Por Noé Jitrik
Los emperadores clásicos, los de los
libros de historia, solían creer, como es notorio, que todo les pertenecía,
haciendas y almas y hasta ciudades, como fue el caso del célebre Nerón que en
un arranque temperamental le puso fuego a Roma mientras cantaba con mucho
sentimiento y escaso arte. En la misma creencia, o sea la idea de que el
imperio es una totalidad, los emperadores centroeuropeos de la modernidad –por
ejemplo los del imperio español, dueño de América y hasta de Flandes y de
Nápoles, o del inglés, extendido a América, Asia y África y Oceanía, o los del
Sacro Imperio Romano Germánico, que cubría Hungría, Bohemia, Alemania y
alrededores– se diferenciaban de los de la antigüedad o de la Edad Media porque
no incendiaban ciudades ni cantaban aunque no les entrara en la cabeza, a ellos
y a sus sostenedores que eran casi todos, que podían o debían considerar algún
límite a sus políticas o aun a sus ocurrencias. Al parecer nadie discutía la
existencia de los imperios, aunque se los padecía y hasta se justificaba la
tentación de constituir algunos nuevos, Napoleón lo casi logró, Hitler fracasó,
modernamente los Estados Unidos no se resistieron, con nuevos métodos, a
intentar algo semejante.
Hubo uno, Rodolfo II, miembro de la
conocida familia Habsburgo, que imperaba en Praga, que de pronto se me hizo
presente; recordé una bellísima novela de Leo Perutz, un contemporáneo de
Kafka, La noche bajo el puente de piedra, en la que narra, incidentalmente, que
Rodolfo estaba perdidamente enamorado de la esposa de un judío que, si no
recuerdo mal, le prestaba dinero. No es el único caso literariamente: en El
Golem, la película de Paul Wegener, que transcurre también en Praga, un noble,
protegido por el Emperador, que está a punto de expulsar a los judíos, se
enamora de la hija del rabino que creó ese monstruo de barro; por fin, en El
Mercader de Venecia, un noble veneciano termina casándose con la hija del
judío, para felicidad del conjunto, menos para Shylock. No han de ser estos
tres casos los únicos en las figuraciones que tienen por objeto a los judíos.
Para decirlo rápidamente, se trata de
la “mixtura” como solución o alternativa imaginaria a una convivencia difícil
pero sostenible en el tiempo aunque con algunos paréntesis feroces, la
expulsión en España y la feroz Inquisición, los pogromos en Rusia, el
exterminio polaco en Iedbavne y, por supuesto, el nazismo que no soportaba a
los judíos de ninguna manera y menos aun la “mixtura”.
Me interesa, ahora, la idea de la
convivencia y la pregunta correspondiente: ¿cómo era posible una convivencia
teniendo en cuenta que el judío, lo judío, eran, desde que a San Pablo se le
ocurrió fundar el cristianismo, un natural objeto de desprecio y de
contaminación, vaya uno a saber de qué? Una respuesta posible, y aun probable y
conjetural porque no responde a una investigación histórica rigurosa –una cosa
es lo que ocurrió en España, otra en Rusia, otra en el norte de África y otra
en el Oriente–, es que los judíos debían aceptar determinadas condiciones que,
de todos modos, no iban más lejos que la sobrevivencia; la principal y de base
era no tener tierras; la otra, no tan secundaria, no acceder a la educación ni
a las profesiones liberales; la otra no pretender otros derechos que el de
permanecer en reductos cerrados, los guetos, los barrios cerrados o las
aldehuelas; en cambio, se les permitía la acumulación de dinero, a lo cual,
como si fueran embrionarios bancos, se acudía cuando el imperio o la monarquía
o la Iglesia o los señores estaban en apuros y no atinaban a salir de sus
dificultades y mucho menos a trabajar. El judío que prestaba se consagró como
usurero, doblemente repudiado según una tradición largamente establecida: lo
utilizaban pero no intuían que en ellos estaba el origen de los bancos, los más
decentes usureros que se conocen. Con el correr del tiempo lo que tampoco se
les permitía era integrarse a las sociedades en las que vivían, ni destacarse
en la ciencia y en las artes y menos en la política.
Insistentes, obstinados, molestos,
algunos intentaron salir del cerco y pretendieron pensar más allá de la
prodigiosa cábala y de los lamentos rituales e interpretar lo que ocurría en el
mundo y en la sociedad, algunos haciendo fortuna, los Rotschild como lo habían
hecho los Medici y los Sforza en otros tiempos, otros pensamiento, como
Spinoza, Freud, Husserl, Wittgenstein, otros ciencia, como Einstein, otros
poesía, como Heine, otros música como Mendelssohn, Mahler, Schönberg, otros
política, como Disraeli, Blum, Trotsky, otros literatura, como Proust, Kafka,
Canetti; la lista puede ser mucho mayor pero los nombrados dan idea de lo que
pudo ser la intervención de algunos judíos en el desarrollo de la civilización,
de los que se atrevieron a salir, concreta y simbólicamente, del gueto sin
reclamar tierra pero reclamando presencia y voz, vaya si lo lograron.
