Por Ileana Arduino * Publicado en Página 12 el 18-08-2016
Han dicho que mantuve oculto el archivo personal de Perón que, hasta que
saquearon su casa en España, estaba allí. Eso hubiera sido quizás épico, pero
en realidad solo tuve el privilegio de participar en su rescate pues, durante
décadas, estuvo escondido en la Fuerza Aérea. Lo custodiamos, lo ordenamos y
luego lo entregamos donde nos fue mandado. Desde entonces, no tuve lectura
teórica previa ni posterior que pueda hacerle frente a la idea tan acabada de
lo que fue la proscripción pero también la resistencia, que me dio el contacto
con ese archivo. Había allí muchas cosas, algunas estrictamente privadas,
cartas de figuras políticas, muy interesantes, un diccionario para escribir en
clave de unas 60 páginas que nos obligó a releer lo que hasta su aparición parecía
peronismo lisérgico, miles de cartas devotas del pueblo de a uno, en grupos,
hablándole a Perón, ofrendándole el relato de las resistencias cotidianas,
extrañándolo, escritas como se escribe cuando se pretende dejar claro que al
otro se lo respeta, pero sobretodo, se lo quiere. Había además muchas cintas de
geloso de dibujitos y western. Sí, también había
cosas de López Rega y otros personajes que ¿quién no
preferiría que no hubieran existido? En estos días recordé una, de unas
costureras de Carcarañá, un pueblo santafesino, que se refería a la violencia
de la proscripción de un modo que hasta entonces yo no había comprendido.
Entendía claro el acto burocrático, el dispositivo de prohibición, había oído historias como aquellas que
dicen que en estas tierras los loros aprendieron a silbar bajito la marcha
peronista, incluso los relatos de mucamas llorando a escondidas mientras las
patronas festejaban. Pero, con esa carta caí del todo, vi en letra viva,
de puño, la pesadumbre cotidiana de la prohibición, soportada en el cuerpo de
unas mujeres trabajadoras. También pensé en la epopeya de llegar desde los
rincones más interiores del país, sin internet y dependiendo de dar con algunos
de los pocos privilegiados que podían encarar con éxito la peregrinación hasta
aquella mítica puerta de Madrid (o Puerta de Hierro, una de las dos). En estos
días iba por la bicisenda que, cuando hay rutina,
asegura el encuentro con los mismos de siempre, como si fuéramos vecinos de una
larga cuadra. Entre ellos, hay un señor que va siempre engorradísimo.
Frente a tanto hipster, resalta por sus largos
70, sobrio pantalón de grafa y broches de colgar ropa
en la botamanga. Así iba mi abuelo a la metalúrgica, entonces cada vez que nos
cruzamos, lo miro con la misma intensidad con que lo extraño a él. Esta mañana
quedamos al lado, parados en el semáforo. Vi que llevaba un llavero colgado con
el escudo peronista y una Evita. –Gran llavero, dije casi asfixiada de timidez.
Me tiró una V casi tan ancha como su
sonrisa, y dijo: –Nos quieren hacer sentir vergüenza otra vez. No lo
llevaba hasta diciembre. Yo, ni contestar pude, ya lagrimeaba y él, cuadrazo seguramente, arrancó el pedaleo con un: –Chau,
Viva el Compañero Ongaro! El pueblo, no solo su
familia y compañeros sindicales lo recuerdan, pensé.
Sigo sin entender por
qué el apasionamiento irrita hasta el ansia de silencio y la vocación de
exterminio. Pero lo que entendí entonces con aquellas costureras y reafirmé con
el Sr. en bicicleta a la par mío, es que al odio, la negación en nombre de una
supuesta pureza que nadie puede ostentar y que a ningún otro sector se exige,
resulta dignificante responder con afirmación y orgullo ¡Qué lindo es ser
peronista!
* Abogada con orientación en Derecho Penal. Ex directora de Derechos
Humanos del Ministerio de Defensa (2006-2010).
No hay comentarios:
Publicar un comentario