Un peregrino que se dirigía a Santiago de Compostela y cuyo aspecto denunciaba los días que llevaba andando, llegó a las puertas de un imponente castillo. Fue conducido ante su dueño, el conde, que en sus maneras y en sus vestimentas evidenciaba riqueza y poder.
-Deseo que me dejes descansar por una noche en este refugio de peregrinos.
-Este no es un refugio de peregrinos -respondió amoscado el conde-. Es mi castillo, el célebre castillo de la noble familia de los Romanones.
-O sea que lo habéis recibido de vuestro padre.
-Así es -confirmó el conde.
-Su padre, ¿vive?
-No. Murió hace ya algunos años.
-¿Y cómo se hizo él dueño de este maravilloso castillo?
-Lo heredó de su padre, mi abuelo.
-¿Vive?
-No -respondió el conde, ya algo fastidiado-, murió hace muchos años.
-En cuanto a su bisabuelo y a su tatarabuelo también, que en paz descansen, estarán muertos. -Se hizo un silencio de algunos segundos al cabo de los cuales volvió a hablar el zaparrastroso recién llegado.
-Creo no haberme equivocado, señor, al decir que este lugar donde la gente se hospeda durante algún tiempo y luego se marcha, es un refugio de peregrinos.
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