¿No será ese salir del gueto lo que los
nazis quisieron castigar a escala histórica? ¿No será eso mismo lo que los
Reyes Católicos castigaron con la expulsión de 1492, que no fue la primera y no
sería la última? Y, por lo mismo, es de imaginar lo que innumerables
inmigrantes judíos, cuyos ojos estaban saturados de gueto, sintieron cuando
llegaron a la tierra argentina y pudieron por fin cultivar, eso que describió
Alberto Gerchunoff en su celebratorio Los gauchos judíos: la tierra como
liberación, no como propiedad, la tierra como futuro, como inserción, como
promesa, no como privilegio ni como legitimación o como frontera. Y de ahí la
otra salida del gueto, la vida de la inteligencia, la participación intelectual
y científica y política, la mixtura sin limitaciones, la participación con
diversos alcances, no todos –el antisemitismo existe–, pero evidentemente con
muy poco de la dramática historia del gueto tanto real como simbólico.
Por supuesto, el deslumbramiento
terrícola cesó hace rato pero su estructura deseante pervive en multitud de
conflictos que atañen a los judíos, el más estridente de todos es el que sacude
a Israel y la Palestina, básicamente cuestión de tierra; los palestinos quieren
tierra y los israelíes ocupan las que tienen los palestinos, conflicto
mayúsculo que implica también una inversión de valores: a quienes
históricamente les estaba vedado el acceso a la tierra hoy lo vedan a otros que
se consideran legítimos propietarios de ella, ¿quién podrá arreglar tamaño
conflicto que se prolonga con costos humanos impresionantes y de cuya medida no
tenemos mayor conocimiento?
¿Adónde voy con toda esta historia que
respecto de los judíos se ha complicado bastante? Pues a que se parece
notablemente a lo que ha ocurrido y que sigue ocurriendo con los llamados
“pueblos originarios”: la conquista del oeste, esa exaltada gesta
norteamericana y la no tan celebrada roquista del desierto tienen ese elemento
en común, la tierra y su apropiación; eso se conoce así como se conoce lo que
para lograr ambas apropiaciones se produjo, o sea la casi eliminación total de
dichos pueblos originarios que se consideraban auténticos, históricos,
legítimos propietarios de las tierras de las que fueron despojados, no por
compra precisamente sino por exterminio, eso se sabe.
Es lo que está ocurriendo actualmente
en este desesperanzado país: pareciera que el encono contra los mapuches y la
persecución de que son objeto y que están costando vidas tiene como fundamento
eso, la tierra, de las que se los quiere expulsar. Son buenas tierras, de alto
valor, están junto a codiciados lagos y ya sea los actuales terratenientes,
esos míticos Benetton y Lewis y tantos otros poseedores cuyos nombres no han
trascendido, y otros que ven en ellas posibilidades de explotación, turismo y
otros emprendimientos, tratan por diversos medios de expulsarlos y, como
ocurrió después de la Conquista del Desierto, quedarse con ellas, seguramente
sienten que es un error histórico que sigan en las manos de esos
sobrevivientes, un verdadero desperdicio cuando se pueden hacer muy buenos
negocios con esos paisajes de sueño. Comprendidos, alentados y acaso asociados
a emprendedores que dirigen el Gobierno, disfrutan de una protección diligente
y dispuesta a todo por esa causa de la que brota una paradoja dramática:
usurpadores de antigua data o candidatos a usurpadores consideran a los
mapuches usurpadores y, por lo tanto, ponen toda su imaginación, uno que otro
ministro y las serviciales tropas de gendarmes para hacer la vida imposible a
esas comunidades.
No creo que sea arbitraria la analogía
que fui estableciendo: si el núcleo central de la desdichada historia de los
judíos fue en gran medida la tierra, que les estaba vedada, así como les está
vedada a los palestinos, no es otra cosa la suerte que les está tocando a los
mapuches en particular pero también a todas las comunidades originarias:
mientras permanezcan en sus reductos, sobreviviendo miserablemente, no son
considerados terroristas o algo semejante, se espera que ellos, servicialmente,
que vayan extinguiéndose; si actúan y reclaman, si quieren vivir como
corresponde son convertidos en el peligro supremo, capaces de conspiraciones
que se proponen acabar con país entero, que se está reorganizando sabiamente
conducido por una tropa de financistas y especuladores para los cuales entregar
las partes posteriores del cuerpo constituye un apetecible programa de vida
para todos nosotros, despedidos, pobres, indigentes, trabajadores, niños de
color tostado que, naturalmente, podrían penosamente sobrevivir si no se les
ocurre reclamar tierra o trabajo o dignidad.
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Página 12 25 de julio del 2018
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