33 hombres. 69 días. Una mina. En sus entrañas oro y cobre. El metal amarillo es el máximo emblema de riqueza. El cobre es el sueldo de Chile como decía el inolvidable Salvador Allende.
33 hombres. 69 días. Una mina. La montaña que traga hombres. Esos hombres que si sobreviven a los accidentes, la silicosis de sus pulmones les acorta la vida.
Hombres que entran a los socavones, esos túneles donde habita la oscuridad más profunda y la humedad acelera la artrosis. En esas galerías interminables que convierten a la mina en un queso gruyere, esos 33 hombres tal vez recordaron aquella canción que en la década de los setenta interpretaban los Quilapayun: “Y aunque mi amo me mande/a la mina no voy/yo no quiero morirme/en un socavón.”
Durante 17 días los 33 mineros perdieron contacto con el mundo. Se organizaron como una comunidad mínima. Las grandezas y miserias de esos días y los siguientes se conocerán con el tiempo. El mundo los dio por muertos. Sólo los familiares alentaban una esperanza que se debilitaba con el correr de los días. Hasta que los rescatistas consiguieron tomar contacto y una carta milagrosa subió a la superficie: “Estamos vivos los 33.”
33 hombres que concentraron una atención de la que no gozaron los miles y miles de mineros que en todo el planeta a lo largo de los siglos fueron tragados por las minas.
En nuestro suelo latinamericano irredento, el cerro de Potosí fue un emblema de la explotación del hombre y de la naturaleza hasta el agotamiento. Escribió Eduardo Galeano, hace cuarenta años en “Las venas abiertas de América Latina” : “Solo veintiocho años habían pasado desde su nacimiento y ya Potosi tenía la misma población que Londres y más habitantes que Madrid, Roma o Paris…..Dicen que hasta las herraduras de los caballos eran de plata en Potosí. De plata eran los altares de las iglesias y las alas de los querubines en las procesiones. En Potosí la plata levantó templos y palacios, monasterios y garitos, ofreció motivo a la tragedia y a la fiesta, derramó la sangre y el vino, encendió la codicia y desató el despilfarro y la aventura. La espada y la cruz marchaban juntas en la conquista…… Aquella sociedad potosina, enferma de ostentación y despilfarro, sólo dejó a Bolivia la vaga memoria de sus esplendores, las ruinas de sus iglesias y palacios, y ocho millones de cadáveres de indios. Cualquiera de los diamantes incrustados en el escudo de un caballero rico valía más, al fin y al cabo, que lo que un indio podía ganar en toda su vida de mitayo, pero el caballero se fugó con los diamantes. Bolivia, hoy uno de los países más pobres del mundo, podría jactarse -si ello no resultara patéticamente inútil- de haber nutrido la riqueza de los países más ricos. En nuestros días, Potosí es una pobre ciudad de la pobre Bolivia: «La ciudad que más ha dado al mundo y la que menos tiene», como me dijo una vieja señora potosina, envuelta en un kilométrico chal de lana de alpaca, cuando conversamos ante el patio andaluz de su casa de dos siglos. Esta ciudad condenada a la nostalgia, atormentada por la miseria y el frío, es todavía una herida abierta del sistema colonial en América: una acusación. El mundo tendría que empezar por pedirle disculpas…..Algunos escritores bolivianos, inflamados de excesivo entusiasmo, afirman que en tres siglos España recibió suficiente metal de Potosí como para tender un puente de plata desde la cumbre del cerro hasta la puerta del palacio real al otro lado del océano. La imagen es, sin duda, obra de fantasía, pero de cualquier manera alude a una realidad que, en efecto, parece inventada: el flujo de la plata alcanzó dimensiones gigantescas.”
Es contradictoria la naturaleza humana que se conmueve correctamente con 33 hombres sepultados e ignora todos los que murieron entre la indiferencia y el olvido. Tal vez como explicación, acierta el licenciado en filosofía Enrique Valiente Noailles cuando reflexiona: “En las situaciones límite de la experiencia humana, cuando un hombre o un grupo de hombres es probado hasta sus extremos, lo que le toca vivir ya no es sentido por el resto como un destino individual, sino como un destino colectivo. La resistencia y el coraje ya no son percibidos como parte de una odisea personal, sino como parte de una odisea de la especie.”
En lo que va del 2010, hubo 31 mineros muertos en accidentes laborales sin televisión ni periodismo internacional.
33 hombres, 69 días, una mina. Rescatados desde más de 600 metros de profundidad un 13-10-10. La suma también da 33. Una mina llamada San José, explotada por una empresa quebrada, San Esteban. Nombres de santos para operaciones poco santas. La mina había sido clausurada en el 2007. Los mineros hubieran podido evitar esta odisea que les cambiará para siempre sus vidas y muchas de sus relaciones afectivas si la empresa hubiera previsto una alternativa de escape que era obligatoria.
El Estado que miró para otro lado en sus tareas de controlar, ahora echó el resto en un rescate que todo indica hasta ahora que fue impecable. El presidente Piñera que como es lógico aprovechó políticamente el éxito innegable del salvataje es el minero rescatado 34, que le permitirá relanzar su gobierno en caída en las encuestas.
A medida que iban subiendo los mineros, en esos 20 minutos del ascenso tal vez volvieron a recordar la canción “A la mina no voy”: “En la mina brilla el oro/al fondo del socavón/el blanco se lleva todo/y al negro deja el dolor.”
Y ahora el mismo mercado que los explotaba y después de exprimirlos los arrumbaba en el mejor de los casos, si la muerte prematura no se les adelanta, se abalanzará sobre cada uno de ellos para hacer negocios. Podrán hacer ahora realidad aquello de: “Y aunque mi amo me mande a la mina no voy / yo no quiero morirme en un socavón.”
33 hombres. 69 días. Una mina. A exactamente 38 años del milagro de los andes. A 37 años del derrocamiento de Salvador Allende, los mineros siguen jugando a la ruleta rusa con su vida.
Aún no se han abierto las anchas avenidas por donde pase el hombre libre, soñadas por el Chicho en su discurso despedida.
13-10-2010
Hugo Presman.
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