29 diciembre 2020

DOS NOTAS DE HUGO SORIANI

 

Navidad


Diana Iris García era psicóloga recibida en la Universidad de la Plata y militaba en Montoneros. Estaba de novia con Miguel Coronato Paz, hijo del recordado guionista de radio y TV que hizo reír al país durante la década del sesenta con personajes como “Felipe”, protagonizado por Luis Sandrini, o La Revista de Dringue, con Dringue Farías. A Miguel lo secuestraron en febrero de 1977 y a ella unos meses antes, el 15 de octubre de 1976, en la esquina porteña de Córdoba y San Martín. Diana pudo gritar su nombre y algunos testigos hicieron trascender el operativo, que fue reflejado por Radio Colonia y el diario La Razón.

Su hermana Célica y sus padres comenzaron a buscarla en comisarías, cuarteles, hospicios y llegaron hasta las puertas de la propia Escuela de Mecánica de la Armada. Allí adentro estaba Diana y allí la mataron, pero de eso se enteraron años después, por el testimonio de algunos sobrevivientes.

Entre las tantas audiencias que pidieron, consiguieron una con Monseñor Emilio Graselli, secretario castrense y capellán del Ejército, quien prometió ayudarlos. Y lo hizo a su modo.

La familia de Diana García recibió en diciembre del 77 una tarjeta navideña que decía: “El respeto a los derechos humanos es el camino más seguro hacia la paz. Sin ausencias, sin angustias, sin odios”. Y para terminar: “Es el anhelo de los argentinos para cristalizar el propósito enunciado por el presidente teniente general Jorge Rafael Videla”. La firmaba el Cardenal Raúl Francisco Primatesta, presidente de la Conferencia Episcopal Argentina.

Célica García llevó esa postal cuando declaró en el juicio ESMA, en mayo de 2013, y la mostró a los jueces. Un dibujo acompañaba al texto, era un pino navideño rodeado por fantasmales siluetas humanas. “Esto fue lo que mi madre recibió para que tengamos una Navidad feliz”, dijo Célica, mientras sostenía la tarjeta en sus manos para que todos pudieran mirarla.

 

Pablito


Cuando el guardia se lo llevó de la mano, Pablito habrá recordado los días en los que el papá lo llevaba al colegio, apretando su palma un poquito más fuerte al cruzar las calles de Palermo para llegar a la Escuela Armenia Argentina, donde cursó la primaria.

Tenía catorce años cuando lo secuestraron, y la misma edad cuando ese guardia lo guió con los ojos vendados por los pasillos de la ESMA mientras le decía al oído que se iba en libertad.

A Pablo Míguez lo detuvieron algunos meses antes junto a su mamá, Irma Beatriz Márquez, y al compañero de ella, Jorge Capello. Los tres fueron llevados al centro clandestino El Vesubio, en Ricchieri y General Paz. Allí Pablo fue torturado delante de su madre y ella violada frente a él para obligarla a firmar la escritura de su casa en favor de los secuestradores, según relata Lila Pastoriza, que convivió con Pablito en la ESMA, cuando llegó desde el Vesubio. “No te preocupes, tanto no me dolió”, la consoló Pablo cuando Lila se desesperó con su relato.

“Era un chico vivaz, con su carita de pibe travieso, sus pecas junto a la nariz, sus ojos de chispazos, su cuerpo esmirriado, y lamentaba no haberse podido despedir de su madre cuando dejó el Vesubio. Alguna noche despertaba lloroso y yo trataba de consolarlo, ‘soñé con mi mamá’ me decía, mientras esperaba que lo lleven con su padre, que no era militante político y que desde afuera hacía gestiones para salvarlo”, recuerda Lila.

“Pablo era bueno para el ajedrez, y el mayor Durán Sáenz, jefe del Vesubio y uno de sus peores verdugos, lo obligaba a jugar con él largas partidas. Repartía mate cocido y a veces llevaba los tachos con orín de otros prisioneros. A la noche le ponían cadenas, y a pesar de que era un niño, lo torturaron mucho,” cuenta Hugo Luciani, sobreviviente del Vesubio.

Pablito estuvo más de un mes en la ESMA hasta que fue “trasladado”. Poco antes disfrutó una cuchara de dulce de leche con que alguien lo convidó por debajo de la capucha que cubría su cabeza. Con ese sabor y con la promesa del guardián que lo llevaba de la mano, Pablo Míguez dejó el centro clandestino creyendo que lo liberaban. Nunca, nadie, lo volvió a ver.

 

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