SE FUE DON ELÍAS
Se
fue Don Elías.
Dos años tarde.
Hay veces que la vida extiende su
duración y perpetra bajezas más duras
que la muerte, que a pesar de su crueldad, a veces, es más benévola que los
años finales de la existencia que siega.
Se fue Don Elías.
Cuando el teléfono me despertó en mi
casa de Marcos Paz, a las 4,45 de la madrugada de este domingo 3 de diciembre,
presentí que era el minuto final del tiempo de descuento. Las personas que lo cuidaban
en su casa, me informaron que le faltaba el aire. Llamé a la ambulancia. A los
pocos minutos la médica me dijo que era un espasmo y que reaccionaba
favorablemente. Fue lacónica y poco amable. Pero a pesar de las dudas, quise
creerle. Me volví a dormir.
Y entonces soñé.
Lo vi de nuevo a Don Elías vendiendo
pan y exaltando sus virtudes. Recorriendo los caminos de tierra, por las
colonias entrerrianas, en un carro tirado por caballos, distribuyendo las
galletas de larga duración. Lo vi haciendo alfajores y pan dulce para año
nuevo. Los vi sacando las caras sucias que me encantaban comer con manteca. Lo
volví a ver acariciando los caballos, que constituían su tracción a sangre. Lo
recordé cuando me explicaba algún problema de matemática. Cuando me tomaba las
lecciones. Ahí en Jubileo, un pueblito tan carenciado que ni Iglesia tenía.
Donde los inviernos y los veranos eran muy duros. No había electricidad ni gas
y por lo tanto casi nada para protegerse del frío y del calor.
Recordé la historia tantas veces
contada de su nacimiento con las plantas del pie en sentido contrario a lo
normal. A su madre Rebeca, a la que no
conocí, una campesina rusa que no hablaba el castellano, que vendió la única
vaca del sustento familiar para viajar a Buenos Aires y recorrer los hospitales
porteños intentando torcer el destino de discapacitado de Elías. Y el milagro
se hizo y su hijo pudo caminar normalmente. Allá por la segunda década del
siglo XX.
En la década del cuarenta, se casó
con Rosita, una hermosa muchacha de Colonia López, una de las tantas colonias
judías de Entre Ríos.
Juntos levantaron esa panadería que
fue un referente de la zona. Ahí nacieron sus dos hijos, a los cuales les
dieron todo lo que pudieron y algo más, incluso las respectivas carreras
universitarias.
Se fue Don Elías. Yo lo conocía
bien. Admiraba su sentido comercial, su capacidad para sumar más rápido que las
máquinas de calcular actuales en la época que las mismas no existían. Criticaba
su obsesión por el trabajo, su desinterés por muchas cosas que a mi me
interesaban, su dificultad para disfrutar de los placeres de la vida, sus limitaciones
para abrirse, sus chistes reiterativos.
Se fue Don Elías. Yo lo conocía
bien.
En 1956 vendió la panadería y se
trasladó a San Salvador, ubicada a 18 Km . de Jubileo y que en comparación con ésta
aldea de nombre alegre era una metrópoli. Empezó con una oficina modesta y un
pequeño depósito de papas y en pocos años la convirtió en una de las empresas
más importantes.
Excelente vendedor, era capaz de
convencer que las papas que vendía tenían el tamaño de una sandía.
Su buen humor ni siquiera era
alterado por los frecuentes cálculos de riñón que padecía y que le producían
dolores terribles.
Ayudó a su cuñado comprando un
camión, poniéndolo a su disposición y con una generosidad no correspondida, lo convirtió más adelante
en socio. El hermano de Rosita, Mote, se
reveló un empresario emprendedor y audaz y así diversificaron las
actividades que extendieron a arroceras, campos y molino arrocero.
Mote se casó, pero cuando su esposa Elda, “la negra” tuvo a
su primera hija Roxana, contrajo tétano en la cesárea y murió a los pocos días.
Rosita y Elías se encargaron de la crianza del bebé, hasta que el viudo
contrajo nuevamente matrimonio, cuando Roxana
tenía seis años.
Luego vino una separación societaria
larga y dificultosa en medio de enfrentamientos familiares.
Rosita murió de cáncer cuando apenas
tenía 55 años. Elías tardó una década en recuperarse de esa compañera a la que
amó intensamente.
Se fue Don Elías. Yo lo conocía
bien.
Volvió luego a formar pareja. Dejó
San Salvador y se radicó en Buenos Aires. Alberto, el marido de su hija, se
hizo cargo de los negocios.
Vivió algunos años felices, hasta
que nuevamente el cáncer le arrebató a su segunda compañera.
Pudo llegar a observar el
crecimiento de sus tres nietos, situación que no pudo ver Rosita.
En los dos últimos años, su salud se
quebrantó, y su hija Graciela hizo lo imposible para hacer más llevadera la
etapa final.
A las 8,55 volvió a sonar el
teléfono. Ante de levantarlo, sabía que Don Elías había muerto.
Graciela desde el otro lado de la
línea confirmó el presentimiento. Era domingo. Seguro que eligió ese día,
porque de lunes a sábado el negocio debía estar abierto.
Se fue Don Elías. Yo lo conocía
bien. Fue mi padre.
Hoy, 4 de diciembre lo enterramos
junto a la tumba de Rosita, en ese cementerio de Colonia López, en medio del
campo, rodeado de silencio. Ahí estaban sus hijos, Graciela y Hugo, sus hijos
políticos Elsa y Alberto, y Roxana, la sobrina que crió hasta los seis años.
Sus empleados y clientes.
Ahí estaba Sergio, su más estrecho
colaborador, el que lo apoyó en los momentos más duros y para el cual, Don
Elías, fue un padre sustituto.
Recorrimos los mismos caminos de
tierra, donde de joven repartía el pan, alimentaba sueños junto a Rosita, mi
madre, y forjaba un futuro para sus
hijos.
Aunque hay un momento en que uno se
convierte en padre de su padre, no puedo dejar de experimentar, una vez producida
su muerte, la sensación de huérfano.
Puedo compartir hoy las palabras y
la emoción del escritor Sergio Sinay, concebidas al día siguiente de la muerte
de su padre, sometiéndolas a una pequeña adaptación: “Mi
padre no fue un gran hombre. Pero, aunque jamás aprendió a andar en
bicicleta, me sostuvo en la mía y no me soltó hasta que pude mantener el
equilibrio por mí mismo. Y yo sabía que no me iba a dejar caer.
Mi padre no fue un gran hombre.
Pero lagrimeaba de orgullo cuando nos presentaba a Graciela y a mí y decía
"Estos son mis hijos". Lo decía con el mismo énfasis cuando éramos
chicos y cuando nos hicimos grandes
Mi
padre no fue un gran hombre. Y no importa. Los grandes hombres
ocupan, a veces, demasiado lugar. Asfixian. Y son acreedores de deudas que nos
hacen la vida más pesada. Visto así, por suerte, mi padre no fue un gran
hombre. En muchas cosas fue sólo un pequeño hombre. Pero más allá de todo fue
algo más difícil y más importante. Mi padre fue un buen hombre. Agradezco eso”.
(4/12/2006)
(4/12/2006)
17/6/2012
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Conmovedor. Su nota me llegó al alma. Gracias por compartir con nosotros algo así.
ResponderEliminarYa quisiera uno que sus hijos alguna vez lo recuerden asi. Gracias !
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