20 marzo 2018

La “Doctrina Macri”


Por Teodoro Boot 


El jueves 8 de marzo dos policías tucumanos asesinaron de un disparo en la nuca a un niño de once años. Que el asesinato haya sido por la espalda y que la víctima no se encontrara huyendo ni cometiendo ningún delito sino simplemente paseando y –tal como la inmensa mayoría de los ciudadanos, en especial cuando son niños– desarmado, constituyen agravantes muy serios. Pero el que eventualmente hubiera cometido un delito –lo que no ocurrió– no habría sido un atenuante: nadie está autorizado a asesinar y muchísimo menos que nadie, un policía. Se supone que su trabajo consiste exactamente en lo contrario, en impedir los crímenes, de ahí que cuando un policía perpetre un delito, la pena que se le aplique suela –o deba– ser mayor: cuando quien debe cuidar las leyes las viola, la sociedad se encuentra en un grave problema.

"A la muerte del niño –dice Ana Laura Lobo Stegmayer, directora ejecutiva de Andhes, organización de Derechos Humanos que nuclea a abogados y abogadas del noroeste argentino– hay que sumarle los casos de Víctor Robles asesinado por un policía de civil, el de Ángel Alexis Noguera asesinado de un disparo con bala de goma en la cabeza en un procedimiento policial realizado en la casa de la víctima, el caso del comisario Pineda que ingresó al domicilio de un supuesto asaltante, le disparó y luego falseó el procedimiento, y el caso de Maximiliano Ariel Tapia, quien perdió una pierna producto de un disparo realizado por personal policial en Las Talitas".

¿Tienen responsabilidad las autoridades provinciales y/o nacionales en tales hechos y, en especial, en el monstruoso asesinato de un niño? En efecto, tienen una enorme responsabilidad política en tanto los asesinos son funcionarios del estado provincial que ellos conducen, pero esa responsabilidad es previa, no posterior, al delito (excepto en lo atinente a la sanción administrativa), y se relaciona con la selección y formación de sus funcionarios y empleados. En cambio, la responsabilidad de los jueces y fiscales –posterior al hecho– es mayor, en tanto todo delito debe ser sancionado, en especial cuando se trata de un asesinato y en mucha mayor medida cuando el criminal o los criminales son justamente aquellos cuyo trabajo es proteger del crimen a la sociedad, que es al cabo, la que les paga el sueldo.
Así parece haberlo entendido el juez Enrique Martínez, titular del Juzgado Nacional de Primera Instancia de Menores N° 7, quien procesó al agente de policía Luis Chocobar por “exceso de legítima defensa” a raíz del asesinato de un presunto delincuente (tal vez convenga que algunas personas, entre ellas el señor Presidente de la Nación y en particular ciertos jueces, como el señor Irurzun, recuerden que ya en 1804 el Código Napoleónico establecía que toda persona es inocente hasta que su culpabilidad sea demostrada por los jueces y organismos competentes), así como la Asociación de Magistrados, que amonestó al Presidente de la Nación por inmiscuirse en áreas que no son las de su competencia.
Sin embargo, el doctor Velázquez ha sido denunciado ante el Consejo de la Magistratura, que preside el diputado oficialista Pablo Tonelli, acusado de "mal desempeño, inhabilidad ético-moral y prevaricato". 
Debe recordarse que con posterioridad al homicidio del joven Pablo Kukoc perpetrado por Luis Chocobar, el señor Mauricio Macri, en ejercicio de la Presidencia de la Nación, recibió al agente de policía reivindicando el asesinato.
A la condición de asesino, el señor Chocobar añade la de mentiroso: tras disparar al presunto delincuente en fuga, que cae herido, lo remata desde dos metros de distancia con el argumento de que se encontraba dando manotazos armado con un cuchillo, circunstancia que, dicho sea de paso, calificar de “exceso de legítima defensa” resulta descabellado. La filmación del homicidio muestra con claridad que el señor Chocobar no se estaba defendiendo de nada y que el herido al que remató en el suelo no suponía peligro alguno para nadie, entre otras muchas razones, porque, a diferencia del señor Chocobar y tal como se comprobó, se encontraba desarmado.
Evidentemente, tanto el señor Chocobar como los policías tucumanos que asesinaron al niño Facundo Burgos o Ferreyra (que ya ni apellido cierto parece tener) son presuntamente (¡de nuevo el Código Napoleónico!) culpables de un delito tan grave –el más grave de todos– como el asesinato, razón de más para que guarden prudente, respetuoso y –quiere uno pensar– acongojado silencio.
Sin embargo muchos medios de comunicación y no pocos irresponsables –entre ellos quien ejerce en estos tiempos la Presidencia de la Nación– no han tenido mejor ocurrencia que reivindicar el crimen de Luis Chocobar, tergiversando por completo su naturaleza y su significado, hasta el punto de que en lenguaje coloquial se haya llegado a hablar de la existencia de una supuesta “Doctrina Chocobar”.
Corresponde –y corresponde más que a nadie a jueces y fiscales– recordar que el señor Chocobar no ha elaborado ninguna doctrina: simplemente se limitó a cometer un asesinato, tras lo que intentó justificarse con mentiras y falsedades, tal como se desprende de los registros fílmicos. Quien ha elevado esas justificaciones a la categoría de “doctrina” ha sido nada menos que el señor Presidente de la Nación, lo que vuelve esa (siempre gracias al código) presunta apología del crimen mucho más grave que la de cualquier opinador televisivo o cagatintas periodístico.
Sería saludable que los señores jueces y fiscales recordaran para qué diablos cobran sus sueldos y actuaran en consecuencia: la apología del crimen es también un delito y, dependiendo de quien lo perpetre, muchas veces aun de mayor gravedad que el crimen mismo.


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