Por Raquel Robles
Página 12 7 de diciembre de 2024
“A lo ancho del ensangrentado atardecer de septiembre, resultado de los sesenta y dos días pasados sin que lloviera, se propagó como el fuego en la sequedad de la hierba… el rumor, el cuento, lo que fuera.” Así comienza Septiembre seco de William Faulkner.
Hace tiempo que pienso en la memoria y en cómo recordar “lo que nos pasó” se ha convertido en hacer presente sólo la brutalidad del enemigo. “Lo que nos pasó” no es, en las retóricas de la Memoria (así, con mayúscula), la historia de los intentos de nuestros pueblos por cambiarlo todo. Y en esa historia, larga, sinuosa, con aciertos, con metidas de pata épicas, con victorias hermosas y cantidades ingentes de paciencia, siempre hay chispas, sucesos que parecen sin envergadura que encienden el fuego en la sequedad de la hierba de la opresión. A las pruebas me remito.
Hace unos meses fui a Roca–Fiske Menuco. Esa provincia que, como todo el país según hemos descubierto en los últimos tiempos, se debate entre homenajear a un genocida –Julio Argentino Roca- o al pueblo que lo resistió. Cuando llegué hacía un frío húmedo, feo, desalentador. Llovía sin ganas pero con persistencia. Me recibieron en una plaza, al lado de una placa chiquita, debajo de la estatua de Sarmiento. Una ronda de gente estoica, con pocos paraguas y mucha decisión, me esperaba con un pequeño parlante: querían que escuchara una canción. Querían que se supiera que la Memoria (así con mayúscula) no está sólo en el homenaje a los caídos. “Te vamos a contar lo que pasó en nuestra ciudad”, me dijeron, “en estas mismas calles, acá donde estamos pisando, sucedió el Rocazo.”
Estamos en 1972, Lanusse gobierna el país y Requeijo la provincia de Río Negro. Algo en el aire ya les avisaba que la dictadura empezaba a declinar y que había que renovar el ciclo con un llamado a elecciones. El general de Infantería Roberto Requeijo no quería dejar su sillón y empezó a planificar cómo seguir en el poder siendo electo por sus conciudadanos. Un visionario. Pero Roca era una ciudad que le daba dolores de cabeza. A lo mejor el Poder Judicial le habría dado algún disgusto, o quizás quiso bajarle el compete a la esquiva Roca, y premiar a Cipolletti, la cosa es que decidió desmembrar la Segunda Circunscripción Judicial de Roca creando una sede en Cipolletti. Los jueces, secretarios, y demás funcionarios del Poder Judicial se indignaron, y, aunque no estaban muy acostumbrados a las manifestaciones públicas, se plantaron en la calle a protestar por la decisión. Las fuerzas vivas y poderosas de la ciudad no tardaron en llegarse para apoyar a sus aliados históricos. Y ahí, en ese pajonal seco de la dictadura, de la opresión, de la represión y la quita de derechos, una chispita voló, sin intención de los manifestantes, sin previsión de nadie, voló y encendió y se propagó “el rumor, el cuento, o lo que fuera”. Porque frente a esta anomalía de gente linda y de bien haciendo medidas de fuerza, el intendente de Roca, Fermín Oreja, decidió llamar a una asamblea para resolver el asunto. Error, señor intendente. La asamblea tuvo una convocatoria sin precedentes y, a la gente linda y de bien, se le sumaron estudiantes, trabajadores, y las organizaciones proscriptas pero activas de la ciudad. La cosa se le fue de las manos y el intendente levantó la asamblea y dijo basta para mí, esto es demasiado, así que dimitió sin más trámites. Pero la asamblea no se levantó, sólo cambió de lugar. La gente no cabía, desbordaba por los cuatro costados, y lo del asunto del juzgado descuartizado empezaba a quedar en segundo plano. La decisión unánime fue ir a la sede municipal a intentar conversar con el gobierno, entrar, que alguien recibiera al pueblo y los escuchara. Pero cuando llegaron el edificio estaba rodeado de policías. Muchos policías. Antes de poder pensar en esta configuración que no esperaban, los policías tiraron gases. Gases que hacían vomitar. La gente retrocedió y llenó la plaza de todo lo que habían comido durante el día. El hedor de los gases y de las vísceras revueltas llenó el aire. Gente corriendo, deteniéndose para devolver, gritando. Como un hormiguero enorme pateado por un niño tonto, desde arriba podía verse un desmadre de puntitos dispersándose sin orden ni