30 de diciembre de 2018
Otro fracaso de la tecnocracia*
Algo que sedujo a
buena parte del electorado macrista, identitariamente enemigo del Estado,
heredero de la máxima procesista “achicar el Estado es agrandar la Nación”, fue
la idea del arribo al manejo del Estado de una tecnocracia presuntamente
apolítica. La lógica privada de los CEO se percibía como el fin del despilfarro
en el manejo de la cosa pública, como la maximización de la productividad de
las horas hombre llevada a los servicios estatales. Con este imaginario,
positivo a priori, y el 51 por ciento de los votos de los accionistas, una
mayoría contingente, los gerentes cambiemitas, se hicieron cargo del Estado.
Al cabo de tres años
de gestión cabe preguntarse qué sucedería en el sector privado con un CEO que
multiplica desaforadamente los pasivos de su compañía, contrae los ingresos,
dispara el déficit operativo y deprime las cantidades producidas. Para coronar
el proceso, se ve compelido a subordinarse a un prestamista por fuera del
sistema formal, quien le instala un auditor en las oficinas para cerciorarse
que se destine una parte creciente de los ingresos disminuidos al pago de la
nueva deuda incrementada.Y lo dicho es apenas una síntesis, porque no debe
olvidarse el fracaso en el diseño operativo. Lo primero que hizo el nuevo CEO
fue multiplicar la estructura administrativa (ampliación de ministerios), con
máxima creatividad para los nombres de las nuevas dependencias, crear
departamentos ad hoc exclusivamente para generar puestos de trabajo VIP para
los amigos (Plan Belgrano) para, finalmente, dar marcha atrás con el diseño de
la estructura reconvertida (reducción de ministerios), aunque sin reducir el
número de los empleados con los salarios más altos y funciones difusas, los que
solamente fueron reacomodados.
Al final del camino,
ante los reclamos crecientes de la asamblea de accionistas, el CEO se mantiene
en sus trece y sostiene que es imposible cambiar el rumbo, porque el camino
elegido es el único posible y además, cuenta con el apoyo de la competencia
(los países “centrales”), quienes insisten en que a pesar de los numerosos
problemas va por el camino correcto. Temen que si él se va un nuevo CEO podría
no ser funcional a sus intereses.
¿Qué pasaría con
semejante CEO? Por suerte para el sector privado, el mundo empresario tiene
mecanismos más expeditivos que las reglas y tiempos de la democracia. Pero la
analogía expuesta es sólo un juego. El problema es otro. Las reglas del Estado
no son las reglas de la administración empresaria, sino las de la política, no
es la contabilidad de ingresos y gastos, sino la macroeconomía. A pesar de que
incluso muchos economistas convencionales continúen confundiéndolas, el Estado
no es una empresa.
hablar de política es
hablar de relaciones de poder. El Estado conduce estas relaciones de poder, por
eso es imposible que funcione eficientemente si quienes lo dirigen son los
representantes directos del poder económico que se debe administrar. Aparece
entonces el problema de la colusión de intereses. Como lo demuestran los tres
años de administración macrista, los CEO de determinados sectores del poder
económico manejando el Estado no son sinónimo de eficiencia administrativa de
la cosa pública, sino de eficiencia en la defensa de intereses sectoriales.
Si quienes pasaron a
conducir el Estado conducían hasta unas horas antes las empresas energéticas,
los bancos y las grandes firmas agropecuarias los resultados serán que a estos
sectores les irá muy bien. El Estado funciona siempre como un aparato de
dominación de la clase que lo conduce. Cuando no hay intermediación política
nadie regula al regulado y el resultado son las escenas habituales del
anarcocapitalismo, con efectos ruinosos para el conjunto del aparato
productivo, con grandes empresarios reemplazando funcionarios de segunda línea
por teléfono, sin la existencia de un modelo de desarrollo y sin proyección
alguna de largo plazo.
También con el sector
público abandonando incluso sus funciones esenciales, ajenas a los intereses de
los CEO, como la ciencia y la técnica, la educación y la salud, es decir con
destrucción del Conicet, cierre de escuelas, bajos salarios docentes, no
habilitación de nuevos hospitales y retrocesos en la infraestructura básica,
incluida la vivienda.
En contrapartida los
CEO se concentraron en impulsar los principales objetivos de su clase y con
resultados parcialmente óptimos. El primer objetivo fue bajar salarios. Una
baja de la que los funcionarios locales se jactaron en Nueva York frente a
representantes de fondos de inversión. El segundo objetivo, bajar impuestos,
también se llevó adelante mientras fue posible, es decir mientras la que se
dejaba de recaudar se reemplazaba por deuda pública. Todo marchó viento en popa
hasta que el nivel de deuda se escapó de las manos. La nueva deuda obligó a
recaer en el FMI, una recaída complementaria al objetivo de seguir reduciendo
las funciones del Estado. El camino siempre es una reducción del gasto que, en
la práctica, no reduce el déficit, sino todo lo contrario. El efecto en el
presente es el esperado por la macroeconomía no por la contabilidad: la
reducción del gasto retroalimentó la caída de la actividad y redujo los
ingresos tributarios, lo que debió ser compensado con la restauración parcial
de las retenciones –extendidas a todos los sectores siguiendo el consejo del
FMI– y nuevos impuestos a la propiedad, como la ampliación de bienes
personales. Semejante “anomalía” produce ruidos en la propia base electoral y
descontento con los CEO, pero se sabe que el modelo no puede durar para
siempre.
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