Por Abrasha Rotenberg
Nací en 1926 en un pequeño pueblo ucraniano llamado Teofipol. Los primeros años de mi vida convivíamos con mi madre en la casa de mis abuelos paternos porque mi padre, que no tenía ningún oficio ni trabajo, tuvo que emigrar a la Argentina para ganarse la vida. Desde allí intentó que partiéramos para Buenos Aires de inmediato pero tardamos casi ocho años para obtener la visa de salida. Mientras tanto mi madre tuvo que trabajar: consiguió un empleo en Kiev y yo me quedé al cuidado de mis abuelos y otras veces , en un pueblo cercano, al cuidado de mis tíos maternos. En Teofipol tuve dos amigos entrañables que vivían frente a la casa de mis abuelos. Estábamos siempre juntos, jugábamos y nos queríamos. El hermano, Volodia, era unos años mayor que yo.
En casa de mis abuelos, que no simpatizaban con los comunistas, a menudo se hablaba en voz baja. No me gustan los países donde es necesario bajar la voz para conversar sobre algunos temas.
No conocí a mis abuelos maternos. Murieron muy jóvenes pero mis tíos, hermanos y hermanas de mi madre, siguieron viviendo en su pueblito natal a unos treinta kilómetros de Teofipol. Todos militaban en el Partido Comunista, discutían en voz alta mientras urdían un futuro esplendoroso. Durante la hambruna ucraniana, de 1931, estos tíos me cuidaron y alimentaron, sobre todo mi tío Luzer, un idealista que creía en los logros de la Revolución. En Ucrania fui un niño feliz, una especie de huérfano privilegiado.
Cuando cumplí cinco años mi madre me trajo a Magnitogorsk, una ciudad industrial en los montes Urales donde trabajaba. Allí permanecimos un año y luego la trasladaron a Moscú, un verdadero privilegio. Residíamos en una casa colectiva frente a la Plaza Roja y al Kremlin. Yo me pasaba el día contemplando las interminables filas de ciudadanos que formaban colas para ingresar al mausoleo de Lenin y honrarlo. En Moscú descubrí la magia del cine y el escalofriante placer que me generaban los circos. También en Moscú fui un niño feliz.
Stalin impuso una política de rusificación lingüística en todos los países que conformaba la URSS. Era más importante estudiar ruso que el idioma local. Siempre fui bilingüe y el ruso y el ucraniano mis idiomas maternos. Nunca tuve conciencia de que éramos judíos.
Sobre este panorama esquemático voy a relatarles algunas historias.
En 1941 Hitler invadió la URSS y muchos ucranianos colaboraron de inmediato con los nazis. Apenas conquistaron Teofipol, mi pueblo natal, comenzó la búsqueda, caza y asesinato de judíos. Una mañana llegó a la casa de mis abuelos un joven oficial alemán acompañado por Volodia, nuestro vecino. Venían a arrestar a mis abuelos y llevarlos al bosque para matarlos. Mis abuelos estaban enfermos, intuyeron de que se trataba y se negaron a obedecer. Mi abuelo impresionaba. El joven e inexperto oficial nazi se sintió perdido pero mi amigo Volodia, que se crió conmigo en la casa de mis abuelos, le arrebató el revólver y, sin dudar, les disparó. Después de la guerra fue condenado a 20 años de prisión por asesinato. Al salir siguió viviendo tranquilamente en Teofipol, como si nada hubiese sucedido.
Mi tío menor, que me llevaba pocos años, organizó un grupo de partisanos que saboteaban a los ocupantes alemanes y les infligían enormes pérdidas. Fue traicionado por uno de sus compañeros ucranianos, emboscado por los alemanes, torturado y colgado durante varios días en el centro de Teofipol a la vista la vista de la población.
Mi tío Luzer, hermano de mi madre, ascendió a coronel en el Ejército Rojo, entró con su tropa a Berlín, y durante varios años tuvo un alto cargo en la Administración de la zona soviética. En su uniforme no cabían las medallas que recibió por su coraje. Al terminar la guerra, fue nombrado secretario general del Partido Comunista en la zona de Vinitsa. En 1967, cuando estalló la Guerra de los seis días, fue convocado por sus camaradas para solicitarle la renuncia a su cargo. El motivo: la URSS, hasta ese momento proisraelí, cambió su política y comenzó a apoyar a los países árabes y, como mi tío era judío, se sentían incómodos con su presencia. Mi tío nunca pudo superar su desencanto y su dolor.
Con sus incontables medallas soviéticos murió casi centenario en la ciudad de Nueva York. Ironías de la historia.
Cuando llegué a la Argentina descubrí y tuve conciencia de mi judaísmo, al que asumí y disfruto como cultura, tradición y pertenencia. También me siento cercano a la cultura rusa y ucraniana aunque fundamentalmente la mía es argentina. He vuelto varias veces a Ucrania y a Rusia pero nunca dejó de dolerme el arraigado antisemitismo, tanto ruso como ucraniano, como, por ejemplo, los progroms de Petliura, la decisión soviética de que no trascendieran los asesinatos de 33000 judíos en Babi Yar y la censura impuesta a la publicación del poema Babi Yar de Eugueni Ievtushenko. Siento que hoy la situación ha cambiado drásticamente. Que Ucrania haya elegido, con el 73% de los votos, a un presidente que se declara judío y que éste lidere la resistencia a la brutal invasión decretada por Putin, me sorprende y me enorgullece. Espero que Putin entienda que se ha equivocado, que tiene derecho a defender la seguridad de Rusia pero también la obligación de negociarla civilizadamente. Como líder de un gran país debe retroceder y encontrar otras vías para solucionar sus problemas antes de que sea demasiado tarde, si ya no lo es.
En estos días amargos recuerdo con ternura mi infancia en Teofipol, la casa de mis abuelos, la calle que conducía al cercano rio y las voces blancas de las campesinas que en los melancólicos atardeceres volvían a sus casas cantando tras la siega. Desde ese recuerdo, espero que Ucrania supere esta trágica, injustificada y cruel agresión y pronto recupere la paz, la seguridad y la independencia a las que tiene derecho. El mundo civilizado está con Ucrania.
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