concierto. Pero entonces alguien se paró en seco. Alguien gritó “hijos de puta”. Alguien hizo correr el estupor y la indignación. ¿Por qué los recibían así, si sólo querían conversar? ¿Por qué habían llamado a policías de otras jurisdicciones si nadie quería violentar a nadie? Entonces, como si lo hubieran conversado en esa misma asamblea en la que nadie había imaginado este escenario, como si una voz los llamara desde alguna memoria dormida, la gente dejó de correr y empezó a caminar hacia la Municipalidad. En el camino las manos iban juntando piedras, pedazos de baldosas, y bronca, mucha, mucha bronca. Esa bronca que se acumula y nadie sabe qué medida tiene hasta que se abre la compuerta y se la deja salir. Los policías que habían pensado que la represión había sido pan comido, de pronto se encontraron recibiendo piedrazos. El dimitido intendente, que todavía no podía creer lo que estaba pasando, salió un momento a ver con sus propios ojos en qué había derivado su idea populista de la asamblea: recibió un piedrazo en la frente. La pueblada ya era imparable. Entraron al edificio municipal, pero una vez adentro ya nadie quería parlamentar con ninguno de los sátrapas que venían gobernando. Así que se tomó la decisión de armar un gobierno colegiado, y así se formó la Comisión Provisoria de Gobierno Municipal. La integraba un representante de cada una de las fuerzas vivas de la ciudad. Un gobierno formado por sindicalistas de cada uno de los sindicatos con sede en Roca, de estudiantes de la universidad, de empresarios, miembros de cada partido político, organizaciones de los barrios… No faltaba nadie. Inmediatamente la Comisión Provisoria sancionó el “Decreto Nº 1”, en el que anunciaba que el pueblo de General Roca había “retomando su soberanía” y convocaba a luchar por la destitución del gobernador militar Requeijo. Era la noche del 30 de junio de 1972. Los días que siguieron las calles se llenaron de gente apoyando a su nuevo gobierno popular. “Durante cinco días se sostuvo este gobierno colegiado, el 6 de julio la Comisión tuvo que seguir gobernando desde la clandestinidad porque nos invadieron las fuerzas de seguridad. En una población de treinta mil habitantes, de pronto tuvimos 2000 gendarmes.” Se hace un silencio en la plaza y volvemos a tomar conciencia de que nos estamos mojando, de que pasaron 52 años, de que nos pasó un camión con acoplado por encima desde entonces. “Acá tomaron el poder entonces”, digo yo, y me asombro de mis propias palabras. No puedo creer haber llegado hasta acá sin conocer esta historia. Sabemos que ha habido Cordobazos, Rosariazos, Tucumanazos, y un contundente etcétera, pero no tenía la menor idea de que en alguna de esas puebladas hubiera sucedido algo tan asombroso, tan increíble, tan mágico como que los representantes del pueblo, los verdaderos, no los que la rosca nos encaja como opciones en cada elección, hubieran tomado el poder y gobernado durante cinco intensos días. En el parlante suena la canción que habían traído para escuchar. Es parte de la Cantata que compuso uno de sus protagonistas y que tuvo su función única en el teatro del pueblo para el 50 aniversario de este hito de la lucha popular.
“No se oía un solo movimiento, nada, ni siquiera un insecto. A oscuras, el mundo parecía yacer abatido bajo la luna fría y las estrellas sin párpados.” Termina Septiembre seco de William Faulkner. Así parecemos estar ahora. Abatidos en un mundo en el que no vuela ni un insecto. O los que vuelan, vuelan dispersos, espasmódicos y se queman en las lámparas de la frustración. Jubilados que lloran contra los escudos de policías, médicos que hacen RCP en la Plaza de Mayo, marchas enormes por la universidad pública, sillas con nombres de trabajadores que faltan en todas las oficinas del Estado… Nada parece hacer despertar al gigante dormido. Estoy segura de que la gente paqueta que aplaudía en la calle sin saber cómo rimar cantitos, no imaginó que su protesta iba a derivar en una asamblea ocupando el lugar del intendente. Juntemos nuestras pequeñas piedras y frotémoslas una contra la otra. La Memoria (así con mayúscula) está llena de estos pequeños cantos rodados. Nunca se sabe cuál es la chispa que puede encender la paja y quemar el cielo. Frotemos, frotemos. No dejemos de frotar.
