pueden proporcionar. Me faltaste
cuando dos años después nació Diego que es hoy un científico reconocido. O para
acompañarla a Elsa en el embarazo y los dolores de parto. O cuando después de
una larga lucha tu hija Graciela tuvo mellizos, Pablo y Marina. Se que te
hubiera gustado mucho las parejas de tus nietos Josefina, Leandro y Nana. Y te
hubieras pavoneado con la pequeña trascendencia de tu hijo, aunque no
compartieras nada de sus posicionamientos ideológicos. Que estarías desbordada
por tus bisnietos Elián y Joaquín.
Parece mentira, pero siempre me
vuelve a la memoria aquel día de tu muerte. Venías librando una batalla
prolongada con el cáncer, que se aprestaba a coronar su triunfo. La
quimioterapia te había destruido tanto como el tumor. Eran las 9 de la mañana cuando pasé por el
sanatorio para ver como estabas, rumbo al trabajo. Alrededor de la cama estaban
tu nuera Elsa, tu cuñada Elena y el gran amor de tu vida Elías, tu esposo, mi
padre. De pronto te empezaste a sentir mal y te faltaba el aire. Mientras
llamábamos a la enfermera te empezamos a apantallar. No entendíamos lo que pasaba.
Después nos enteramos de que te habías descompensado y que la presión había
bajado a cuatro. Más tarde nos dijeron que esa situación podía producir daño
cerebral. Nos hicieron salir de la habitación. Sólo volvería a verte 10 horas
más tarde cuando ya la muerte celebraba su triunfo. Los médicos corrían,
entraban y salían de la habitación. Sentados en la escalera esperábamos mi
mujer, mi hermana, y mi cuñado. Mi hermana, muy joven, alentaba esperanzas
basada en la notable fortaleza que Rosita, nuestra madre, había exhibido a lo
largo de toda su corta vida. Varias veces, desesperado, llamé a los médicos que
la trataron a lo largo de 8 años. Me atendía la secretaria. Le rogué que
vinieran, a ver si podían hacer algo. Incluso llegué a amenazarlos que los buscaría
con un revolver. Ellos sabían que ya no había nada que hacer y tenían que
ocuparse de aquellos que podían sanarse o prolongar su vida. Alrededor de las
17, mi madre le preguntó a Elías ¿Como estás? Yo estoy bien, pero como estás
vos la interrogó mi padre. Cuando a las 19 la batalla concluyó y lo supo mi
padre gritó desesperado ¡Vieja! que aún resuena en mis oídos. Unos minutos
después entré para verte por última vez y darte el beso de despedida. Un cuarto
de hora más tarde comenzó a llover. Luego el velatorio y al día siguiente
emprendimos el viaje a Entre Ríos y por dificultosos caminos de barro te
enterramos en ese cementerio de Colonia López, por esos campos ajenos donde
pasaste tu niñez, donde creciste y en tu adolescencia te enamoraste de Elías, y
donde desde el 2006 él te vuelve a acompañar en ese viaje sin retorno. Lo
tétrico del cementerio y un cielo encapotado parecían arrancados de una película
de Fellini. Descreído de todo lo religioso, me reemplazó mi tío preferido
Froique, en la ceremonia religiosa que le corresponde al primogénito, como lo
haría mi cuñado Alberto, 29 años después, cuando la misma ceremonia se
realizaba en el entierro de mi padre.
Siendo agnóstico creo que la vida
concluye con el último latido. Que no hay un después.
Pero hoy prefiero imaginarme o creer
que nos están mirando Rosita y Elías desde un más allá, repasando sus vidas. Y
que están felices de ver que hemos cumplido con algunas cosas que aspiraban
para nosotros. Que recuerdan sus luchas en esa panadería de Jubileo, Elías
recorriendo con su carro a tracción a sangre las colonias distribuyendo el pan.
Y Rosita con su temperamento incendiario al frente del negocio. Luego cuando
abrieron un negocio de Ramos Generales en San Salvador. La sociedad familiar
con su hermano menor, su crecimiento y luego la traumática separación
societaria. La crianza de su sobrina. Las injusticias tan grandes como algunas
ausencias al momento de tu muerte. Cuando el odio hasta es capaz de derrotar el
dolor de la muerte.
Hoy como hace cuarenta años solo me
acompaña tu recuerdo. De una madre incondicional sin dejar de lado que podías
ser intemperante y arbitraria en nuestra defensa.
Cuando uno ya es abuelo, no por eso
deja de sentirse huérfanos de padres.
Y la ausencia se vuelve más fuerte en
este día, que más allá de su predominio comercial, se ha instituido para
homenajearlas o para recordarlas con mayor intensidad.
Y es cierto aquello que las madres, la inmensa mayoría toman las
manos de sus hijos por un tiempo, pero sus corazones para siempre.
15-10-2017
COMO BIEN DICES,QUIENES AUN SIENDO ABUELOS,SENTIMOS TODAVIA, LA ORFANDAD DE PADRES,PODEMOS COMPRENDER A OTROS QUE TRANSITARON LA MISMA CRUEL EXPERIENCIA DE ESE BRUTAL ADIOS...UN ABRAZO ENTRERRIANO.
ResponderEliminar