Por María Seoane
21 de octubre de 2022 / Página 12
Imagen: Télam
Una
tarde de enero de 1991, en un hotel de la ciudad de Trinidad, en Cuba, escuché
a los jurados de Novela del premio Casa de las Américas reírse a carcajadas.
Los que integrábamos el jurado del grupo de periodista para definir el premio
de Testimonios --junto con el uruguayo, exlíder tupamaro y expreso junto con
Pepe Mujica durante una década en los pozos de la dictadura uruguaya, Eleuterio
Fernández Huidobro; el chileno-cubano Orlando Contreras, el cubano Gregorio
Ortega y la ecuatoriana Marianella Martínez-- no pudimos sino contagiarnos de
la fiesta. ¿Qué pasa?, preguntamos. Uno de los jurados no dijo: “Estamos
leyendo una novela desopilante... Esa maldita lujuria, de un argentino llamado
Antonio Brailovsky”.
Guardé silencio, pero mi alegría fue inmensa
cuando supe que esa novela había ganado. Les conté entonces cómo había conocido
a Elio, como lo llamábamos en los lejanos sesentas, en aquellos tiempos arduos,
cuando estudiábamos Economía en la Universidad de Buenos Aires. Una tarde de
octubre de 1966, a los pocos días de la reapertura de la facultad de Ciencias
Económicas luego del golpe militar de junio de ese año, llegué durante la hora
de la siesta al patio de la Rotonda. Estaba casi desierto. Así que recorrí
varias aulas hasta llegar a la 15, al lado donde había estado el local de
Eudeba, vandalizado por la guardia de infantería de los militares que violaron
la autonomía universitaria arrasando lo que olía a cultura a pesar de la
resistencia estudiantil la noche del 28 de junio de 1966. El aula estaba
desierta: sólo un alumno, flaco y rubio, con mirada melancólica y cuerpo
encorvado estaba sentado en medio del enorme salón en silencio. No pude
contener mi curiosidad y le pregunté qué hacía, qué esperaba allí. “Nada”, me
dijo. Y agregó: “Solo recordar cómo era la multitud comprando los libros que ya
no están”.
Así
comenzó un diálogo con él que no se interrumpiría hasta otro golpe de Estado,
en marzo de 1976. Nuestra amistad, entonces, arrancó en el aula 15. Hasta 1969
intercambiábamos poesías, cuentos, discusiones políticas. El era un militante
del viejo socialismo de Alfredo Palacios; yo prefería algo más frontal, más
guevarista como mandaba la época. Solíamos juntarnos en el bar Los Estudiantes
a intercambiar textos: en esa época, él prefería hacer cuentos de ciencia
ficción; yo, poesía. A veces, nos escapábamos al viejo cine Real a ver dibujos
animados en medio de exámenes tediosos como la vez que dimos libre Historia
Económica Argentina en una mesa que duró dos días con 600 inscriptos.
Y
cada vez que podíamos nos colábamos en alguna ópera o ballet en el “gallinero”
--la platea más alta y barata-- del Teatro Colón. Compartíamos el amor por la
Opera. Elio era sensible y tenía un alma pacífica. No lo sacudían las
injusticias con brotes de colera. En plena noche del Onganiato, con su primera
pareja y unos amigos solíamos jugar a la huija para preguntar cuándo terminaría
la dictadura y si alguno de nosotros seríamos apresados por lanzar volantes
clandestinamente en la facultad.
Todavía
éramos tan jóvenes... Elio me llevaba dos años. Había nacido en 1946. Y amaba
los ritos de la religión judía de sus padres; sus comidas y fiestas de guardar.
Pero era laico en sus convicciones políticas. Y, sobre todo, amaba la naturaleza.
Con él y un grupo de amigos logramos bañarnos por última vez una noche de enero
de 1967 en que descansábamos de la preparación de una materia, en la Costanera
del Río, cerca de la vieja playa Saint Tropez. Lo escuché maldecir por la
contaminación ya entonces: era una rareza alguien tan preocupado por las
cuestiones de la naturaleza. Dejamos de vernos en 1973. Él pudo recibirse de
economista. Y comenzó su carrera de periodista en el Cronista Comercial. En
1977, poco antes de salir al exilio, intenté verlo. Pedirle ayuda. O
simplemente volver a charlar para revivir, tal vez, un tiempo de que todo era
posible. Que la muerte aún no rondaba sobre nuestra generación. Lo llamé desde
un teléfono público del bar La Opera. Cuando me atendió, corté. Finalmente temí
no sólo por él. Temí por el peso de la culpa de ponerlo en peligro.
No
lo volví a ver hasta mi regreso, en 1984. Ya para entonces, Elio se había
casado, tenido hijos, descasado y vuelto a casar. Ya era un reconocido profesor
de Economía y un defensor del medio ambiente destacado, quizá uno de los
fundadores de ese movimiento en nuestro país. Supe que había comandado,
valientemente durante la dictadura, un juicio por la venta del herbicida
conocido como 2.4.5.T o agente naranja.
Para
Elio, la política y la ecología eran la ruta elegida: no quería cambiar el
mundo atropellando al poder: sólo quería parar la depredación para que el mundo
fuera un sitio mejor. Mis caminos y los suyos de bifurcaron por intereses
profesionales y personales --parejas, hijos, trabajos--, pero siempre guardamos
la tibia sensación de haber habitado un tiempo de amistad profunda y
definitiva. Enseñó Ecología y Defensa del Ambiente en cada lugar y país donde
pudo; escribió solo o acompañado por su segunda pareja, Dina Foguelman, más
libros sobre el tema que nadie en la Argentina. Solo cinco novelas. Pero ahora
que lo pienso, la del premio de Casa de la Américas tuvo que ver
definitivamente con esta historia. Cuando le pregunté qué quería decir ese
título “Una maldita lujuria”, me dijo: “¿Te imaginás lo que pudieron sentir los
conquistadores cuando descubrieron las Cataratas del Iguazú o El Amazonas con
ese despliegue de flora y fauna y ríos... con esa lujuria de la naturaleza?”.
Si. Puedo imaginar, querido Elio, que tu muerte
hace llorar el Amazonas.
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