Hace tiempo que pienso en la memoria y en cómo recordar “lo que nos pasó” se ha convertido en hacer presente sólo la brutalidad del enemigo. “Lo que nos pasó” no es, en las retóricas de la Memoria (así, con mayúscula), la historia de los intentos de nuestros pueblos por cambiarlo todo. Y en esa historia, larga, sinuosa, con aciertos, con metidas de pata épicas, con victorias hermosas y cantidades ingentes de paciencia, siempre hay chispas, sucesos que parecen sin envergadura que encienden el fuego en la sequedad de la hierba de la opresión. A las pruebas me remito.
Hace unos meses fui a Roca–Fiske Menuco. Esa provincia que, como todo el país según hemos descubierto en los últimos tiempos, se debate entre homenajear a un genocida –Julio Argentino Roca- o al pueblo que lo resistió. Cuando llegué hacía un frío húmedo, feo, desalentador. Llovía sin ganas pero con persistencia. Me recibieron en una plaza, al lado de una placa chiquita, debajo de la estatua de Sarmiento. Una ronda de gente estoica, con pocos paraguas y mucha decisión, me esperaba con un pequeño parlante: querían que escuchara una canción. Querían que se supiera que la Memoria (así con mayúscula) no está sólo en el homenaje a los caídos. “Te vamos a contar lo que pasó en nuestra ciudad”, me dijeron, “en estas mismas calles, acá donde estamos pisando, sucedió el Rocazo.”
Estamos en 1972, Lanusse gobierna el país y Requeijo la provincia de Río Negro. Algo en el aire ya les avisaba que la dictadura empezaba a declinar y que había que renovar el ciclo con un llamado a elecciones. El general de Infantería Roberto Requeijo no quería dejar su sillón y empezó a planificar cómo seguir en el poder siendo electo por sus conciudadanos. Un visionario. Pero Roca era una ciudad que le daba dolores de cabeza. A lo mejor el Poder Judicial le habría dado algún disgusto, o quizás quiso bajarle el compete a la esquiva Roca, y premiar a Cipolletti, la cosa es que decidió desmembrar la Segunda Circunscripción Judicial de Roca creando una sede en Cipolletti. Los jueces, secretarios, y demás funcionarios del Poder Judicial se indignaron, y, aunque no estaban muy acostumbrados a las manifestaciones públicas, se plantaron en la calle a protestar por la decisión. Las fuerzas vivas y poderosas de la ciudad no tardaron en llegarse para apoyar a sus aliados históricos. Y ahí, en ese pajonal seco de la dictadura, de la opresión, de la represión y la quita de derechos, una chispita voló, sin intención de los manifestantes, sin previsión de nadie, voló y encendió y se propagó “el rumor, el cuento, o lo que fuera”. Porque frente a esta anomalía de gente linda y de bien haciendo medidas de fuerza, el intendente de Roca, Fermín Oreja, decidió llamar a una asamblea para resolver el asunto. Error, señor intendente. La asamblea tuvo una convocatoria sin precedentes y, a la gente linda y de bien, se le sumaron estudiantes, trabajadores, y las organizaciones proscriptas pero activas de la ciudad. La cosa se le fue de las manos y el intendente levantó la asamblea y dijo basta para mí, esto es demasiado, así que dimitió sin más trámites. Pero la asamblea no se levantó, sólo cambió de lugar. La gente no cabía, desbordaba por los cuatro costados, y lo del asunto del juzgado descuartizado empezaba a quedar en segundo plano. La decisión unánime fue ir a la sede municipal a intentar conversar con el gobierno, entrar, que alguien recibiera al pueblo y los escuchara. Pero cuando llegaron el edificio estaba rodeado de policías. Muchos policías. Antes de poder pensar en esta configuración que no esperaban, los policías tiraron gases. Gases que hacían vomitar. La gente retrocedió y llenó la plaza de todo lo que habían comido durante el día. El hedor de los gases y de las vísceras revueltas llenó el aire. Gente corriendo, deteniéndose para devolver, gritando. Como un hormiguero enorme pateado por un niño tonto, desde arriba podía verse un desmadre de puntitos dispersándose sin orden ni concierto. Pero entonces alguien se paró en seco. Alguien gritó “hijos de puta”. Alguien hizo correr el estupor y la indignación. ¿Por qué los recibían así, si sólo querían conversar? ¿Por qué habían llamado a policías de otras jurisdicciones si nadie quería violentar a nadie? Entonces, como si lo hubieran conversado en esa misma asamblea en la que nadie había imaginado este escenario, como si una voz los llamara desde alguna memoria dormida, la gente dejó de correr y empezó a caminar hacia la Municipalidad. En el camino las manos iban juntando piedras, pedazos de baldosas, y bronca, mucha, mucha bronca. Esa bronca que se acumula y nadie sabe qué medida tiene hasta que se abre la compuerta y se la deja salir. Los policías que habían pensado que la represión había sido pan comido, de pronto se encontraron recibiendo piedrazos. El dimitido intendente, que todavía no podía creer lo que estaba pasando, salió un momento a ver con sus propios ojos en qué había derivado su idea populista de la asamblea: recibió un piedrazo en la frente. La pueblada ya era imparable. Entraron al edificio municipal, pero una vez adentro ya nadie quería parlamentar con ninguno de los sátrapas que venían gobernando. Así que se tomó la decisión de armar un gobierno colegiado, y así se formó la Comisión Provisoria de Gobierno Municipal. La integraba un representante de cada una de las fuerzas vivas de la ciudad. Un gobierno formado por sindicalistas de cada uno de los sindicatos con sede en Roca, de estudiantes de la universidad, de empresarios, miembros de cada partido político, organizaciones de los barrios… No faltaba nadie. Inmediatamente la Comisión Provisoria sancionó el “Decreto Nº 1”, en el que anunciaba que el pueblo de General Roca había “retomando su soberanía” y convocaba a luchar por la destitución del gobernador militar Requeijo. Era la noche del 30 de junio de 1972. Los días que siguieron las calles se llenaron de gente apoyando a su nuevo gobierno popular. “Durante cinco días se sostuvo este gobierno colegiado, el 6 de julio la Comisión tuvo que seguir gobernando desde la clandestinidad porque nos invadieron las fuerzas de seguridad. En una población de treinta mil habitantes, de pronto tuvimos 2000 gendarmes.” Se hace un silencio en la plaza y volvemos a tomar conciencia de que nos estamos mojando, de que pasaron 52 años, de que nos pasó un camión con acoplado por encima desde entonces. “Acá tomaron el poder entonces”, digo yo, y me asombro de mis propias palabras. No puedo creer haber llegado hasta acá sin conocer esta historia. Sabemos que ha habido Cordobazos, Rosariazos, Tucumanazos, y un contundente etcétera, pero no tenía la menor idea de que en alguna de esas puebladas hubiera sucedido algo tan asombroso, tan increíble, tan mágico como que los representantes del pueblo, los verdaderos, no los que la rosca nos encaja como opciones en cada elección, hubieran tomado el poder y gobernado durante cinco intensos días. En el parlante suena la canción que habían traído para escuchar. Es parte de la Cantata que compuso uno de sus protagonistas y que tuvo su función única en el teatro del pueblo para el 50 aniversario de este hito de la lucha popular.
“No se oía un solo movimiento, nada, ni siquiera un insecto. A oscuras, el mundo parecía yacer abatido bajo la luna fría y las estrellas sin párpados.” Termina Septiembre seco de William Faulkner. Así parecemos estar ahora. Abatidos en un mundo en el que no vuela ni un insecto. O los que vuelan, vuelan dispersos, espasmódicos y se queman en las lámparas de la frustración. Jubilados que lloran contra los escudos de policías, médicos que hacen RCP en la Plaza de Mayo, marchas enormes por la universidad pública, sillas con nombres de trabajadores que faltan en todas las oficinas del Estado… Nada parece hacer despertar al gigante dormido. Estoy segura de que la gente paqueta que aplaudía en la calle sin saber cómo rimar cantitos, no imaginó que su protesta iba a derivar en una asamblea ocupando el lugar del intendente. Juntemos nuestras pequeñas piedras y frotémoslas una contra la otra. La Memoria (así con mayúscula) está llena de estos pequeños cantos rodados. Nunca se sabe cuál es la chispa que puede encender la paja y quemar el cielo. Frotemos, frotemos. No dejemos de frotar.
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